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Joan se volvió hacia la puerta y la señaló.

– Y ellos, ¿por qué pueden exigir su dinero?

– De hecho, no pueden. Todos depositaron su dinero para que Arnau negociase con él, pero el dinero es cobarde y la Inquisición… Joan le hizo un gesto para que olvidase su hábito negro. El gruñido del alguacil volvió a resonar en sus oídos. -Necesito dinero -pensó en voz alta. -Ya os he dicho que no lo hay -oyó de boca de Remigi. -Pues yo lo necesito -reiteró Joan-, Arnau lo necesita. «Arnau lo necesita y sobre todo -pensó Joan volviéndose de nuevo hacia la puerta-, necesita tranquilidad. Este escándalo sólo puede perjudicarlo. La gente pensará que está arruinado y entonces nadie querrá saber nada de él… Necesitaremos apoyos.»

– ¿No se puede hacer nada para calmar a esa gente? ¿No podemos vender nada?

– Podríamos ceder algunas comandas. Agrupar a los depositarios por comandas en las que no esté Arnau -contestó Remigi-. Pero sin su autorización…

– ¿Te sirve la mía? El oficial miró a Joan. -Es necesario, Remigi.

– Supongo que sí -cedió el empleado al cabo de unos instantes-; en realidad no perderíamos dinero. Únicamente permutaríamos negocios: ellos se quedarían con unos y nosotros con otros. Sin Arnau de por medio, se tranquilizarían…, pero tendréis que darme la autorización por escrito.

Joan firmó el documento que le preparó Remigi. -Consigue efectivo para mañana a primera hora -le dijo mientras lo rubricaba-. Necesitamos efectivo -insistió ante la mirada del oficial-; vende algo a bajo precio si es necesario, pero necesitamos ese dinero.

Tan pronto como Joan abandonó la mesa de cambio y acalló de nuevo a los acreedores, Remigi empezó a agrupar las comandas. Ese mismo día, el último barco que zarpó del puerto de Barcelona llevaba instrucciones para los corresponsales de Arnau a lo largo del Mediterráneo. Remigi actuó con rapidez; al día siguiente serían los satisfechos acreedores quienes empezarían a propagar la nueva situación de los negocios de Arnau.

48

Por primera vez en casi una semana, Arnau bebió agua fresca y comió algo que no fuera un mendrugo. El alguacil lo obligó a levantarse empujándolo con el pie y baldeó su sitio. «Mejor agua que excrementos», pensó Arnau. Durante unos segundos sólo se oyó el ruido del agua sobre el suelo y la ronca respiración del obeso alguacil; hasta la anciana que se había rendido a la muerte y tenía el rostro permanentemente escondido entre harapos, levantó la vista hacia la figura de Arnau.

– Deja el cubo -le ordenó el bastaix al alguacil cuando éste se aprestaba a irse.

Arnau había visto cómo maltrataba a los presos por el simple hecho de sostenerle la mirada. El alguacil se volvió con el brazo extendido pero se detuvo justo antes de impactar en el cuerpo de Arnau, que permanecía inmóvil ante el embate; entonces escupió y dejó caer el cubo al suelo. Antes de salir pateó a una de las sombras que los observaban.

Cuando la tierra absorbió el agua, Arnau volvió a sentarse. Fuera se oyó el repiqueteo de una campana. Los tenues rayos de sol que lograban filtrarse por la ventana, a ras de suelo en el exterior, y el sonido de las campanas eran su único vínculo con el mundo. Arnau alzó la vista hacia la pequeña ventana y aguzó el oído. Santa María estaba inundada de luz pero todavía no tenía campanas; sin embargo, el ruido de los cinceles contra las piedras, el martilleo sobre las maderas y los gritos de los operarios podían oírse a bastante distancia de la iglesia. Cuando el eco de alguno de aquellos ruidos entraba en la mazmorra, ¡Dios!, la luz y el sonido lo envolvían y lo llevaban en volandas junto al espíritu de quienes trabajaban entregados a la Virgen de la Mar. Arnau volvió a sentir en sus espaldas el peso de la primera piedra que llevó a Santa María. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo era un niño, un niño que encontró en la Virgen a la madre que nunca conoció…

Al menos, se dijo Arnau, había podido salvar a Raquel del terrible destino al que parecía sentenciada. Tan pronto como vio a Elionor y a Margarida Puig señalándolos a ambos, Arnau se ocupó de que Raquel y su familia huyeran de la judería. Ni él mismo sabía adonde…

– Quiero que vayas a buscar a Mar -le dijo a Joan cuando éste volvió a visitarlo.

El fraile se quedó parado, todavía a un par de pasos de su hermano.

– ¿Me has oído, Joan? -Arnau se levantó para acercarse pero las cadenas tiraron de sus piernas. Joan seguía quieto en el mismo sitio-. Joan, ¿me has oído?

– Sí…, sí…, te he oído. -Joan se acercó a Arnau para abrazarlo-. Pero… -empezó a decirle.

– Necesito verla, Joan. -Arnau agarró los hombros del fraile impidiéndole el abrazo y lo zarandeó con suavidad-. No quiero morir sin volver a hablar con ella…

– ¡Por Dios! No digas…

– Sí, Joan. Podría morir aquí mismo, solo, con una docena de desahuciados por testigos. No quisiera morir sin haber tenido la oportunidad de ver a Mar. Es algo…

– Pero ¿qué quieres decirle? ¿Qué puede ser tan importante?

– Su perdón, Joan, necesito su perdón… y decirle que la quiero. -Joan intentó zafarse de las manos de su hermano, pero Arnau se lo impidió-. Tú me conoces, tú eres un hombre de Dios. Sabes que nunca he hecho daño a nadie, excepto a esa… niña.

Joan consiguió liberar sus hombros… y cayó de rodillas frente a su hermano.

– ¡No fuis…! -empezó a decir.

– Sólo te tengo a ti, Joan -lo interrumpió Arnau arrodillándose también-.Tienes que ayudarme. Nunca me has fallado. No puedes hacerlo ahora. ¡Eres lo único que tengo, Joan!

Joan se mantuvo en silencio.

– ¿Y su esposo? -se le ocurrió preguntar-; puede que no permita…

– Murió -le contestó Arnau-. Lo averigüé cuando dejó de pagar los intereses de un préstamo barato. Falleció a las órdenes del rey, en la defensa de Calatayud.

– Pero… -intentó de nuevo Joan.

– Joan… Estoy atado a mi esposa, atado por un juramento que hice y que me impedirá unirme con Mar mientras ella viva… Pero necesito verla. Necesito contarle mis sentimientos, aunque no podamos estar juntos…-Arnau recobró poco a poco la serenidad. Había otro favor que quería pedirle a su hermano-. Pásate por la mesa de cambios. Quiero saber cómo va todo.

Joan suspiró. Aquella misma mañana, cuando acudió a la mesa de cambios, Remigi le entregó una bolsa con dinero.

– No ha sido un buen negocio -oyó de boca del oficial.

Nada era un buen negocio. Tras dejar a Arnau habiéndole prometido que iría en busca de la muchacha, Joan pagó al alguacil en la misma puerta de la mazmorra.

– Me ha pedido un cubo.

¿Qué valía un cubo para que Arnau…? Joan depositó otra moneda.

– Quiero ese cubo limpio en todo momento. -El alguacil se guardó los dineros y se volvió para enfilar el pasillo-. Hay un preso muerto ahí dentro -añadió Joan.

El alguacil se limitó a encogerse de hombros.

Ni siquiera salió del palacio episcopal.Tras dejar las mazmorras, fue en busca de Nicolau Eimeric. Conocía aquellos pasillos. ¿Cuántas veces los había recorrido en su juventud, orgulloso de sus responsabilidades? Ahora eran otros jóvenes los que se movían por ellos, unos pulcros sacerdotes que no se escondían para observarle con cierta extrañeza.

– ¿Ha confesado?

Le había prometido ir en busca de Mar.

– ¿Ha confesado? -repitió el inquisidor general.

Joan había pasado la noche en vela preparando aquella conversación, pero nada de lo que había pensado acudió en su ayuda.

– Si lo hiciera, ¿qué condena…?

– Ya te dije que era muy grave.

– Mi hermano es muy rico.

Joan aguantó la mirada de Nicolau Eimeric.

– ¿Estás pretendiendo comprar al Santo Oficio, tú, un inquisidor?

– Las multas están admitidas como condenas usuales. Estoy seguro de que si le propusiese una multa a Arnau…

– Bien sabes que depende de la gravedad del delito. La denuncia que se ha hecho contra él…

– Elionor no puede denunciarlo por nada -lo interrumpió Joan.

El inquisidor general se levantó de la silla y se encaró a Joan con las manos apoyadas en la mesa.

– Entonces -dijo levantando la voz-, los dos sabéis que ha sido la pupila del rey quien ha formulado la denuncia. Su propia esposa, ¡la pupila del rey! ¿Cómo ibais a imaginar que ha sido ella si tu hermano no tuviera nada que esconder? ¿Qué hombre desconfía de su propia esposa? ¿Por qué no de un rival comercial, de un empleado o de un simple vecino? ¿A cuánta gente ha condenado Arnau como cónsul de la Mar? ¿Por qué no podría haber sido alguno de ellos? Contesta, fra Joan, ¿por qué la baronesa? ¿Qué pecado esconde tu hermano para saber que ha sido ella?

Joan se encogió en su silla. ¿Cuántas veces había utilizado él el mismo procedimiento? ¿Cuántas veces había agarrado las palabras al vuelo para…? ¿Por qué Arnau sabía que había sido Elionor? ¿Podría ser que realmente…?

– No ha sido Arnau quien ha señalado a su esposa -mintió Joan-.Yo lo sé.

Nicolau Eimeric elevó ambas manos al cielo.

– ¿Tú lo sabes? Y ¿por qué lo sabes, fra Joan?

– Lo odia… ¡No…! -trató de rectificar, pero Nicolau ya se le había echado encima.

– Y ¿por qué? -gritó el inquisidor-. ¿Por qué la pupila del rey odia a su esposo? ¿Por qué una buena mujer, cristiana, temerosa de Dios, puede llegar a odiar a su esposo? ¿Qué clase de mal le ha hecho ese esposo para despertar su odio? Las mujeres han nacido para servir a sus hombres; ésa es la ley, terrenal y divina. Los hombres pegan a sus mujeres y ellas no los odian por ello; los hombres encierran a sus mujeres y tampoco los odian; las mujeres trabajan para sus hombres, fornican con ellos cuando ellos quieren, deben cuidarlos y someterse a ellos, pero nada de eso crea odio. ¿Qué sabes, fra Joan?

Joan apretó los dientes. No debía hablar más. Se sentía vencido.

– Eres inquisidor. Te exijo que me digas lo que sabes -gritó Nicolau.

Joan continuó en silencio.

– No puedes amparar el pecado. Peca más quien lo calla que quien lo comete.

Infinidad de plazas de pequeños pueblos, con sus gentes empequeñeciendo ante sus diatribas empezaron a desfilar por la mente de Joan.

– Fra Joan -Nicolau escupió las palabras lentamente, señalándolo por encima de la mesa-, quiero esa confesión mañana mismo. Y reza para que no decida juzgarte a ti también. ¡Ah, fra Joan! -añadió cuando Joan ya se retiraba-, procura mudarte de hábito, ya he recibido alguna queja y ciertamente…