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Nada de lo que entre lágrimas y con el corazón encogido llegó a imaginar Arnau en el interior de Santa María, podía compararse con lo que sufrió la muchacha.

La entrada de los missatges en el templo paralizó por completo las obras. Las palabras del oficial resonaron como lo hacían en la corte de justicia del consulado:

– Muy honorable cónsul, es cierto.Vuestra hija ha sido secuestrada y se halla en poder del caballero Felip de Ponts.

– ¿Habéis hablado con él?

– No, muy honorable. Se ha hecho fuerte en la torre y ha negado nuestra autoridad aduciendo que no se trataba de un asunto mercantil.

– ¿Sabéis algo de la muchacha?

El oficial bajó la mirada.

Arnau clavó las uñas en el reclinatorio.

– ¿Que no tengo autoridad? Si quiere autoridad -masculló entre dientes- la tendrá.

La noticia del secuestro de Mar se extendió con rapidez. Al día siguiente, al alba, todas las campanas de las iglesias de Barcelona empezaron a repicar con insistencia y el «Via fora!» se convirtió en un grito unánime en boca de todos los ciudadanos: había que rescatar a una barcelonesa.

La plaza del Blat, como en tantas otras ocasiones, se convirtió en el punto de reunión del sometent, el ejército de Barcelona, adonde fueron acudiendo todas las cofradías de la ciudad. Ni una sola faltó y, bajo sus pendones, se congregaban los cofrades debidamente armados. Esa mañana Arnau se despojó de sus ropas lujosas y vistió de nuevo aquellas con las que luchó bajo las órdenes de Eiximèn d'Esparça primero y contra Pedro el Cruel después. Seguía utilizando la maravillosa ballesta de su padre, que no había querido sustituir y a la que acarició como nunca lo había hecho; al cinto, el mismo puñal con el que años atrás dio muerte a sus enemigos.

Cuando Arnau se presentó en la plaza, más de tres mil hombres lo aclamaron. Los abanderados izaron los pendones. Espadas, lanzas y ballestas se elevaron sobre las cabezas de la muchedumbre al son de un «Via fora!» ensordecedor.Arnau no se alteró. Joan y Elionor, tras Arnau, palidecieron. Arnau buscó entre el mar de armas y pendones, sobre las cabezas; los cambistas no tenían cofradía.

– ¿Entraba esto en vuestros planes? -le preguntó el dominico a Elionor en el estruendo.

Elionor tenía la mirada perdida en la muchedumbre. Barcelona entera apoyaba a Arnau. Blandían al aire sus armas y aullaban. Todo por una mujerzuela.

Arnau distinguió el pendón. La multitud fue abriéndole paso mientras se dirigía al lugar en el que se reunían los bastaixos.

– ¿Entraba esto en vuestros planes? -preguntó de nuevo el fraile. Los dos miraban la espalda de Arnau. Elionor no contestó-. Se comerán a vuestro caballero. Arrasarán sus tierras, destrozarán su masía y entonces…

– ¿Qué? Entonces, ¿qué? -gruñó Elionor con la vista al frente.

«Perderé a mi hermano. Quizá todavía estemos a tiempo de arreglar algo. Esto no puede salir bien…», pensó Joan.

– Hablad con él…-insistió.

– ¿Estáis loco, fraile?

– ¿Y si no acepta el matrimonio? ¿Y si Felip de Ponts lo cuenta todo? Hablad con él antes de que la host se ponga en marcha. Hacedlo. ¡Por Dios, Elionor!

– ¿Por Dios? -En esta ocasión Elionor volvió el rostro hacia Joan-. Hablad vos con vuestro Dios. Hacedlo, fraile.

Ambos llegaron al pendón de los bastaixos. Allí encontraron a Guillem, sin armas, como esclavo que era.

Arnau miró a Elionor con el ceño fruncido cuando se percató de su presencia.

– También es pupila mía -exclamó ella.

Los consejeros dieron la orden y el ejército del pueblo de Barcelona se puso en marcha. Los pendones de Sant Jordi y de la ciudad iban por delante, después los bastaixos y después las demás cofradías, tres mil hombres para un solo caballero, Elionor y Joan con ellos.

A medio camino, la host de Barcelona aumentó con más de un centenar de payeses de las tierras de Arnau, que acudían gustosos, con sus ballestas, a defender a quien tan generosamente los había tratado. Arnau comprobó que ningún otro noble o caballero se sumó a ellos.

Arnau caminaba serio bajo el pendón, mezclado entre los bastaixos. Joan intentó rezar, pero lo que en otros momentos le salía de corrido ahora se trababa en su mente. Ni él ni Elionor habían imaginado que Arnau llegaría a convocar a la host ciudadana. El estruendo que originaban aquellos tres mil hombres en busca de justicia y satisfacción para una ciudadana barcelonesa ensordecía a Joan. Muchos de ellos habían besado a sus hijas antes de partir; más de uno, ya armado, mientras se despedía de su mujer, la había cogido del mentón y le había dicho: «Barcelona defiende a sus gentes… sobre todo a sus mujeres».

«Arrasarán las tierras del desgraciado Felip de Ponts como si la secuestrada fuera su hija -pensó Joan-. Lo juzgarán y lo ejecutarán, pero antes le darán oportunidad de hablar…» Joan miró a Arnau, que seguía caminando en silencio, con el semblante sombrío.

Al atardecer, la host ciudadana alcanzó las tierras de Felip de Ponts y se detuvo al pie de una pequeña loma en cuya cima se encontraba la masía del caballero. Ésta no era sino una casa de payés sin defensa alguna, excepción hecha de la usual torre de vigilancia que se erguía en uno de sus costados. Joan miró hacia la masía; luego, paseó la vista por el ejército que esperaba las órdenes de los consejeros de la ciudad. Miró a Elionor, que evitó enfrentarse a él. ¡Tres mil hombres para tomar una simple masía!

Joan despertó y corrió al lugar al que se habían desplazado Arnau y Guillem, junto a los consejeros y demás prohombres de la ciudad, bajo el pendón de Sant Jordi. Los encontró discutiendo qué hacer a partir de aquel momento y el estómago se le encogió al comprobar que la gran mayoría eran partidarios de atacar la masía, sin advertencias de tipo alguno y sin dar oportunidad a Ponts de rendirse a la host.

Los consejeros empezaron a dar órdenes a los prohombres de las cofradías. Joan miró a Elionor, que permanecía hieràtica, con la mirada perdida en la masía. Se acercó a Arnau. Fue a hablarle pero no pudo. Guillem, a su lado, erguido, lo miró con un deje de desprecio. Los prohombres de las cofradías empezaron a transmitir las órdenes a sus soldados. El rumor de los preparativos para la guerra se hizo presente. Se encendieron antorchas; se oyó el acero de las espadas y la cuerda de las ballestas al tensarse. Joan se volvió para mirar a la masía y de nuevo al ejército. Se ponía en marcha. No habría concesiones. Barcelona no tendría clemencia. Arnau, como un soldado más, dejó atrás al fraile en dirección a la masía del señor de Ponts; empuñaba el cuchillo. Una nueva mirada a Elionor: seguía impasible.

– ¡No…! -gritó Joan cuando su hermano ya le había dado la espalda.

Su grito, sin embargo, fue acallado por el rumor del ejército entero. De la masía salió una figura a caballo; Felip de Ponts, al paso, lentamente, se dirigía hacia ellos.

– ¡Prendedlo! -ordenó un consejero.

– ¡No! -gritó Joan. Todos se volvieron hacia él. Arnau lo interrogó con la mirada-. Al hombre que se rinde no hay que prenderle.

– ¿Qué pasa, fraile? -inquirió uno de los consejeros-. ¿Acaso vas a mandar sobre la host de Barcelona?

Joan suplicó con la mirada a Arnau.

– Al hombre que se rinde no hay que prenderle -repitió para su hermano.

– Dejad que se rinda -concedió Arnau.

La primera mirada de Felip de Ponts fue para sus cómplices. Después se enfrentó a quienes se hallaban bajo el pendón de Sant Jordi, entre ellos Arnau y los consejeros de la ciudad.

– Ciudadanos de Barcelona -gritó lo suficientemente alto para que le pudiera escuchar todo el ejército-, sé la razón por la que hoy estáis aquí y sé que buscáis justicia para con una conciu-dadana vuestra. Aquí me tenéis. Me confieso autor de los delitos que se me imputan, pero antes de que me prendáis y arraséis mis propiedades os suplico la oportunidad de hablar.

– Hazlo -le permitió uno de los consejeros.

– Es cierto que, contra su voluntad, he secuestrado y yacido con Mar Estanyol… -Un murmullo recorrió las filas de la host barcelonesa interrumpiendo el discurso de Felip de Ponts. Arnau cerró las manos sobre la ballesta-. Lo he hecho aun a costa de mi vida, consciente del castigo por tales delitos. Lo he hecho y volvería a hacerlo si volviera a nacer, pues tal es el amor que siento por esa muchacha, tal la desazón por verla marchitarse en su juventud sin un marido a su lado para disfrutar de los dones que Dios le ha concedido, que mis sentimientos superaron la razón y mis actos fueron más los de un animal loco de pasión que los de un caballero del rey Pedro. -Joan sintió la atención del ejército y mentalmente trató de dictarle al caballero sus siguientes palabras-. Como animal que he sido, me entrego a vosotros; como caballero que me gustaría volver a ser, me comprometo a contraer matrimonio con Mar para seguir amándola toda la vida. ¡Juzgad-me! No estoy dispuesto, como prevén nuestras leyes, a proporcionarle marido de su valor. Antes que verla con otro me quitaría la vida yo mismo.

Felip de Ponts finalizó su discurso y esperó orgullosamente erguido sobre su caballo, desafiando a un ejército de tres mil hombres que se mantenía en silencio tratando de asimilar las palabras que acababan de escuchar.

– ¡Loado sea el Señor! -gritó Joan.

Arnau le miró extrañado. Todos se volvieron hacia el fraile, Elionor incluida.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Arnau.

– Arnau -le dijo Joan agarrándole del brazo y en voz lo suficientemente alta para que lo pudieran oír los presentes-, éste no es más que el resultado de nuestra propia negligencia. -Arnau dio un respingo-. Durante años hemos consentido los caprichos de Mar, haciendo dejación de nuestros deberes para con una joven sana y bella que ya debería haber traído hijos a este mundo, como es su obligación; así lo disponen las leyes de Dios y nosotros no somos quiénes para negar los designios de Nuestro Señor. -Arnau intentó replicar, pero Joan lo obligó a guardar silencio con un movimiento de la mano-. Me siento culpable. Durante años me he sentido culpable por ser demasiado complaciente con una mujer caprichosa cuya vida carecía de sentido conforme a las normas de la santa Iglesia católica. Este caballero -añadió señalando a Felip de Ponts- no es más que la mano de Dios, alguien enviado por el Señor para realizar aquello que no hemos sabido hacer nosotros. Sí, durante años me he sentido culpable al comprobar cómo se marchitaba la belleza y salud que Dios había proporcionado a una muchacha que tuvo la fortuna de ser recogida por un hombre bondadoso como tú. No quiero sentirme culpable también de la muerte de un caballero que, a costa de su propia vida, que hoy nos ofrece, ha venido a cumplir lo que nosotros no hemos sido capaces de cumplir. Consiente en el matrimonio. Yo, si de algo te sirve mi opinión, aceptaría.