El niño retrocedió pero una mano volvió a empujarlo hacia el interior y cerró la puerta.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó Joan.
El niño miró a los soldados, al escribano, ya absorto en su cometido, y a Joan.
– Nueve años -tartamudeó.
– ¿Cómo te llamas?
– Alfons.
– Acércate, Alfons. ¿Qué quieres decirnos?
– Que… que hace dos meses cogí judías del huerto del vecino.
– ¿Cogí? -preguntó Joan.
Alfons bajó los ojos.
– Robé -se oyó tenuemente.
Joan se levantó del jergón y despabiló la candela. Hacía varias horas que el pueblo se había quedado en silencio, las mismas que él había pasado intentando conciliar el sueño. Cerraba los ojos y se adormecía, pero una lágrima que caía por la mejilla de Arnau lo devolvía a la vigilia. Necesitaba luz. Lo intentaba de nuevo, una y otra vez, pero siempre terminaba incorporándose, a veces violentamente, otras sudoroso y otras despacio, sopesando los recuerdos que le impedían dormir.
Necesitaba luz. Comprobó que quedara aceite en la lámpara.
El rostro triste de Arnau se le apareció en las sombras.
Volvió a tumbarse en el jergón. Hacía frío. Siempre hacía frío. Observó durante unos segundos el titilar de la llama y las sombras que se movían a su compás. La única ventana del dormitorio carecía de postigos y el aire se colaba por ella. «Todos bailamos alguna danza; la mía…»
Se arrebujó bajo las mantas y se obligó a cerrar los ojos.
¿Por qué no amanecía ya? Un día más y habrían transcurrido los tres días de gracia.
Joan cayó en una duermevela y al cabo de poco más de media hora volvió a despertarse, sudoroso.
La lámpara seguía ardiendo. Las sombras seguían bailando. El pueblo seguía en silencio. ¿Por qué no amanecía?
Se envolvió en las mantas y se acercó a la ventana.
Un pueblo más. Una noche más esperando que amaneciera.
Que llegara el día siguiente…
Por la mañana, una fila de ciudadanos escoltada por los soldados guardaba cola frente a la casa.
Dijo llamarse Peregrina. Joan fingió no prestar mayor atención a la mujer rubia que entró en cuarto lugar. No había obtenido nada de los tres primeros. Peregrina permaneció en pie frente a la mesa donde estaban sentados Joan y el escribano. El fuego crepitaba en el hogar. Nadie más los acompañaba. Los soldados permanecían en el exterior de la casa. De repente, Joan levantó la mirada. La mujer tembló.
– Tú sabes algo, ¿verdad, Peregrina? Dios nos vigila -afirmó Joan. Peregrina asintió con la vista fija en el suelo de tierra de la casa-. Mírame. Necesito que me mires. ¿Acaso quieres arder en el fuego eterno? Mírame. ¿Tienes hijos?
La mujer levantó la mirada, lentamente.
– Sí, pero… -balbuceó.
– Pero no son ellos los pecadores -la interrumpió Joan-. ¿Quién es, pues, Peregrina? -La mujer titubeó-. ¿Quién es, Peregrina?
– Blasfema -afirmó.
– ¿Quién blasfema, Peregrina?
El escribano se preparó para anotar.
– Ella… -Joan esperó en silencio.Ya no había salida-. La he oído blasfemar cuando se enoja… -Peregrina volvió a dirigir la mirada al suelo de tierra-. La hermana de mi marido, Marta. Dice cosas terribles cuando se enoja.
El rasgueo del escribano se elevó por encima de cualquier otro sonido.
– ¿Algo más, Peregrina?
En esta ocasión la mujer elevó la cabeza con tranquilidad.
– Nada más.
– ¿Seguro?
– Os lo juro. Tenéis que creerme.
Sólo se había equivocado con el del cinturón negro. El hombre descalzo denunció a dos pastores que no guardaban la abstinencia: afirmó haberlos visto comer carne en Cuaresma. La muchacha del crío, viuda precoz, hizo lo propio con su vecino, un hombre casado que no cesaba de hacerle proposiciones deshonestas… Que incluso le acarició un pecho.
– Y tú, ¿te dejaste? -le preguntó Joan-. ¿Sentiste placer?
La muchacha estalló en llanto.
– ¿Disfrutaste? -insistió Joan.
– Teníamos hambre -sollozó alzando al niño.
El escribano tomó nota del nombre de la muchacha. Joan fijó su mirada en ella. «¿Y qué te dio? -pensó-. ¿Un mendrugo de pan seco? ¿Eso es lo que vale tu honra?»
– ¡Confesa! -sentenció Joan señalándola.
Dos personas más denunciaron a otros tantos vecinos. Herejes, aseguraron.
– Algunas noches, me despiertan sonidos extraños y veo luces en la casa -dijo uno-. Son adoradores del demonio.
«¿Qué te habrá hecho tu vecino para que lo denuncies? -pensó Joan-. Bien sabes que él nunca llegará a conocer el nombre de su delator. ¿Qué ganarás tú si le condeno? ¿Quizá un trozo de tierra?»
– ¿Cómo se llama tu vecino?
– Anton, el panadero.
El escribano anotó el nombre.
Cuando Joan dio por terminado el interrogatorio, ya había anochecido; hizo entrar al oficial y el escribano le dictó los nombres de quienes deberían comparecer ante la Inquisición al día siguiente, al alba, tan pronto como el sol despuntara.
De nuevo el silencio de la noche, el frío, el titilar de la llama… y los recuerdos. Joan volvió a levantarse.
Una blasfema, un libidinoso y un adorador del demonio. «Cuando amanezca seréis míos», masculló. ¿Sería cierto lo del adorador? Muchas habían sido hasta entonces las denuncias similares pero sólo una había prosperado. ¿Sería cierta esta vez? ¿Cómo podría demostrarlo?
Se sintió cansado y volvió al jergón para cerrar los ojos. Un adorador del demonio…
– ¿Juras por los cuatro evangelios? -preguntó Joan cuando la luz empezaba a entrar por la ventana de los bajos de la casa.
El hombre asintió. -Sé que has pecado -afirmó Joan.
Rodeado por dos soldados erguidos, el hombre que había comprado un segundo de placer a la viuda joven empalideció. Gotas de sudor empezaron a perlar su frente.
– ¿Cuál es tu nombre? -«Gaspar», se oyó-. Sé que has pecado, Gaspar -repitió Joan.
El hombre tartamudeó:
– Yo…, yo…
– Confiesa. -Joan elevó la voz.
– Yo…
– ¡Azotadle hasta que confiese! -Joan se levantó y golpeó la mesa con ambos puños.
Uno de los soldados se llevó la mano al cinto, donde colgaba un látigo de cuero. El hombre cayó de rodillas frente a la mesa de Joan y el escribano.
– No. Os lo ruego. No me azotéis. -Confiesa.
El soldado, con el látigo todavía enrollado, le golpeó la espalda.
– ¡Confiesa! -gritó Joan.
– Yo…, yo no tengo la culpa. Es esa mujer. Me ha hechizado. -El hombre hablaba atropelladamente-. Su marido ya no la posee. -Joan no se inmutó-.Y me busca, me persigue. Sólo lo hemos hecho unas cuantas veces pero…, pero no lo volveré a hacer. No volveré a verla. Os lo juro.
– ¿Has fornicado con ella?
– S… sí.
– ¿Cuántas veces?
– No lo sé…
– ¿Cuatro?, ¿cinco?, ¿diez?
– Cuatro. Sí. Eso es. Cuatro.
– ¿Cómo se llama esa mujer? El escribano tomó nota de nuevo.
– ¿Qué más pecados has cometido?
– No…, ninguno más, os lo juro.
– No jures en vano. -Joan arrastró las palabras-. Azotadle.
Tras diez latigazos, el hombre confesó que había fornicado con aquella mujer y con varias prostitutas cuando iba al mercado de Puigcerdà; además, había blasfemado, mentido y cometido un sinfín de pequeños pecados. Cinco latigazos más fueron suficientes para que recordara a la joven viuda.
– Confeso -sentenció Joan-. Mañana, en la plaza, deberás comparecer para el sermo generalis en el que se te comunicará tu castigo.
El hombre ni siquiera tuvo tiempo de protestar. De rodillas, fue arrastrado por los soldados al exterior de la casa.
Marta, la cuñada de Peregrina, confesó sin necesidad de mayores amenazas y, tras citarla para el día siguiente, Joan urgió al escribano con la mirada.
– Traed a Anton Sinom -ordenó éste al oficial tras leer la lista.
Tan pronto como vio entrar al adorador del demonio, Joan se irguió en la dura silla de madera. La nariz aguileña de aquel hombre, su frente despejada, sus ojos oscuros…
Quería oír su voz.
– ¿Juras por los cuatro evangelios?
– Sí.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó antes incluso de que el hombre se colocara frente a él.
– Anton Sinom.
Aquel hombre pequeño, algo encorvado, contestó a su pregunta hundido entre los soldados que lo acompañaban, con un deje de resignación que no pasó inadvertido al inquisidor.
– ¿Siempre te has llamado así?
Anton Sinom titubeó. Joan esperó la respuesta.
– Aquí todos me han conocido siempre por ese nombre
– dijo al fin.
– ¿Y fuera de aquí?
– Fuera de aquí tenía otro nombre.
Joan y Anton se miraron. En ningún momento el hombrecillo había bajado la vista.
– ¿Un nombre cristiano, quizá?
Anton negó con la cabeza. Joan reprimió una sonrisa. ¿Cómo empezar? ¿Diciéndole que sabía que había pecado? Aquel judío converso no entraría en ese juego. Nadie en el pueblo lo había descubierto; en caso contrario más de uno lo habría denunciado, como era costumbre con los conversos. Debía de ser inteligente ese Sinom. Joan lo observó durante unos segundos mientras se preguntaba qué escondía ese hombre, ¿por qué iluminaba su casa por las noches?
Joan se levantó y salió del edificio; ni el escribano ni los soldados se movieron. Cuando cerró la puerta tras de sí, los curiosos que se arremolinaban frente a la casa se quedaron paralizados. Joan hizo caso omiso de todos ellos y se dirigió al oficiaclass="underline"
– ¿Están por aquí los familiares del que hay dentro?
El oficial le señaló a una mujer y dos muchachos que lo miraban. Había algo…
– ¿A qué se dedica ese hombre? ¿Cómo es su casa? ¿Qué ha hecho cuando lo habéis citado ante el tribunal?
– Es panadero -contestó el oficial-.Tiene el obrador en los bajos de su casa. ¿Su casa…? Normal, limpia. No hemos hablado con él para citarlo; lo hemos hecho con su mujer.
– ¿No estaba en el obrador?
– No.
– ¿Habéis ido al alba como os ordené?
– Sí, fra Joan.
«Algunas noches me despierta…» El vecino había dicho «me despierta». Un panadero…, un panadero se levanta antes del amanecer. «¿No duermes, Sinom? Si tienes que levantarte al amanecer…» Joan volvió a mirar a la familia del converso, algo apartados del resto de curiosos. Paseó en círculos durante unos instantes. De repente volvió a entrar en la casa; el escribano, los soldados y el converso no se habían movido de donde los había dejado.