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– ¿Cuándo sale el próximo barco hacia la Lombardía, hacia Pisa? -El joven revolvió nervioso los papeles que se amontonaban en la mesa del almacén. No conocía a Guillem y al principio lo trató con desdén, como hubiera hecho con cualquier esclavo sucio y maloliente, pero cuando el moro se presentó, las palabras que solía decir su padre aparecieron en su mente: «Guillem es la mano derecha de Arnau Estanyol, cónsul de la Mar de Barcelona, de quien nosotros vivimos»-. Necesito útiles para escribir una carta y un lugar tranquilo donde hacerlo -añadió Guillem.

«Acepto tu oferta de libertad -escribió-. Parto hacia Genova, vía Pisa, donde viajaré en tu nombre, como esclavo, y donde esperaré la carta de libertad.» ¿Qué más decirle: que sin Mar no podría vivir? Y su amo y amigo, Arnau, ¿podría? ¿Para qué recordárselo? «Voy en busca de mis orígenes, de mi familia -añadió-.Junto a Hasdai, has sido el mejor amigo que he tenido; cuida de él. Te estaré eternamente agradecido. Que Alá y Santa María te protejan. Rezaré por ti.»

El joven que lo había atendido partió hacia Barcelona en cuanto la galera en la que embarcó Guillem maniobró para abandonar el puerto de Salou.

Arnau rubricó la carta de libertad de Guillem lentamente, observando cada trazo que aparecía en el documento: la peste, la pelea, la mesa de cambio, días y días de trabajo, de charla, de amistad, de alegría… Su mano tembló con el último trazo. La pluma se dobló cuando acabó de firmar. Los dos sabían que eran otras razones las que lo habían impulsado a huir.

Arnau volvió a la lonja, donde ordenó la remisión de la carta de libertad a su corresponsal en Pisa. Junto a ella incluyó el mandato de pago de una pequeña fortuna.

– ¿No esperamos a Arnau? -preguntó Joan a Elionor tras entrar en el comedor, donde la baronesa lo esperaba ya sentada a la mesa.

– ¿Tenéis apetito? -Joan asintió con la cabeza-. Pues si queréis cenar es mejor que lo hagáis ahora.

El fraile se sentó frente a Elionor, en un costado de la larga mesa del comedor de Arnau. Dos criados les sirvieron pan blanco candeal, vino, sopa y oca asada aderezada con pimienta y cebollas.

– ¿No decíais que teníais apetito? -inquirió Elionor a Joan al ver que el fraile jugueteaba con la comida.

Joan se limitó a levantar la mirada hacia su cuñada. Aquélla fue la única frase que se oyó en toda la velada.

Varias horas después de haberse retirado a su habitación, Joan oyó movimiento en el palacio. Algunos criados se apresuraban a recibir a Arnau. Le ofrecerían comida y éste la rechazaría, como había hecho en las tres ocasiones en que Joan había decidido esperarlo: Arnau se sentaba en uno de los salones del palacete, donde le esperaba Joan, y rechazaba la tardía cena con un ademán cansino.

Joan oyó los pasos de vuelta de los criados. Después escuchó los de Arnau frente a su puerta, lentos, dirigiéndose a su dormitorio. ¿Qué podía decirle si salía ahora? Había intentado hablar con él en las tres ocasiones en las que lo había esperado, pero Arnau se encerraba en sí mismo y contestaba con monosílabos a las preguntas de su hermano: «¿Te encuentras bien?». «Sí.» «¿Has tenido mucho trabajo en la lonja?» «No.» «¿Van bien las cosas?» Silencio. «¿Santa María?» «Bien.» En la oscuridad de su habitación, Joan se llevó las manos al rostro. Los pasos de Arnau se habían perdido. ¿Y de qué quería que le hablara? ¿De ella? ¿Cómo podría escuchar de sus labios que la amaba?

Joan vio cómo Mar recogía la lágrima que corría por el rostro de Arnau. «¿Padre?», la oyó decir.Vio a Arnau temblar. Entonces Joan se volvió y vio que Elionor sonreía. Había sido necesario verlo sufrir para comprender…, pero ¿cómo podía confesarle la verdad? ¿Cómo iba a decirle que había sido él…? Aquella lágrima volvió a aparecer en el recuerdo de Joan. ¿Tanto la quería? ¿Lograría olvidarla? Nadie fue a consolar a Joan cuando, una noche más, se hincó de rodillas y rezó hasta el amanecer.

– Desearía abandonar Barcelona.

El prior de los dominicos observó al fraile; estaba demacrado, con los ojos hundidos tras unas pronunciadas ojeras moradas y el hábito negro desaliñado.

– ¿Te ves capaz, fra Joan, de asumir el cargo de inquisidor?

– Sí -aseguró Joan. El prior le miró de arriba abajo-. Sólo necesito salir de Barcelona y me recuperaré.

– Sea. La semana que viene partirás hacia el norte.

Su destino era una zona de pequeños pueblos dedicados a la agricultura o la ganadería, perdidos en el interior de valles y montañas, cuyas gentes veían con temor la llegada del inquisidor. Su presencia no era nada nuevo para ellas. Desde hacía más de cien años, cuando Ramon de Penyafort recibió el encargo del papa Inocencio IV de ocuparse de la Inquisición en el reino de Aragón y el principado de Narbona, aquellos pueblos habían sufrido las indagaciones de los frailes negros. La mayoría de las doctrinas consideradas heréticas por la Iglesia pasaron desde Francia a Cataluña: los cataros y los valdenses primero, los begardos después, y los templarios, perseguidos por el rey francés, por último. Las zonas fronterizas fueron las primeras en recibir las influencias heréticas; en aquellas tierras se condenó y ejecutó a sus nobles: el vizconde Arnau y su esposa Ermessenda; Ramon, señor del Cadí, o Guillem de Niort, veguer del conde Nunó Sanç en Cerdaña y Coflent, tierras en las que fra Joan debía ejercer su ministerio.

– Excelencia -lo recibió en uno más de aquellos pueblos una comitiva de los principales prohombres, inclinándose frente a él.

– No soy excelencia -les contestó Joan ordenándoles con gestos que se irguieran-. Llamadme simplemente fra Joan.

Su corta experiencia le demostraba que aquella escena siempre se repetía. La noticia de la llegada del inquisidor, del escribano que lo acompañaba y de media docena de soldados del Santo Oficio, los había precedido. Se encontraban en la pequeña plaza del pueblo. Joan observó a los cuatro hombres, que se negaban a erguirse completamente: mantenían la cabeza gacha, iban descubiertos y eran incapaces de estarse quietos. No había nadie más en la plaza pero Joan sabía que muchos ojos ocultos estaban puestos en él. ¿Tanto tenían que esconder?

Tras el recibimiento vendría lo de siempre: le ofrecerían el mejor alojamiento del pueblo, en el que lo esperaría una mesa bien servida, demasiado bien servida para los posibles de aquellas gentes.

– Sólo quiero un pedazo de queso, pan y agua. Retirad todo lo demás y ocupaos de que mis hombres sean atendidos -repitió vina vez más tras sentarse a la mesa.

Otra casa igual. Humilde y sencilla pero construida en piedra, a diferencia de los chamizos de barro o de madera podrida que se amontonaban en aquellos pueblos. Una mesa y varias sillas constituían todo el mobiliario de una estancia que giraba alrededor del hogar.

– Su excelencia estará cansado.

Joan miró el queso que tenía delante. Habían viajado durante varias horas caminando por sendas pedregosas, aguantando el frío del amanecer, con los pies embarrados y empapados por el rocío. Por debajo de la mesa se frotó la dolorida pantorrilla y el pie diestro, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda.

– No soy excelencia -repitió monótonamente-, ni tampoco estoy cansado. Dios no entiende de cansancios cuando de defender su nombre se trata. Empezaremos en breve, en cuanto haya comido algo. Reunid a la gente en la plaza.

Antes de partir de Barcelona, Joan pidió en Santa Caterina el tratado escrito por el papa Gregorio IX en 1231 y estudió el procedimiento de los inquisidores itinerantes.

«¡Pecadores! ¡Arrepentios!» Primero el sermón al pueblo. Las poco más de setenta personas que se habían congregado en la plaza bajaron la vista al suelo en cuanto escucharon sus primeras palabras. Las miradas del fraile negro los paralizaba. «¡El fuego eterno os está esperando!» La primera vez dudó de su capacidad para dirigirse a las gentes, pero las palabras surgieron una tras otra, fácilmente, más fácilmente cuanto más advertía el poder que ejercía sobre aquellos atemorizados campesinos. «¡Ninguno de vosotros se librará! Dios no permite ovejas negras en su rebaño.» Tenían que denunciarse; tenía que salir a la luz la herejía. Ese era su cometido: hallar el pecado que se cometía en la intimidad, el que sólo conocían el vecino, el amigo, la esposa…

«Dios lo sabe. Os conoce. Os vigila. Aquel que contempla impasible el pecado arderá en el fuego eterno, porque es peor quien admite el pecado que el que peca; aquel que peca puede encontrar el perdón, pero el que esconde el pecado…» Entonces los escudriñaba: un movimiento de más, una mirada furtiva. Aquéllos serían los primeros. «Aquel que esconde el pecado…» Joan volvía a guardar silencio, un momento que prolongaba hasta que veía cómo se derrumbaban bajo su amenaza: «…no encontrará el perdón».

Miedo. Fuego, dolor, pecado, castigo…: el monje negro gritaba y alargaba sus diatribas hasta apoderarse de sus espíritus, una comunión que empezó a sentir ya en su primer sermón.

– Tenéis un período de gracia de tres días -terminó diciendo-. Todo el que voluntariamente se presente para confesar sus culpas será tratado con benevolencia.Transcurridos esos tres días…, el castigo será ejemplar. -Se volvió hacia el oficial-: Investiga a aquella mujer rubia, al hombre que va descalzo y también al del cinturón negro. La muchacha del crío… -Discretamente Joan los señaló-. Si no se presentasen voluntariamente, deberéis traerlos junto a otros tantos escogidos al azar.

Durante los tres días de gracia, Joan permaneció sentado tras la mesa, hierático, junto a un escribano y unos soldados que no cesaban de cambiar de postura mientras, lenta y silenciosamente, transcurrían las horas.

Sólo cuatro personas acudieron a romper el tedio: dos hombres que habían incumplido su obligación de asistir a misa, una mujer que había desobedecido en varias ocasiones a su marido y un niño que asomó la cabeza, con unos enormes ojos, por la jamba de la puerta.

Alguien lo empujó por la espalda pero el niño se negó a entrar y se quedó con medio cuerpo fuera y medio dentro.

– Entra, muchacho -le dijo Joan.