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– Sentencio -le tembló la voz- que el barquero debe satisfacer el precio de la pimienta. Así lo dispone -Arnau leyó el libro que le acercó el escribano- el capítulo sesenta y dos de las Costumbres de la Mar. -Acababa de pedirle un crédito. Acababa de casarse, en Santa María, como correspondía a los hombres de la mar. ¿Estaría ya embarazada? Arnau recordó el fulgor de los ojos de la joven esposa del barquero el día que los felicitó. Carraspeó-: ¿Tienes…? -Volvió a carraspear-: ¿Tienes dinero?

Arnau apartó la mirada del joven. Acababa de concederle un crédito. ¿Habría sido para la casa?, ¿para la ropa?, ¿para los muebles o quizá para esa barca? La negativa del joven llenó sus oídos.

– Te condeno, pues, a… -El nudo que se le formó en la garganta casi le impidió continuar-.Te condeno a prisión hasta que satisfagas el total de la cantidad adeudada.

¿Cómo podría pagarlo si no podía trabajar? ¿Estaría embarazada? Arnau olvidó golpear con la maza sobre la mesa. Los missatges le apremiaron a ello con la mirada. Golpeó. El joven fue llevado a los calabozos del consulado. Arnau bajó la mirada.

– Es necesario -le dijo el escribano cuando todos los interesados habían abandonaron la corte.

Arnau permaneció quieto, sentado a la derecha del escribano, en el centro de la inmensa mesa que presidía la sala.

– Mira -insistió el escribano poniéndole delante un nuevo libro, el reglamento del consulado-. Aquí lo dice en referencia a las órdenes de prisión: «Que así muestra su poder, de mayor a menor». Tú eres el cónsul de la Mar y debes mostrar tu poder. Nuestra prosperidad, la de nuestra ciudad, depende de ello.

Aquel día no tuvo que enviar a nadie más a prisión pero sí tuvo que hacerlo muchos otros. La jurisdicción del cónsul de la Mar alcanzaba a todos los asuntos relacionados con el comercio -precios, salarios de marineros, seguridad de las naves y de las mercaderías…- y cualesquiera otros que estuvieran relacionados con el mar. Desde que tomó posesión de su cargo, Arnau se convirtió en una autoridad independiente del baile o del veguer; dictaba sentencias, embargaba, ejecutaba bienes de los deudores, encarcelaba, y todo ello con un ejército a sus órdenes.

Y mientras Arnau se veía obligado a encarcelar a jóvenes barqueros, Elionor hizo llamar a Felip de Ponts, un caballero que conoció durante su primer matrimonio y que en varias ocasiones había acudido a ella para que intercediese ante Arnau, a quien adeudaba una considerable cantidad de dinero a la que no podía hacer frente.

– He intentado cuanto estaba en mi mano, don Felip -mintió Elionor cuando se presentó ante ella-, pero ha sido de todo punto imposible. En breve será reclamada vuestra deuda.

Felip de Ponts, un hombre grande y fuerte, con una frondosa barba rubia y ojos pequeños, empalideció al oír las palabras de su anfitriona. Si reclamaban su deuda perdería sus pocas tierras… y hasta su caballo de guerra. Un caballero sin tierras para mantenerse y sin caballo para guerrear no podía considerarse tal.

Felip de Ponts hincó una rodilla en tierra.

– Os lo ruego, señora -suplicó-. Estoy seguro de que si vos lo deseáis, vuestro marido aplazará su decisión. Si ejecuta la deuda, mi vida carecerá de sentido. ¡Hacedlo por mí! ¡Por los viejos tiempos!

Elionor se hizo rogar durante unos instantes, en pie frente al caballero arrodillado. Fingió que pensaba.

– Levantaos -ordenó-. Podría haber una posibilidad…

– ¡Os lo ruego! -repitió Felip de Ponts antes de levantarse.

– Es muy arriesgada.

– ¡Lo que sea! No tengo miedo a nada. He luchado con el rey en tod…

– Se trataría de secuestrar a una muchacha -soltó Elionor.

– No…, no os entiendo -balbuceó el caballero tras unos instantes de silencio.

– Me habéis entendido perfectamente -replicó Elionor-. Se trataría de secuestrar a una muchacha y, además…, desflorarla.

– ¡Eso está castigado con la muerte!

– No siempre.

Elionor lo había oído decir. Nunca había querido preguntar, y menos ahora, con su plan en la mente, por lo que esperó a que el dominico despejara sus dudas.

– Buscamos a alguien que la rapte -le soltó. Joan abrió los ojos desmesuradamente-. Que la viole. -Joan se llevó la mano al rostro-.Tengo entendido -prosiguió- que los Usatges disponen que si la muchacha o sus padres consienten el matrimonio, no hay pena para el violador. -Joan seguía con la mano en el rostro, mudo-. ¿Es eso cierto, fra Joan? ¿Es eso cierto? -insistió ante el silencio del fraile.

– Sí, pero…

– ¿Lo es o no lo es?

– Lo es -confirmó Joan-. El estupro está penado con el destierro perpetuo si no ha habido violencia y con la muerte si la ha habido. Pero si se consiente el matrimonio o el violador propone un marido que acepte, de igual valor que el de la muchacha, no hay pena.

Elionor esbozó una sonrisa que trató de ocultar tan pronto como Joan volvió a dirigirse a ella, tratando de disuadirla. Elionor adoptó la postura de una mujer deshonrada.

– No lo sé, pero os aseguro que no hay barbaridad que no esté dispuesta a afrontar para recuperar a mi esposo. Buscamos a alguien que la rapte -repitió-, que la viole y después consentimos el matrimonio. -Joan negó con la cabeza-. ¿Qué diferencia hay? -insistió Elionor-. Podríamos entregar a Mar en matrimonio, aun en contra de su voluntad, si Arnau no estuviese tan cegado… tan obcecado con esa joven. Vos mismo la entregaríais en matrimonio si Arnau os lo permitiese. Lo único que haríamos sería contrarrestar la perniciosa influencia de esa mujer sobre mi esposo. Seríamos nosotros quienes elegiríamos al futuro esposo de Mar; igual que si la entregásemos en matrimonio, pero sin contar con la aquiescencia de Arnau. No se puede contar con él, está loco, fuera de sí por esa joven. ¿Conocéis a algún padre que obre igual que Arnau y permita a una hija envejecer en soltería? Por más dinero que tenga. Por más noble que sea. ¿Conocéis a alguno? Hasta el rey me entregó a mí en contra… sin contar con mi opinión.

Joan fue cediendo ante las razones de Elionor, que aprovechó la debilidad del fraile para insistir una y otra vez en su precaria situación, en el pecado que se estaba cometiendo en aquella casa… Joan prometió pensarlo… y lo hizo. Felip de Ponts obtuvo su aprobación, con condiciones, pero la obtuvo.

– No siempre -repitió Elionor.

Los caballeros estaban obligados a conocer los Usatges.

– ¿Sostenéis que la muchacha consentiría en el matrimonio? ¿Por qué no se casa entonces?

– Sus tutores consentirían.

– ¿Por qué no se limitan a entregarla en matrimonio?

– Eso no os incumbe -le cortó Elionor. «Ésa -pensó- será mi tarea… y la del frailecillo.»

– Me pedís que rapte y viole a una muchacha y me decís que el motivo no es de mi incumbencia. Señora, os habéis equivocado conmigo. Seré deudor pero soy caballero…

– Es mi pupila. -Felip de Ponts se quedó sorprendido-. Sí. Os estoy hablando de mi pupila, Mar Estanyol.

Felip de Ponts recordó a la muchacha que había prohijado Arnau. La había visto en alguna ocasión en la mesa de cambio de su padre y hasta había compartido con ella una agradable conversación un día que fue a visitar a Elionor.

– ¿Queréis que rapte y violente a vuestra propia pupila?

– Me parece, don Felip, que me he expresado con bastante claridad. Puedo aseguraros que no habrá castigo a vuestro delito.

– ¿Qué motivo…?

– ¡Los motivos son cosa mía! Bien, ¿qué decidís?

– ¿Qué ganaría?

– La dote sería lo suficientemente cuantiosa para enjugar todas vuestras deudas y, creedme, mi marido sería muy generoso con su pupila. Además, ganaríais mi favor, y ya sabéis lo cerca que estoy del rey.

– ¿Y el barón?

– Yo me ocuparé del barón.

– No entiendo…

– No hay nada más que entender: la ruina, el descrédito y el deshonor, o mi favor. -Felip de Ponts tomó asiento-. La ruina o la riqueza, don Felip. Si os negáis, mañana mismo el barón ejecutará vuestra deuda y adjudicará vuestras tierras, vuestras armas y vuestros animales. Eso sí os lo puedo asegurar.

44

Transcurrieron diez días de angustiosa incertidumbre hasta que Arnau tuvo las primeras noticias acerca de Mar. Diez días durante los cuales paralizó cualquier actividad que no fuera la de investigar qué le había sucedido a la muchacha desaparecida sin dejar rastro. Mantuvo reuniones con el veguer y con los consejeros para instarlos a que pusieran todo su empeño en averiguar lo sucedido. Ofreció cuantiosas recompensas por cualquier información sobre la suerte o el paradero de Mar. Rezó lo que no había rezado en toda su vida, y al final, Elionor, que dijo haber recibido la información de un mercader de paso que buscaba a Arnau, le confirmó sus sospechas. La muchacha había sido secuestrada por un caballero llamado Felip de Ponts, deudor suyo, quien la retenía a la fuerza en una masía fortificada cercana a Mataró, a menos de una jornada a pie al norte de Barcelona.

Arnau mandó a aquel lugar a los missatges del consulado. Mientras, él acudió a Santa María a seguir rezando a su Virgen de la Mar. Nadie se atrevió a molestarlo e incluso los operarios frenaron el ritmo de trabajo. Postrado de rodillas bajo aquella pequeña figura de piedra que tanto había significado a lo largo de su vida, Arnau trató de alejar las escenas de horror y pánico que lo habían asaltado durante diez días y que ahora volvían a rondar su mente entreveradas con el rostro de Felip de Ponts.

Felip de Ponts asaltó a Mar en el interior de su propia casa, la amordazó y golpeó hasta que la muchacha, exhausta, cedió en su oposición. La introdujo en un saco y se sentó con ella en la parte trasera de un carro cargado con arneses que conducía uno de sus criados. De tal guisa, como si viniera de comprar o reparar sus bridas y monturas, cruzaron las puertas de la ciudad sin que nadie desconfiara del caballero. Ya en su masía, en el interior de la torre fortificada que se alzaba en uno de sus extremos, el caballero deshonró a la muchacha, una y otra vez, con más violencia y lascivia a medida que se percataba de la belleza de su rehén y de su obstinación por proteger su cuerpo, que ya no su virginidad. Porque Felip de Ponts se comprometió con Joan que robaría la virtud de Mar sin desnudarla siquiera, sin mostrarle su propio cuerpo, empleando la fuerza exclusivamente necesaria para ello y así lo hizo la primera vez, la única en que debía acercarse a Mar, pero la lujuria pudo más que su palabra de caballero.