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A la semana de su estancia en Montbui, Arnau empezó a acariciar la idea de regresar a Barcelona y dejar aquellas propiedades en manos de un administrador, pero mientras tomaba la decisión optó por conocerlas un poco más; aunque, lejos de acudir a los nobles que le debían vasallaje y que en sus visitas al castillo lo desdeñaban por completo y se rendían a los pies de Elionor, lo hizo al común, a los payeses, a los siervos de sus siervos.

Acompañado de Mar, salió a los campos con curiosidad. ¿Qué habría de cierto en lo que escuchaba en Barcelona? Ellos, los comerciantes de la gran ciudad, a menudo basaban sus decisiones en las noticias que les llegaban. Arnau sabía que la epidemia de 1348 despobló los campos, eso se decía, y que justo el año anterior, el de 1358, una plaga de langosta empeoró la situación tras arruinar las cosechas. La falta de recursos propios empezó a dejarse notar en el comercio y los mercaderes variaron sus estrategias.

– ¡Dios! -murmuró a las espaldas del primer payés, cuando éste entró corriendo en la masía para presentar al nuevo barón a su familia.

Como él, Mar no podía apartar la mirada del ruinoso edificio y de sus alrededores, tan sucios y dejados como el hombre que los había recibido y que ahora volvía a salir acompañado de una mujer y dos niños pequeños.

Los cuatro se pusieron en fila ante ellos y, torpemente, intentaron hacerles una reverencia. Había miedo en sus ojos. Sus ropas estaban ajadas y los niños… Los niños ni siquiera podían tenerse en pie. Sus piernas eran delgadas como espigas.

– ¿Es ésta tu familia? -preguntó Arnau.

El payés empezaba a asentir justo cuando desde dentro de la masía surgió un débil llanto. Arnau frunció las cejas y el hombre negó con la cabeza, lentamente; el miedo de sus ojos se convirtió en tristeza.

– Mi mujer no tiene leche, señoría.

Arnau miró a la mujer. ¿Cómo iba a tener leche aquel cuerpo? ¡Primero había que tener pechos!

– ¿Y nadie por aquí podría…?

El payés se adelantó a su pregunta.

– Todos están igual, señoría. Los niños mueren.

Arnau percibió cómo Mar se llevaba una mano a la boca.

– Enséñame tu finca: el granero, los establos, tu casa, los campos.

– ¡No podemos pagar más, señoría!

La mujer había caído de rodillas y empezaba a arrastrarse hacia Mar y Arnau.

Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. La mujer se encogió al contacto de Arnau.

– ¿Qué…?

Los niños empezaron a llorar.

– No le peguéis, señoría, os lo ruego -intervino el esposo acercándose a él-; es cierto, no podemos pagar más. Castigadme a mí.

Arnau soltó a la mujer y se retiró unos pasos, hasta donde estaba Mar, que observaba la escena con los ojos muy abiertos.

– No le voy a pegar -dijo dirigiéndose al hombre-; tampoco a ti, ni a nadie de tu familia. No os voy a pedir más dinero. Sólo quiero ver tu finca. Dile a tu esposa que se levante.

Primero había sido miedo, después tristeza, ahora extrañeza; los dos clavaron en Arnau sus ojos hundidos con expresión de sorpresa. «¿Acaso jugamos a ser dioses?», pensó Arnau. ¿Qué le habían hecho a esa familia para que respondiera de esa forma? Estaban dejando morir a uno de sus hijos y aún pensaban que alguien acudía a ellos para pedirles más dinero.

El granero estaba vacío. El establo también. Los campos descuidados, los aperos de labranza estropeados y la casa… Si el niño no moría de hambre lo haría de cualquier enfermedad. Arnau no se atrevió a tocarlo; parecía…, parecía que fuera a romperse sólo con moverlo.

Cogió la bolsa del cinto y sacó unas monedas. Se las fue a ofrecer al hombre pero rectificó y sacó más monedas.

– Quiero que este niño viva -le dijo dejando los dineros sobre lo que en tiempos debía de haber sido una mesa-. Quiero que tú, tu esposa y tus otros dos hijos comáis. Este dinero es para vosotros, ¿entendido? Nadie tiene derecho a él, y si tenéis algún problema acudid a verme al castillo.

Ninguno de ellos se movió; tenían la mirada puesta en las monedas. Ni siquiera fueron capaces de desviarla para despedirse de Arnau cuando éste salió de la casa.

Arnau volvió al castillo sin decir palabra, cabizbajo, pensativo. Mar compartió con él el silencio.

– Todos están igual, Joan -dijo Arnau una noche, mientras los dos solos paseaban al fresco por las afueras del castillo-. Hay algunos que han tenido la suerte de ocupar masías deshabitadas, de payeses muertos o que simplemente han huido, ¿cómo no van a hacerlo? Esas tierras las dedican ahora a bosque y pastos, lo que les da cierta garantía de supervivencia cuando las tierras no producen. Pero los más… los más están en una situación desastrosa. Los campos no producen y mueren de hambre.

– Eso no es todo -añadió Joan-; me he enterado de que los nobles, tus feudatarios, están obligando a firmar capbreus a los payeses que quedan…

– ¿Capbreus?

– Son documentos por los que los payeses reconocen la vigencia de todos los derechos feudales que habían quedado en desuso en épocas de bonanza. Como quedan pocos hombres, los sangran para conseguir los mismos beneficios que cuando había muchos y las cosas iban bien.

Arnau llevaba bastantes noches durmiendo mal. Se despertaba sobresaltado tras ver rostros demacrados. Sin embargo, en aquella ocasión ni siquiera pudo conciliar el sueño. Había recorrido sus tierras y había sido generoso. ¿Cómo podía admitir tal situación? Todas aquellas familias dependían de él; primero de sus señores, pero éstos, a su vez, eran feudatarios de Arnau. Si él, como señor de estos últimos, les exigía el pago de sus rentas y mercedes, los nobles repercutirían en aquellos desgraciados las nuevas obligaciones que el carlán había gestionado con absoluta negligencia.

Eran esclavos. Esclavos de la tierra. Esclavos de sus tierras. Arnau se encogió en el lecho. ¡Sus esclavos! Un ejército de hombres, mujeres y niños hambrientos a los que nadie daba importancia alguna… salvo para sangrarlos hasta la muerte. Arnau recordó a los nobles que habían venido a visitar a Elionor, sanos, fuertes, lujosamente vestidos, ¡alegres! ¿Cómo podían vivir de espaldas a la realidad de sus siervos? ¿Qué podía hacer él?

Era generoso. Repartía dinero allí donde lo necesitaban, una miseria para él, pero despertaba alegría entre los niños y hacía sonreír a Mar, siempre a su lado. Pero aquello no podía eternizarse. Si seguía repartiendo dinero serían los nobles quienes se aprovecharían de ello. Continuarían sin pagarle a él y explotarían todavía más a los desgraciados. ¿Qué podía hacer?

Y mientras Arnau se levantaba cada día más y más pesimista, el estado de ánimo de Elionor era muy distinto.

– Ha convocado a nobles, payeses y lugareños para la Virgen de Agosto -explicó Joan a su hermano, que en su calidad de dominico era el único que mantenía algún contacto con la baronesa.

– ¿Para qué?

– Para que le rindan… os rindan homenaje -rectificó. Arnau lo instó a continuar-. Según la ley… -Joan abrió los brazos; tú me lo has pedido, intentó decirle con el gesto-. Según la ley cualquier noble, en cualquier momento, puede exigir de sus vasallos que renueven el juramento de fidelidad y reiteren el homenaje a su señor. Es lógico que no habiéndolo recibido todavía, Elionor desee que se lo presten.

– ¿Quieres decir que vendrán?

– Los nobles y caballeros no tienen obligación de comparecer a un llamamiento público, siempre y cuando renueven su vasallaje en privado, presentándose ante su nuevo señor en el plazo de un año, un mes y un día, pero Elionor ha estado hablando con ellos y parece ser que acudirán. A fin de cuentas es la pupila del rey. Nadie quiere enfrentarse a la pupila del rey.

– ¿Y al esposo de la pupila del rey?

Joan no le contestó. Sin embargo, algo en sus ojos… Conocía aquella mirada.

– ¿Tienes algo más que decirme, Joan?

El fraile negó con la cabeza.

Elionor ordenó la construcción de un entarimado en un llano situado al pie del castillo. Soñaba con el día de la Virgen de Agosto. Cuántas veces había visto a nobles y pueblos enteros prestar vasallaje a su tutor, el rey. Ahora se lo prestarían a ella, como a una reina, como a una soberana en sus tierras. ¿Qué más daba que Arnau estuviera a su lado? Todos sabían que era a ella, a la pupila del rey, a quien se sometían.

Tal era su ansiedad que, cercano ya el día señalado, incluso se permitió sonreír a Arnau, desde muy lejos y débilmente, pero le sonrió.

Arnau dudó y sus labios devolvieron una mueca.

«¿Por qué le he sonreído?», pensó Elionor. Apretó los puños. «¡Imbécil! -se insultó a sí misma-. ¿Cómo te humillas ante un vulgar cambista, un siervo fugitivo?» Llevaban más de un mes y medio en Montbui y Arnau no se había acercado a ella. ¿Acaso no era un hombre? Cuando nadie la miraba observaba el cuerpo de Arnau, fuerte, poderoso, y por las noches, sola en su alcoba, se permitía soñar que aquel hombre la montaba salvajemente. ¿Cuánto tiempo hacía que no vivía aquellas sensaciones? Y él la humillaba con su desdén. ¿Cómo se atrevía? Elionor se mordió con fuerza el labio inferior. «Ya vendrá», se dijo.

El día de la festividad de la Virgen de Agosto, Elionor se levantó al alba. Desde la ventana de su solitario dormitorio observó la planicie dominada por el entarimado que había mandado construir. Los payeses empezaban a congregarse en el llano; muchos ni siquiera habían dormido, para acudir a tiempo al requerimiento de sus señores. Todavía no había llegado ningún noble.

40

El sol anunció un día espléndido y caluroso. El cielo límpido y sin nubes, semejante al que casi cuarenta años atrás acogió la celebración del matrimonio de un siervo de la tierra llamado Bernat Estanyol, parecía una cúpula azul celeste sobre los miles de vasallos congregados en el llano. Se acercaba la hora, y Elionor, con sus mejores galas, paseaba nerviosa por el inmenso salón del castillo de Montbui. ¡Sólo faltaban los nobles y caballeros! Joan, ataviado con su hábito negro, descansaba en una silla, y Arnau y Mar, como si la cosa no fuera con ellos, cruzaban divertidas miradas de complicidad ante cada suspiro de desesperación que surgía de la garganta de Elionor.