Выбрать главу

El rey calló y Arnau dudó. ¿Debía hablar o esperar? Todos los presentes tenían la vista puesta en él.

– Nosotros -continuó el monarca-, en agradecimiento a vuestra acción, deseamos favoreceros con nuestra gracia.

¿Y ahora? ¿Debía hablar? ¿Qué gracia podía concederle el rey? Ya tenía todo cuanto podía desear…

– Os concedemos en matrimonio a nuestra pupila Elionor, a quien dotamos con las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui.

Todos los presentes murmuraron; algunos aplaudieron. ¡Matrimonio! ¿Había dicho matrimonio? Arnau se volvió en busca de Guillem pero no logró encontrarlo. Los nobles y caballeros le sonreían. ¿Había dicho matrimonio?

– ¿No estáis contento, señor barón? -preguntó el rey al verlo con la cabeza vuelta.

Arnau se volvió hacia el rey. ¿Señor barón? ¿Matrimonio? ¿Para qué quería él todo eso? Nobles y caballeros cañaron ante el silencio de Arnau. El rey lo atravesaba con la mirada. ¿Elionor había dicho? ¿Su pupila? ¡No podía…, no debía desairar al rey!

– No…, quiero decir, sí, majestad -titubeó-. Os agradezco vuestra gracia.

– Sea, pues.

Pedro III se levantó y su corte se cerró a su alrededor. Algunos palmearon la espalda de Arnau al pasar junto a él y le felicitaron con frases que le resultaron ininteligibles. Arnau se quedó solo, allí donde antes había estado rodeado de gente. Se volvió hacia Guillem, que seguía acodado en la borda.

Desde donde estaba, Arnau abrió las manos, pero el moro le contestó gesticulando hacia el rey y su corte, y las escondió con rapidez.

La llegada de Arnau a la playa fue tan celebrada como la del mismo rey. La ciudad entera se abalanzó sobre él y fue de mano en mano, de uno a otro, recibiendo felicitaciones, palmadas y apretones de mano. Todo el mundo quería acercarse al salvador de la ciudad, pero Arnau no lograba reconocer ni oír a nadie. Ahora que todo le iba bien, que era feliz, el rey había decidido casarlo. Los barceloneses lo acompañaron, apretujados contra él, desde la playa a su mesa de cambio y cuando entró, permanecieron frente a la entrada, coreando su nombre, gritando sin cesar.

En cuanto entró, Mar se lanzó en sus brazos. Guillem ya había llegado y estaba sentado en una silla; no había contado nada. Joan, que también había acudido a la mesa, le observaba con su taciturno aspecto habitual.

Mar se quedó sorprendida cuando Arnau, quizá con más fuerza de la que hubiera querido, se desembarazó de su abrazo. Joan fue a felicitarlo pero Arnau tampoco le hizo caso. Al final, se dejó caer en una silla, junto a Guillem. Los demás lo miraban sin atreverse a decir nada.

– ¿Qué te pasa? -se atrevió a preguntar al fin Joan.

– ¡Que me casan! -gritó Arnau, levantando los brazos por encima de la cabeza-. El rey ha decidido convertirme en barón y casarme con su pupila. ¡Ése es el favor que me hace por ayudarle a salvar su capital! ¡Casarme!

Joan pensó unos instantes, ladeó la cabeza y sonrió.

– ¿Por qué te quejas? -le preguntó.

Arnau lo miró de reojo. A su lado, Mar había empezado a temblar. Sólo la vio Donaha, en la puerta de la cocina, que acudió rauda a ayudarla a mantenerse en pie.

– ¿Qué es lo que te disgusta? -insistió Joan. Arnau siquiera lo miró. Mar sintió la primera arcada tras oír las palabras del fraile-. ¿Qué hay de malo en que contraigas matrimonio? Y con la pupila del rey. Te convertirás en barón de Cataluña.

Mar, temiendo vomitar, se marchó con Donaha a la cocina.

– ¿Qué le pasa a Mar? -preguntó Arnau.

El fraile tardó un momento en responder.

– Yo te diré qué le pasa -dijo por fin-. ¡Que también debería casarse! Los dos deberíais casaros. Suerte que el rey tiene más cabeza que tú.

– Déjame, Joan, te lo ruego -dijo cansinamente Arnau.

El fraile elevó los brazos en el aire y abandonó la mesa de cambio.

– Ve a ver qué le pasa a Mar -le pidió Arnau a Guillem.

– No sé qué le ocurre -le dijo éste a su amo unos minutos después-, pero Donaha me ha dicho que no me preocupe. Cosas de mujeres -añadió.

Arnau se volvió hacia él.

– No me hables de mujeres.

– Poco podemos hacer contra los deseos del rey, Arnau. Quizá con algo de tiempo… encontremos una solución.

Pero no tuvieron tiempo. Pedro III fijó para el día 23 de junio su partida hacia Mallorca para perseguir al rey de Castilla; ordenó que su armada estuviera reunida en el puerto de Barcelona para esa fecha y manifestó que antes de partir quería haber resuelto el asunto del matrimonio de su pupila Elionor con el acaudalado Arnau. Así se lo comunicó un oficial del rey al bastaix en su mesa de cambio.

– ¡Sólo me quedan nueve días! -se quejó a Guillem cuando el oficial desapareció por la puerta-. ¡Quizá menos!

¿Cómo sería la tal Elionor? Arnau no podía dormir con sólo pensar en ello. ¿Vieja? ¿Bella? ¿Simpática, agradable o altiva y cínica como todos los nobles que había conocido? ¿Cómo iba a casarse con una mujer a la que ni siquiera conocía? Se lo encargó a Joan:

– Tú puedes hacerlo. Entérate de cómo es esa mujer. No puedo dejar de pensar en qué es lo que me espera.

– Se dice -le contó Joan la misma tarde del día en que el oficial se había presentado en la mesa- que es bastarda de uno de los infantes del principado, alguno de los tíos del rey, aunque nadie se atreve a asegurar cuál de ellos. Su madre falleció en el parto; por eso fue acogida en la corte…

– Pero ¿cómo es, Joan? -lo interrumpió Arnau. -Tiene veintitrés años y es atractiva. -¿Y de carácter? -Es noble -se limitó a contestar.

¿Para qué contarle lo que había oído de Elionor? Es atractiva, ciertamente, le habían dicho, pero sus rasgos siempre reflejan un constante enfado con el mundo entero. Es caprichosa y mimada, altiva y ambiciosa. El rey la casó con un noble que falleció al poco tiempo y ella, sin hijos, volvió a la corte. ¿Un favor a Arnau? ¿Una gracia real? Sus confidentes se rieron. El rey no aguantaba más a Elionor y con quién casarla mejor que con uno de los hombres más ricos de Barcelona, un cambista a quien podía acudir en demanda de créditos. El rey Pedro ganaba en todos los sentidos: se quitaba de encima a Elionor y se aseguraba el acceso a Arnau. ¿Para qué contarle todo aquello?

– ¿Qué quieres decir con eso de que es noble? -Pues eso -dijo Joan tratando de evitar la mirada de Arnau-, que es noble, una mujer noble, con su carácter, como todas ellas.

También Elionor había hecho averiguaciones por su cuenta, y su irritación aumentaba a medida que le llegaban más noticias: un antiguo bastaix, una cofradía que derivaba de los esclavos de ribera, de los macips de ribera, de los mancipados. ¿Cómo pretendía el rey casarla con un bastaix? Era rico, muy rico, sí, según le habían dicho todos, pero ¿qué le importaban a ella sus dineros? Vivía en la corte y nada le faltaba. Decidió acudir al rey cuando se enteró de que Arnau era hijo de un payés fugitivo y que él mismo, por nacimiento, también había sido siervo de la tierra. ¿Cómo podía el rey pretender que ella, hija de un infante, desposara con semejante personaje?

Pero Pedro III no la recibió y ordenó que la boda se celebrase el 21 de junio, dos días antes de su partida hacia Mallorca.

Al día siguiente se casaría. En la capilla real de Santa Àgata.

– Es una capilla pequeña -le explicó Joan-. La construyó a principios de siglo Jaime II por indicación de su esposa, Blanca de Anjou, bajo la advocación de las reliquias de la Pasión de Cristo, la misma que la Sainte-Chapelle de París, de donde provenía la reina.

Sería una boda íntima, tanto que el único que acompañaría a Arnau sería Joan. Mar se negó a asistir. Desde que anunció su matrimonio la muchacha lo rehuía y callaba en su presencia, mirándolo de vez en cuando, sin las sonrisas que hasta entonces le había dedicado.

Por eso aquella tarde Arnau abordó a la muchacha y le pidió que lo acompañase.

– ¿Adonde? -preguntó Mar.

¿Adonde?

– No sé… ¿Qué tal a Santa María? Tu padre adoraba esa iglesia. Lo conocí allí, ¿sabes?

Mar accedió; los dos salieron de la mesa de cambio y se dirigieron hacia la inconclusa fachada de Santa María. Los albañiles empezaban a trabajar en las dos torres ochavadas que debían flanquearla y los maestros del cincel se afanaban en el tímpano, las jambas, el parteluz y las arquivoltas, picando y repicando sobre la piedra. Arnau y Mar entraron en el templo. Las nervaduras de la tercera bóveda de la nave central habían empezado ya a extenderse hacia el cielo, en busca de la clave, como una tela de araña protegida por el andamiaje de madera sobre el que crecían.

Arnau sintió la presencia de la muchacha a su lado. Era tan alta como él y su cabello caía con gracia sobre sus hombros. Olía bien: a frescor, a hierbas. La mayoría de los operarios la admiraron; lo vio en sus ojos, aun cuando se desviaban en cuanto advertían la mirada de Arnau. Su aroma iba y venía al ritmo de sus movimientos.

– ¿Por qué no quieres venir a mi boda? -le preguntó de repente.

Mar no le contestó. Paseaba la vista por el templo.

– Ni siquiera me han permitido casarme en esta iglesia -murmuró Arnau.

La muchacha tampoco dijo nada.

– Mar… -Arnau esperó a que se volviera hacia él-. Me hubiera gustado que estuvieras conmigo el día de mi boda. Sabes que no me gusta, que lo hago contra mi voluntad, pero el rey… No insistiré más, ¿de acuerdo? -Mar asintió-. Si no lo hago, ¿podremos tratarnos como siempre?

Mar bajó la mirada. Eran tantas las cosas que habría querido decirle… Pero no podía negarle lo que le pedía; no habría podido negarle nada.

– Gracias -le dijo Arnau-; si me fallases tú… ¡No sé qué sería de mí si los que quiero me fallaseis!

Mar sintió un escalofrío. No era esa clase de cariño el que ella pedía. Era amor. ¿Por qué había consentido en acompañarlo? Dirigió su mirada hacia el ábside de Santa María.

– Joan y yo vimos cómo elevaban esa piedra de clave, ¿sabes? -le dijo Arnau al observar la dirección de su mirada-. Sólo éramos unos niños.

En aquel momento, los maestros vidrieros trabajaban con denuedo en el claristorio, el conjunto de ventanas situado debajo del ábside, tras haber finalizado las de la parte superior, cuyo arco ojival aparecía cercenado por un pequeño rosetón. Luego pasarían a decorar los grandes ventanales ojivales que se abrían bajo ellas. Trabajaban los colores componiendo figuras y dibujos, todos rotos mediante finas y delicadas tiras de plomo, que recibían la luz externa para filtrarla al templo.