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– ¿Por qué no las descargan?

– Subiría el precio del transporte de las mercancías de los cristianos.

El veguer abrió las manos en señal de impotencia.

– Juntad las de los judíos en unos barcos y las de los cristianos en otros -apuntó al fin como solución.

Arnau negó con la cabeza.

– No puede ser. No todos los barcos tienen el mismo destino. Sabes que la temporada de navegación es corta. Si los barcos no zarpan, se retrasará todo el comercio y no podrán volver a tiempo; perderán algún viaje y eso encarecerá las mercancías. Todos perderemos dinero. -«Tú incluido», pensó Arnau-. Por otra parte, la espera de los barcos en el puerto de Barcelona es peligrosa; si hubiese algún temporal…

– Y ¿qué propones?

«Que los soltéis a todos. Que ordenéis a los frailes que dejen de registrar sus hogares. Que les devolváis sus pertenencias, que…»

– Multad a la judería.

– El pueblo exige culpables y el infante se ha comprometido a encontrarlos. La profanación de una hostia…

– La profanación de una hostia -lo interrumpió Arnau- será más cara que otro delito. -¿Para qué discutir? Los judíos habían sido juzgados y condenados apareciese o no apareciese la hostia sangrante. La duda hizo que se frunciera el entrecejo del veguer-. ¿Por qué no lo intentas? Si lo conseguimos, serán los judíos los que paguen, sólo ellos; de lo contrario será un mal año para el comercio y pagaremos todos.

Rodeado de operarios, de ruido y de polvo, Arnau levantó la vista hacia la piedra de clave que cerraba la segunda de las cuatro bóvedas de la nave central de Santa María, la última que se había construido. En la gran piedra de clave estaba representada la Anunciación, con la Virgen arrodillada, cubierta por una capa roja bordada en oro, mientras recibía la noticia de su próxima maternidad de boca de un ángel. Los vivos colores, rojos y azules, pero sobre todo los dorados, captaron la mirada de Arnau. Bonita escena. El veguer había sopesado los argumentos de Arnau y finalmente cedió.

¡Veinticinco mil libras y quince culpables! Aquélla fue la respuesta que el veguer le dio al día siguiente después de consultarlo con la corte del infante don Juan.

– ¿Quince culpables? ¿Queréis ejecutar a quince personas por la insidia de cuatro dementes?

El veguer golpeó la mesa con el puño.

– Esos dementes son la santa Iglesia católica.

– Bien sabes que no -insistió Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Sin culpables -dijo Arnau.

– No será posible. El infante…

– ¡Sin culpables! Veinticinco mil libras es una fortuna.

Arnau volvió a abandonar el palacio del veguer sin rumbo fijo. ¿Qué iba a decirle a Hasdai? ¿Que quince de ellos debían morir? Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de cinco mil personas hacinadas en una sinagoga, sin agua, sin comida…

– ¿Cuándo tendré la respuesta? -le preguntó al veguer.

– El infante está cazando.

¡Cazando! Cinco mil personas recluidas por orden suya y se había ido a cazar. De Barcelona a Gerona, las tierras del infante, duque de Gerona y de Cervera, no debía de haber más de tres horas a caballo, pero Arnau tuvo que esperar hasta el día siguiente, bien entrada la tarde, para ser citado por el veguer.

– Treinta y cinco mil libras y cinco culpables.

A mil libras el judío de diferencia. «Quizá ése es el precio de un hombre», pensó Arnau.

– Cuarenta mil, sin culpables.

– No.

– Acudiré al rey.

– Bien sabes que el rey tiene suficientes problemas en la guerra con Castilla para indisponerse con su hijo y lugarteniente. Para algo lo nombró.

– Cuarenta y cinco mil, pero sin culpables.

– No, Arnau, no…

– ¡Consúltalo…! -estalló Arnau-, te lo ruego -rectificó.

El hedor que salía de la sinagoga golpeó a Arnau cuando aún se hallaba a varios metros de ella. Las calles de la judería habían empeorado y los muebles y objetos de los judíos se amontonaban por doquier. En el interior de las viviendas resonaban los golpes de los frailes negros que levantaban paredes y suelos en busca del cuerpo de Cristo. Arnau tuvo que esforzarse para aparentar serenidad cuando se encontró con Hasdai, en esta ocasión acompañado por dos rabinos y otros tantos jefes de la comunidad. Le escocían los ojos. ¿Serían los efluvios de orina que partían del interior de la sinagoga o simplemente las noticias que tenía que darles?

Durante algunos instantes, con un sinfín de gemidos como compañía, Arnau observó a aquellos hombres que trataban de renovar el aire de sus pulmones; ¿cómo sería dentro? Todos miraron de reojo el espectáculo que ofrecían las calles de la judería y su fuerte respiración se vio momentáneamente entrecortada.

– Exigen culpables -les dijo Arnau cuando los cinco se recuperaron-. Empezamos por quince. Estamos en cinco y espero… -No podemos esperar, Arnau Estanyol -lo interrumpió uno de los rabinos-. Hoy ha muerto un anciano; estaba enfermo, pero nuestros médicos no han podido hacer nada por él, ni siquiera mojarle los labios. No nos permiten enterrarlo. ¿Entiendes lo que eso significa? -Arnau asintió-. Mañana, el hedor de su cuerpo en descomposición se sumará a los…

– En la sinagoga -lo interrumpió Hasdai-, no podemos ni movernos; la gente…, la gente no puede levantarse para hacer sus necesidades. Las madres ya no tienen leche; han dado de mamar a sus recién nacidos y también a los demás niños, para saciar su sed. Si esperamos muchos días más, cinco culpables serán una minucia.

– Más cuarenta y cinco mil libras -añadió Arnau.

– ¿Qué nos importa el dinero cuando podemos morir todos? -intervino el otro rabino.

– ¿Y? -preguntó Arnau.

– Insiste, Arnau -le suplicó Hasdai.

Diez mil libras más apresuraron al correo del infante… o quizá ni siquiera llegó a ir. Arnau fue citado a la mañana siguiente. Tres culpables.

– ¡Son hombres! -le recriminó Arnau al veguer durante la discusión.

– Son judíos, Arnau. Sólo son judíos. Herejes propiedad de la corona. Sin su favor hoy ya estarían todos muertos y el rey ha decidido que tres de ellos deben pagar por la profanación de la hostia. El pueblo lo exige.

«¿Desde cuándo le importa tanto al rey su pueblo?», pensó Arnau.

– Además -insistió el veguer-, de esta manera se solucionarán los problemas del consulado.

El cadáver del anciano, los pechos secos de las madres, los niños llorando, los gemidos y el hedor: todo ello movió a Arnau a hacer un gesto de asentimiento. El veguer se retrepó en su sillón.

– Dos condiciones -añadió Arnau obligándolo a prestar atención de nuevo-: primera, ellos elegirán a los culpables -el veguer consintió-, y segunda, el trato debe ser aprobado por el obispo y comprometerse a calmar a los feligreses.

– Eso ya lo he hecho, Arnau. ¿Crees que me gustaría ver una nueva matanza en la judería?

La procesión partió de la misma judería. En su interior, las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas y las calles aparecían desiertas, sembradas de muebles. El silencio de la aljama parecía retar al clamor que se escuchaba fuera de ella, donde la gente se apiñaba alrededor del obispo, refulgente de oro al sol mediterráneo, y de la infinidad de sacerdotes y frailes negros que esperaban a lo largo de la calle de la Boquería, separados del pueblo por dos filas de soldados del rey.

El griterío rasgó el cielo cuando tres figuras aparecieron en las puertas de la judería. La gente alzó los brazos con los puños cerrados y sus insultos se confundieron con el metálico desenvainar de las espadas cuando los soldados se dispusieron a defender la comitiva. Las tres figuras, encadenadas de pies y manos, fueron conducidas hasta el centro de dos hileras de frailes negros y así, encabezada por el obispo de Barcelona, la procesión inició la marcha. La presencia de los soldados y de los dominicos no impidió que el pueblo apedreara y escupiera a los tres culpables que se arrastraban entre ellos.

Arnau rezaba en Santa María. Había llevado la noticia a la judería, donde volvió a ser recibido por Hasdai, los rabinos y los jefes de la comunidad a las puertas de la sinagoga.

– Tres culpables -les dijo tratando de sostener sus miradas-. Podéis… podéis elegirlos vosotros mismos.

Ninguno de ellos pronunció una palabra; simplemente se limitaron a observar las calles de la judería dejando que los quejidos y lamentos que surgían del templo envolviesen sus pensamientos. Arnau no tuvo valor para prolongar su intercesión y se excusó ante el veguer al abandonar la judería. «Tres inocentes…, porque tú y yo sabemos que lo de la profanación del cuerpo de Cristo es falso.»

Arnau empezó a oír el griterío de la multitud a lo largo de la calle de la Mar. El murmullo llenó Santa María; se coló por los huecos de las puertas sin terminar y subió por los andamios de madera que aguantaban las estructuras en construcción, igual que podía hacerlo cualquier albañil, hasta alcanzar las bóvedas. ¡Tres inocentes! «¿Cómo los deben de haber elegido? ¿Lo habrán hecho los rabinos o se habrán presentado voluntariamente?» Entonces, Arnau recordó los ojos de Hasdai mirando las calles de la judería. ¿Qué había en ellos? ¿Resignación? ¿Acaso no era la mirada de aquel que se está… despidiendo? Arnau tembló; sus rodillas fla-quearon y tuvo que agarrarse al reclinatorio. La procesión se acercaba a Santa María. El griterío aumentó. Arnau se levantó y miró hacia la salida que daba a la plaza de Santa María. La procesión no tardaría en entrar. Permaneció en el templo, mirando hacia la plaza, hasta que los insultos de la gente se convirtieron en realidad.

Arnau corrió hacia la puerta. Nadie oyó su alarido. Nadie lo vio llorar. Nadie lo vio caer de rodillas al observar a Hasdai encadenado, arrastrando los pies entre una lluvia de insultos, piedras y escupitajos. Hasdai pasó por delante de Santa María con la mirada puesta en el hombre que de rodillas golpeaba el suelo con los puños. Arnau no lo vio y continuó golpeando hasta que la procesión se marchó, hasta que la tierra empezó a teñirse de colorado. Entonces, alguien se arrodilló frente a él y le cogió las manos con suavidad.