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Arnau guardó silencio unos instantes, mientras observaba más allá de los preocupados nobles a la multitud que esperaba oír determinadas palabras. ¡Faltaba uno! La gente lo sabía y esperaba inquieta ante el repentino silencio de Arnau. ¡Faltaba uno!

– ¡Os declaro libres! -gritó al fin.

El carlán gritó y levantó el puño hacia Arnau. Los nobles que lo acompañaban gesticularon y gritaron a su vez.

– ¡Libres! -sollozó la anciana entre los vítores de la multitud.

– En el día de hoy, en que unos nobles se han negado a prestar homenaje a la pupila del rey, los payeses que trabajan las tierras que componen las baronías de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui serán iguales a los payeses de la Cataluña nueva, iguales a los de las baronías de Entença, de la Conca del Barberà, del campo de Tarragona, del condado de Prades, de la Segarra o la Garriga, del marquesado de Aytona, del territorio de Tortosa o del campo de Urgell…, iguales a los payeses de cualquiera de las diecinueve comarcas de esa Cataluña conquistada con el esfuerzo y la sangre de vuestros padres. ¡Sois libres! ¡Sois payeses pero nunca más, en estas tierras, volveréis a ser siervos de la tierra ni lo serán vuestros hijos o vuestros nietos!

– Tampoco vuestras madres -susurró Francesa para sí-, tampoco vuestras madres -repitió antes de prorrumpir de nuevo en llanto y agarrarse a Aledis, que tenía los sentimientos a flor de piel.

Arnau tuvo que abandonar la tarima para evitar que el pueblo se abalanzara sobre él. Joan ayudó a Elionor, que era incapaz de caminar por sí sola.Tras ellos, Mar trataba de controlar la emoción que parecía a punto de estallar en su pecho.

El llano empezó a vaciarse en cuanto Arnau y su séquito lo abandonaron en dirección al castillo. Los nobles, tras acordar cómo plantearían el asunto al rey, hicieron lo propio a galope tendido, sin respetar a la gente que se agolpaba en los caminos y que tenía que saltar a los campos para no ser arrollados por unos jinetes iracundos. Los payeses iniciaron una lenta marcha de regreso a sus hogares, con una sonrisa en el rostro.

Sólo dos mujeres permanecían quietas en el llano.

– ¿Por qué me engañaste? -preguntó Aledis.

En esta ocasión la anciana se volvió hacia ella.

– Porque no lo merecías… y él no debía vivir junto a ti. Tú no estabas llamada a ser su esposa. -Francesca no dudó. Lo dijo fríamente, tan fríamente como se lo permitió su voz ronca.

– ¿De verdad piensas que no lo merecía? -preguntó Aledis.

Francesca se enjugó las lágrimas y recuperó de nuevo la energía y la firmeza que le habían permitido llevar su negocio durante años.

– ¿Acaso no has visto en lo que se ha convertido? ¿Acaso no has oído lo que ha hecho? ¿Crees que su vida hubiera sido la misma junto a ti?

– Lo de mi marido y el duelo…

– Mentira.

– Lo de que me buscaban…

– También. -Aledis frunció el entrecejo y observó a Francesca-. También tú me mentiste, ¿recuerdas? -le echó en cara la anciana.

– Yo tenía mis motivos.

– Y yo los míos.

– Captarme para tu negocio… Ahora lo entiendo.

– No fue ése el único, pero reconozco que sí. ¿Tienes alguna queja? ¿A cuántas muchachas ingenuas has engañado tú desde entonces?

– Eso no hubiera sido necesario si tú…

– Te recuerdo que la elección fue tuya. -Aledis dudó-. Otras no pudimos elegir.

– Fue muy duro, Francesca. Llegar hasta Figueras, arrastrarme, someterme y ¿para qué?

– Vives bien, mejor que muchos de los nobles que hoy estaban aquí. No te falta de nada.

– Mi honra.

Francesca se irguió cuanto su ajado cuerpo le permitió. Entonces se enfrentó a Aledis.

– Mira, Aledis, yo no entiendo de honras ni honores. Tú me vendiste la tuya. A mí me la robaron cuando era una muchacha. Nadie me permitió elegir. Hoy he llorado lo que no me había permitido llorar en toda mi vida, y ya es suficiente. Somos lo que somos y de nada nos serviría, ni a ti ni a mí, recordar cómo hemos llegado a serlo. Deja que los demás se peleen por la honra. Hoy los has visto. ¿Quién de los que estaban junto a nosotras puede hablar de honor u honra?

– Quizá ahora, sin malos usos…

– No te engañes, seguirán siendo unos desgraciados sin un lugar donde caerse muertos. Hemos luchado mucho para llegar donde estamos; no pienses en la honra: no está hecha para el pueblo.

Aledis miró a su alrededor y observó al pueblo. Los habían liberado de los malos usos, sí, pero seguían siendo los mismos hombres y las mismas mujeres sin esperanzas, los mismos niños famélicos, descalzos y medio desnudos. Asintió con la cabeza y abrazó a Francesca.

41

No pensarás dejarme aquí!

Elionor bajó la escalera hecha una furia. Arnau estaba en el salón, sentado a la mesa, firmando los documentos con los que derogaba los malos usos de sus tierras. «En cuanto los firme, me iré», le había dicho a Joan. El fraile y Mar, a espaldas de Arnau, observaban la escena.

Arnau terminó de firmar y después se enfrentó a Elionor. Debía de ser la primera vez que hablaban desde que contrajeron matrimonio. Arnau no se levantó.

– ¿Qué interés tienes en que me quede aquí?

– ¿Cómo quieres que me quede en un lugar donde me han humillado como lo han hecho?

– Lo diré de otra forma entonces: ¿qué interés puedes tener en seguirme?

– ¡Eres mi esposo! -Le salió una voz chillona. Le había dado mil vueltas: no podía quedarse, pero tampoco podía volver a la corte del rey. Arnau hizo una mueca de desagrado-. Si te vas, si me dejas -añadió Elionor-, acudiré al rey.

Las palabras resonaron en los oídos de Arnau. «¡Acudiremos al rey!», lo habían amenazado los nobles. Creía poder solucionar el ataque de los nobles, pero… Miró los documentos que acababa de firmar. Si Elionor, su propia esposa, la pupila real, se sumaba a las quejas de los nobles…

– Firma -la instó acercándole los documentos.

– ¿Por qué debería hacerlo? Si derogas los malos usos, nos quedaremos sin rentas.

– Firma y vivirás en un palacio en la calle de Monteada de Barcelona. No necesitarás esas rentas.Tendrás el dinero que quieras.

Elionor se acercó a la mesa, cogió la pluma y se inclinó sobre los documentos.

– ¿Qué garantías tengo de que cumplirás tu palabra? -preguntó de repente, volviéndose hacia Arnau.

– La de que cuanto más grande sea la casa, menos te veré. Ésa es la garantía. La de que cuanto mejor vivas, menos me molestarás. ¿Te sirven esas garantías? No tengo intención de darte otras.

Elionor miró a los que estaban detrás de Arnau. ¿Sonreía la muchacha?

– ¿Vivirán ellos con nosotros? -preguntó señalándolos con la pluma.

– Sí.

– ¿Ella también?

Mar y Elionor cruzaron una mirada gélida.

– ¿Acaso no he hablado con suficiente claridad, Elionor? ¿Firmas?

Firmó.

Arnau no esperó a que Elionor hiciera sus preparativos y aquel mismo día, al atardecer, para evitar el calor de agosto, partió hacia Barcelona, en un carro alquilado, igual que había llegado hasta allí.

Ninguno de ellos miró atrás cuando el carro cruzó las puertas del castillo.

– ¿Por qué debemos ir a vivir con ella? -le preguntó Mar a Arnau durante el viaje de vuelta en el carro.

– No debo ofender al rey, Mar. Nunca se sabe cuál puede ser la respuesta de un monarca.

Mar permaneció callada durante unos instantes, pensativa.

– ¿Por eso le has ofrecido todo lo que le has ofrecido?

– No…, bueno, también, pero la principal razón han sido los payeses. No quiero que se queje. Supuestamente el rey nos ha concedido unas rentas para vivir, aunque en realidad no existan o sean mínimas. Si ella acudiese al rey diciendo que por mi actuación he dilapidado esas rentas, quizá derogaría mis órdenes.

– ¿El rey? ¿Por qué iba el rey…?

– Debes saber que no hace muchos años el rey dictó una pragmática contra los siervos de la tierra, en contra incluso de los privilegios que él mismo y sus antecesores habían concedido a las ciudades. La Iglesia y los nobles le exigieron que tomara medidas contra los payeses que escapaban de sus tierras y las dejaban baldías… y él lo hizo.

– No pensaba que fuera capaz de eso.

– Es un noble más, Mar; el primero de ellos.

Hicieron noche en una masía a las afueras de Monteada. Arnau pagó generosamente a los payeses. Se levantaron al alba y antes de que empezase la canícula entraron en Barcelona.

– La situación es dramática, Guillem -le dijo Arnau cuando pusieron fin a saludos y explicaciones y se quedaron solos-. El principado está mucho peor de lo que imaginábamos. Aquí sólo nos llegan las noticias, pero hay que ver el estado de los campos y las tierras. No aguantaremos.

– Hace mucho tiempo que tomo medidas -lo sorprendió Guillem. Arnau lo instó a que continuase-. La crisis es grave y se veía venir; ya lo habíamos hablado en alguna ocasión. Nuestra moneda se devalua constantemente en los mercados extranjeros pero el rey no adopta ninguna medida aquí, en Cataluña, y soportamos unas paridades insostenibles. El municipio se está endeudan-do cada vez más para financiar toda la estructura que se ha creado en Barcelona. La gente ya no obtiene beneficios en el comercio y buscan lugares más seguros para su dinero.

– ¿Y el nuestro?

– Fuera. En Pisa, Florencia, incluso en Genova. Allí todavía se puede comerciar con cambios lógicos. -Los dos guardaron unos momentos de silencio-. Castelló ha sido declarado abatut -añadió Guillem rompiéndolo-; empieza el desastre.

Arnau recordó al cambista, gordo, siempre sudoroso y simpático.

– ¿Qué ha sucedido?

– No ha sido prudente. La gente empezó a reclamarle la devolución de los depósitos y no pudo hacer frente.

– ¿Podrá pagar?

– No creo.

El 29 de agosto, el rey desembarcó victorioso de su campaña en Mallorca contra Pedro el Cruel, que había huido de Ibiza, tras tomarla y saquearla, en cuanto la flota catalana arribó a las islas. Al cabo de un mes, cuando llegó Elionor, los Estanyol, incluido Guillem pese a su inicial oposición, se trasladaron al palacio de la calle de Monteada.