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Nicolau hizo un gesto con una mano hacia el hábito de Joan. Cuando éste abandonó el despacho, mirando los embarrados y raídos bajos de su hábito negro, se tropezó con dos caballeros que esperaban en la antesala del inquisidor general. Junto a ellos, tres hombres armados custodiaban a dos mujeres encadenadas, una anciana y otra más joven, cuyo rostro…

– ¿Todavía estás aquí, fra Joan? -Nicolau Eimeric había salido a la puerta para recibir a los caballeros. Joan no se entretuvo más y aligeró el paso.

Jaume de Bellera y Genis Puig entraron en el despacho de Nicolau Eimeric; Francesca y Aledis, tras recibir una rápida mirada por parte del inquisidor, continuaron en la antesala.

– Nos hemos enterado -empezó a decir el señor de Bellera después de presentarse, una vez sentados en las sillas de cortesía- de que habéis detenido a Arnau Estanyol.

Genis Puig no cesaba de juguetear con las manos sobre el regazo.

– Sí -contestó secamente Nicolau-, es público.

– ¿De qué se le acusa? -saltó Genis Puig ganándose una inmediata mirada reprobatoria por parte del noble; «No hables, tú no hables hasta que el inquisidor te pregunte», le había aconsejado en repetidas ocasiones.

Nicolau se volvió hacia Genis.

– ¿Acaso no sabéis que eso es secreto?

– Os ruego disculpéis al caballero de Puig -intervino Jaume de Bellera-, pero como veréis nuestro interés es fundado. Nos consta que existe una denuncia contra Arnau Estanyol y queremos apoyarla.

El inquisidor general se irguió en su sillón. Una pupila del rey, tres sacerdotes de Santa María que habían oído blasfemar a Arnau Estanyol en la misma iglesia, a gritos, mientras discutía con su mujer, y ahora, un noble y un caballero. Pocos testimonios podían gozar de más crédito. Los instó con la mirada a que continuaran.

Jaume de Bellera entrecerró los ojos en dirección a Genis Puig; después inició la exposición que tanto había preparado.

– Creemos que Arnau Estanyol es la encarnación del diablo. -Nicolau ni se movió-. Ese hombre es hijo de un asesino y una bruja. Su padre, Bernat Estanyol, asesinó a un muchacho en el castillo de Bellera y huyó con su hijo, Arnau, al que mi padre, sabiendo quién era, tenía encerrado para que no causara mal a nadie. Fue Bernat Estanyol quien provocó la revuelta de la plaza del Blat durante el primer mal año, ¿recordáis? Allí mismo lo ejecutaron…

– Y su hijo quemó el cadáver -saltó entonces Genis Puig.

Nicolau dio un respingo. Jaume de Bellera volvió a atravesar con la mirada al entrometido.

– ¿Quemó el cadáver? -preguntó Nicolau.

– Sí, yo mismo lo vi -mintió Genis Puig recordando las palabras de su madre.

– ¿Lo denunciasteis?

– Yo… -El señor de Bellera hizo ademán de intervenir, pero Nicolau se lo impidió con un gesto-.Yo… era sólo un niño.Tuve miedo de que hiciera lo mismo conmigo.

Nicolau se llevó la mano a la barbilla para tapar con los dedos una imperceptible sonrisa. Luego, instó al señor de Bellera a continuar.

– Su madre, esa vieja de ahí fuera, es una bruja. Ahora trabaja de meretriz, pero me dio de mamar y me transmitió el mal, me endemonió con la leche que estaba destinada a su hijo. -Nicolau abrió los ojos al oír la confesión del noble. El señor de Navarcles se dio cuenta-. No os preocupéis -añadió rápidamente-, tan pronto como se manifestó el mal, mi padre me trajo a presencia del obispo. Desciendo de Llorenç y Caterina de Bellera -continuó el noble-, señores de Navarcles. Podéis comprobar que nadie en mi familia tuvo nunca el mal del diablo. ¡Sólo pudo ser la leche endemoniada!

– ¿Decís que es una meretriz?

– Sí, podéis comprobarlo; se hace llamar Francesca.

– ¿Y la otra mujer?

– Ha querido venir con ella.

– ¿Otra bruja?

– Eso queda a vuestro justo criterio.

Nicolau pensó durante unos instantes.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Sí -intervino de nuevo Genis Puig-. Arnau asesinó a mi hermano Guiamon cuando éste no quiso participar en sus ritos demoníacos. Intentó ahogarlo una noche en la playa… Después, falleció.

Nicolau volvió a fijar su atención en el caballero.

– Mi hermana Margarida puede testificarlo. Ella estaba allí. Se asustó e intentó huir cuando Arnau empezó a invocar al diablo. Ella misma os lo confirmará.

– ¿Tampoco lo denunciasteis entonces?

– Lo he sabido ahora, cuando le he dicho a mi hermana lo que pensaba hacer. Sigue aterrorizada por la posibilidad de que Arnau le haga daño; durante años ha vivido con ese miedo.

– Son unas acusaciones graves.

– Las que merece Arnau Estanyol -alegó el señor de Bellera-.Vos sabéis que ese hombre se ha dedicado a socavar la autoridad. En sus tierras, en contra de la opinión de su esposa, derogó los malos usos; aquí, en Barcelona, se dedica a prestar dinero a los humildes, y como cónsul de la Mar es bien conocida su tendencia a sentenciar a favor del pueblo. -Nicolau Eimeric escuchaba atentamente-. Durante toda su vida se ha dedicado a socavar los principios que deben regir nuestra convivencia. Dios creó a los payeses para que trabajasen la tierra sometidos a sus señores feudales. Hasta la propia Iglesia ha prohibido que sus payeses, para no perderlos, tomen los hábitos…

– En la Cataluña nueva no existen los malos usos -lo interrumpió Nicolau.

La mirada de Genis Puig iba de uno a otro.

– Eso es precisamente lo que quiero deciros. -El señor de Bellera movió las manos con violencia-. En la Cataluña nueva no hay malos usos… por interés del príncipe, por interés de Dios. Había que poblar esas tierras conquistadas a los infieles, y la única forma era atraer a la gente. El príncipe lo decidió. Pero Arnau no es más que el príncipe… del diablo.

Genis Puig sonrió al advertir que el inquisidor general asentía levemente con la cabeza.

– Presta dinero a los pobres -continuó el noble-, un dinero que sabe que no recuperará nunca. Dios creó a los ricos… y a los pobres. No puede ser que los pobres tengan dinero y casen a sus hijas como si fueran ricos; contraría el designio de Nuestro Señor. ¿Qué van a pensar esos pobres, de vosotros los eclesiásticos o de nosotros los nobles? ¿Acaso no cumplimos los preceptos de la Iglesia tratando a los pobres como lo que son? Arnau es un diablo hijo de diablos y no hace sino preparar la venida del diablo a través del descontento del pueblo. Pensadlo.

Nicolau Eimeric lo pensó. Llamó al escribano para que pusiera por escrito las denuncias del noble de Bellera y de Genis Puig, hizo llamar a Margarida Puig y ordenó el encarcelamiento de Francesca.

– ¿Y la otra? -preguntó el inquisidor al señor de Bellera-. ¿Se la acusa de algo? -Los dos hombres titubearon-. En ese caso quedará en libertad.

Francesca fue encadenada lejos de Arnau, en el extremo opuesto de la inmensa mazmorra, y Aledis arrojada a la calle.

Después de organizado todo, Nicolau se dejó caer en el sillón de su mesa. Blasfemar en el templo del Señor, mantener relaciones carnales con una judía, amigo de los judíos, asesino, prácticas diabólicas, actuar en contra de los preceptos de la Iglesia…Y todo ello sostenido por sacerdotes, nobles, caballeros… y por la pupila del rey. El inquisidor general se arrellanó en el sillón y sonrió.

«¿Tan rico es tu hermano, fra Joan? ¡Estúpido! ¿De qué multa me hablas cuando todo ese dinero pasará a manos de la Inquisición en el mismo momento en que condene a tu hermano?»

Aledis dio varios traspiés cuando los soldados la empujaron fuera del palacio del obispo. Tras recuperar el equilibrio se encontró con que varias personas la miraban. ¿Qué habían gritado los soldados? ¿Bruja? Estaba casi en el centro de la calle y la gente seguía atenta a ella. Se miró la ropa, sucia. Se mesó los cabellos, ásperos y despeinados. Un hombre bien vestido pasó por su lado mirándola con descaro. Aledis dio un zapatazo en el suelo y se lanzó sobre él gruñendo, enseñando los dientes como los perros cuando atacan. El hombre dio un salto y se alejó corriendo hasta que advirtió que Aledis no se había movido. Entonces fue la mujer quien miró a los presentes; uno a uno bajaron la vista y siguieron su camino, aunque no faltó quien de reojo se volvió hacia la bruja y vio cómo observaba a los curiosos.

¿Qué había sucedido? Los hombres del noble de Bellera irrumpieron en su casa y detuvieron a Francesca mientras la anciana descansaba sentada en una silla. Nadie dio la menor explicación. Apartaron con violencia a las muchachas cuando se revolvieron contra los soldados; todas buscaron el apoyo de Aledis, que estaba paralizada por la sorpresa. Algún cliente salió corriendo medio desnudo. Aledis se enfrentó al que parecía el oficiaclass="underline"

– ¿Qué significa esto? ¿Por qué detenéis a esta mujer?

– Por orden del señor de Bellera -contestó.

¡El señor de Bellera! Aledis desvió la mirada hacia Francesca, encogida entre dos soldados que la sostenían por las axilas. La anciana había empezado a temblar. ¡Bellera! Desde que Arnau derogó los malos usos en el castillo de Montbui y Francesca desveló su secreto a Aledis, las dos mujeres superaron la única barrera que hasta entonces había existido entre ellas. ¿Cuántas veces había oído de labios de Francesca la historia de Llorenç de Bellera? ¿Cuántas veces la había visto llorar al recordar aquellos instantes? Y ahora… otra vez Bellera; otra vez se la llevaban al castillo, como cuando…

Francesca seguía temblando entre los soldados.

– Dejadla -gritó Aledis a los soldados-, ¿no veis que le estáis haciendo daño? -Éstos se volvieron hacia el oficial-. Iremos voluntariamente -añadió Aledis mirándolo.

El oficial se encogió de hombros y los soldados cedieron la anciana a Aledis.

Las llevaron al castillo de Navarcles, donde las encerraron en las mazmorras. Sin embargo, no las maltrataron. Al contrario, les proporcionaron comida, agua e incluso algunos haces de paja para dormir. Ahora entendía la razón: el señor de Bellera quería que Francesca llegara en condiciones a Barcelona, donde las trasladaron al cabo de dos días, en un carro, en el más absoluto silencio. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el significado de todo aquello?

El vocerío la devolvió a la realidad. Absorta en sus pensamientos había bajado por la calle del Bisbe y había girado por la calle Sederes para llegar a la plaza del Blat. El claro y soleado día de primavera había congregado en la plaza a más gente de lo habitual y junto a los compradores de grano se movían decenas de curiosos. Se encontraba bajo la antigua puerta de la ciudad y se volvió cuando sintió el olor del pan del puesto que quedaba a su izquierda. El panadero la miró con recelo y Aledis recordó su aspecto. No llevaba un solo sueldo encima. Tragó la saliva que se había formado en su boca y se marchó evitando cruzar la mirada con el panadero.