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A los dos meses, el rey concedió audiencia al carlán de Montbui. El día anterior, enviados de Pedro III solicitaron un nuevo préstamo a la mesa de Arnau. Cuando se lo concedieron, el rey despidió al carlán y mantuvo las órdenes de Arnau.

Al cabo de dos meses más, transcurridos los seis que la ley concedía al abatut para que pagase sus deudas, el cambista Castelló fue decapitado frente a su mesa de cambio, en la plaza deis Canvis. Todos los cambistas de la ciudad fueron obligados a presenciar, en primera fila, la ejecución. Arnau vio cómo se separaba la cabeza de Castelló de su tronco tras el certero golpe del verdugo. Le hubiera gustado cerrar los ojos, como muchos hicieron, pero no pudo. Tenía que verlo. Era una llamada a la prudencia que no debía olvidar nunca, se dijo mientras la sangre se derramaba sobre el cadalso.

42

La veía sonreír. Arnau seguía viendo sonreír a su Virgen, y la vida le sonreía igual que ella. Había cumplido cuarenta años y, pese a la crisis, sus negocios funcionaban y le proporcionaban grandes beneficios, de los que destinaba una parte a los menesterosos o a Santa María. Con el tiempo, Guillem le dio la razón: la gente del pueblo pagaba y devolvía sus préstamos, dinero a dinero. Su iglesia, el templo de la mar, continuaba creciendo a través de su tercera bóveda central y de los campanarios octogonales que flanqueaban la fachada principal. Santa María estaba repleta de artesanos: marmolistas y escultores, pintores, vidrieros, carpinteros y forjadores. Incluso había un organista, cuyo trabajo Arnau seguía con atención. ¿Cómo sonaría la música en el interior de aquel majestuoso templo?, se preguntaba a menudo. Tras la muerte del arcediano Bernat Llull y el paso de dos canónigos, quien ahora ocupaba el cargo era Pere Sálvete de Montirac, con el que Arnau mantenía una relación fluida. También habían muerto el gran maestro, Berenguer de Montagut, y su sucesor, Ramon Despuig. El encargado de la dirección de las obras del templo era ahora Guillem Metge.

Pero Arnau no sólo trataba con los prebostes de Santa María. Su situación económica y su nueva condición le llevaban a confraternizar con los consejeros de la ciudad, con prohombres y con miembros del Consejo de Ciento. Su opinión era escuchada en la lonja y sus consejos seguidos por comerciantes y mercaderes.

– Debes aceptar el cargo -le aconsejó Guillem. Arnau pensó durante unos instantes. Acababan de ofrecerle uno de los dos puestos de cónsul de la Mar de Barcelona, el máximo representante del comercio en la ciudad, juez en las disputas mercantiles, con jurisdicción propia, independiente de cualquier otra institución de Barcelona, arbitro de cualquier problema que se plantease en el puerto o que tuviesen sus trabajadores, y vigilante del cumplimiento de las leyes y las costumbres del comercio.

– No sé si podré…

– Nadie mejor que tú, Arnau, hazme caso -lo interrumpió

Guillem-. Puedes. Seguro que puedes.

Aceptó ser uno de los nuevos cónsules cuando finalizase el mandato de los anteriores.

Santa María, sus negocios, sus futuras nuevas obligaciones como cónsul de la Mar: todo ello creó alrededor de Arnau una muralla tras la que el bastaix se sentía cómodo, y cuando volvía a su nuevo hogar, al palacio de la calle Monteada, no se daba cuenta de lo que sucedía tras sus grandes portalones.

Arnau había cumplido las promesas hechas a Elionor, pero también cumplió con las garantías bajo las que se las ofreció, y su relación era distante y fría; se reducía a lo imprescindible para la convivencia. Mientras, Mar había cumplido veinte esplendorosos años y seguía negándose a contraer matrimonio. «¿Para qué voy a hacerlo si tengo a Arnau para mí? ¿Qué haría él sin mí? ¿Quién lo descalzaría? ¿Quién lo atendería a la vuelta del trabajo? ¿Quién charlaría con él y escucharía sus problemas? ¿Elionor? ¿Joan, cada día más enfrascado en sus estudios? ¿Los esclavos?, ¿o un Guillem con quien ya pasa la mayor parte del día?», pensaba la muchacha. Todos los días, Mar esperaba con impaciencia la vuelta a casa de Arnau. Su respiración se aceleraba cuando oía sus aldabonazos sobre los portalones y la sonrisa volvía a sus labios en cuanto acudía, corriendo, a esperarle en lo alto de las escalinatas que llevaban a las plantas nobles. Porque durante el día, cuando Arnau no estaba, su vida era un monótono y constante suplicio.

– ¡Nada de perdiz! -resonó en las cocinas-, hoy comeremos ternera.

Mar se volvió hacia la baronesa, de pie en la entrada de la cocina. A Arnau le gustaba la perdiz. Había ido con Donaha a comprarlas. Las eligió ella misma, las colgó de una barra en la cocina y comprobó día tras día su estado. Por fin decidió que ya estaban en su punto y, por la mañana, temprano, bajó a la cocina para prepararlas.

– Pero…-intentó oponerse Mar.

– Ternera -la interrumpió Elionor, traspasándola con la mirada.

Mar se volvió hacia Donaha, pero la esclava le contestó encogiendo imperceptiblemente los hombros.

– Lo que se come en esta casa lo decido yo -continuó la baronesa, dirigiéndose en esta ocasión a todos los esclavos presentes en la cocina-. ¡En esta casa mando yo!

Tras su último grito, dio media vuelta y se fue. Aquel día, Elionor esperó a comprobar el resultado de su desplante. ¿Acudiría la muchacha, a Arnau o mantendría aquella disputa en secreto? Mar también pensó en ello: ¿debía contárselo a Arnau? ¿Qué podía ganar haciéndolo? Si Arnau se ponía de su parte, discutiría con Elionor y en realidad ella era la señora de la casa. ¿Y si no se ponía de su parte? Se le encogió el estómago. ¿Y si no lo hacía? Arnau dijo en una ocasión que no debía ofender al rey. ¿Y si Elionor se quejaba al rey por su causa? ¿Qué diría entonces Arnau?

Elionor dejó escapar una sonrisa de desprecio hacia Mar al final del día, cuando comprobó que Arnau seguía tratándola como siempre, sin dirigirle la palabra. Con el tiempo, la sonrisa se fue convirtiendo en un constante asedio a la muchacha. Elionor prohibió que acompañara a los esclavos a la compra y que entrase en las cocinas. Apostó esclavos en las puertas de los salones cuando ella estaba dentro. «La señora baronesa no desea ser molestada», le decían a Mar cuando trataba de entrar en ellos. Día tras día, Elionor encontró más formas de molestar a la muchacha.

El rey. No debían ofender al rey. Mar tenía aquellas palabras grabadas en la mente y se las repetía una y otra vez. Elionor seguía siendo su pupila y podía acudir al monarca en cualquier momento. ¡Ella no sería la causa de que Elionor se ofendiera!

Cuan equivocada estaba. Poco satisfacían a Elionor las rencillas domésticas. Sus pequeñas victorias desaparecían cuando Arnau regresaba a casa y Mar saltaba a sus brazos. Los dos reían, charlaban… y se rozaban. Arnau contaba los sucesos del día, las disputas en la lonja, los cambios, los barcos, sentado en un sillón, con Mar a sus pies, embelesada en sus historias. ¿Acaso no debía ser aquél el sitio de su legítima esposa? Arnau, acompañado de Mar, se quedaba en una de las ventanas, por la noche, después de cenar, con ella cogida de su brazo, mientras ambos miraban la noche estrellada. A sus espaldas, Elionor apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos; entonces el dolor la hacía reaccionar y se levantaba bruscamente para retirarse a sus habitaciones.

Y en la soledad pensaba en su situación. Arnau no la había tocado desde que contrajeran matrimonio. Ella se acariciaba el cuerpo, los pechos…, ¡todavía se mantenían firmes!, las caderas, la entrepierna, y cuando el placer empezaba a llegar, chocaba siempre con la realidad: aquella muchacha… ¡aquella muchacha había logrado ocupar su puesto!

– ¿Qué sucederá cuando mi esposo fallezca?

Se lo preguntó directamente, sin preámbulos, tras tomar asiento frente a la mesa repleta de libros. Después tosió; todo aquel estudio lleno de libros y legajos, el polvo…

Reginald d'Area examinó con tranquilidad a su visitante. Era el mejor abogado de la ciudad, le habían comentado a Elionor, un experto glosador de los Usatges de Cataluña.

– Tengo entendido que no tenéis hijos de vuestro esposo, ¿es cierto? -Elionor frunció las cejas-. Debo saberlo -insistió con parsimonia. Todo él, corpulento y con aspecto bonachón, con su melena y su barba blancas, infundía seguridad.

– No. No los he tenido.

– Imagino que vuestra consulta se refiere al aspecto patrimonial.

Elionor se movió en la silla, inquieta.

– Sí -contestó al fin.

– Vuestra dote os será devuelta. En cuanto al patrimonio propio de vuestro esposo, puede disponer de él por testamento como desee.

– ¿No me corresponderá nada?

– El usufructo de sus bienes durante un año, el año de luto.

– ¿Sólo?

El grito logró descomponer a Reginald d'Area. ¿Qué se creía aquella mujer?

– Eso se lo debéis a vuestro tutor, el rey Pedro -contestó con sequedad.

– ¿Qué queréis decir?

– Hasta que vuestro tutor accedió al trono regía en Cataluña una ley de Jaime I por la que la viuda, mientras lo hiciera honestamente, disfrutaba del usufructo de toda la herencia de su marido de por vida. Pero los mercaderes de Barcelona y Perpiñán son muy celosos de su patrimonio, incluso cuando se trata de sus esposas, y consiguieron un privilegio real por el que tan sólo disfrutarían de un año de luto, no del usufructo. Vuestro tutor ha elevado dicho privilegio a rango de ley general para todo el principado…

Elionor no lo escuchaba y se levantó antes de que el abogado finalizase su exposición. Volvió a toser y paseó la mirada por el estudio. ¿Para qué querría tantos libros? Reginald se levantó también.

– Si necesitáis algo más…

Elionor, ya de espaldas, se limitó a levantar una mano. Estaba claro: necesitaba tener un hijo de su marido para asegurarse el futuro. Arnau había cumplido su palabra y Elionor había conocido otra forma de vida: el lujo, algo que había visto en la corte pero que, al estar sometida a los innumerables controles de los tesoreros reales, siempre había estado fuera de su alcance. Ahora gastaba cuanto quería, tenía cuanto deseaba. Pero si Arnau moría… Y lo único que se lo impedía, lo único que lo mantenía apartado de ella, era aquella bruja voluptuosa. Si la bruja no estuviera…, si desapareciese… ¡Arnau se rendiría ante ella! ¿Cómo no iba a ser capaz de seducir a un siervo fugitivo?