Выбрать главу

Aledis acaricio la entrepierna del joven.

– Esta misma mañana -balbuceó el chico-, han venido dos caballeros en busca de alojamiento.

Esta vez sí sonrió. Por un momento pensó en separarse del muchacho pero… ¿por qué no? Hacía tanto tiempo que no tenía sobre sí un cuerpo joven, inexperto, movido sólo por la pasión…

Aledis lo empujó hasta un pequeño cobertizo. La primera vez, el muchacho ni siquiera tuvo tiempo de bajarse los calzones, pero a partir de ahí, la mujer esquilmó todo el ímpetu del caprichoso objeto de su deseo.

Cuando Aledis se levantó para vestirse, el muchacho quedó tendido en el suelo, jadeando y con la mirada perdida en algún lugar del techo del cobertizo.

– Si vuelves a verme -le dijo ella-, sea como sea, no me conoces, ¿entiendes?

Aledis tuvo que insistir dos veces hasta que el chico se lo prometió.

– Vosotras seréis mis hijas -les dijo a Teresa y Eulàlia tras entregarles la ropa que acababa de comprar-. He enviudado hace poco y estamos de paso hacia Gerona, donde esperamos que nos acoja un hermano mío. No tenemos recursos.Vuestro padre era un simple oficial… curtidor de Tarragona.

– Pues para acabar de enviudar y haberte quedado sin recursos, estás muy sonriente -soltó Eulàlia mientras se desprendía del traje verde y hacía una simpática mueca en dirección a Teresa.

– Cierto -confirmó ésta-, deberías evitar esa expresión de satisfacción. Más bien parece que acabes de conocer…

– No os preocupéis -las interrumpió Aledis-; cuando sea menester aparentaré el dolor que corresponde a una viuda reciente.

– Y hasta que sea menester -insistió Teresa-, ¿no podrías olvidarte de la viuda y contarnos a qué se debe esa alegría?

Las dos muchachas se rieron. Escondidas entre la maleza de la falda de la montaña de Montjuïc, Aledis no pudo dejar de observar sus cuerpos desnudos, perfectos, sensuales… Juventud. Por un momento se recordó a sí misma, allí mismo, hacía muchos años…

– ¡Ah! -exclamó Eulàlia-, esto… araña.

Aledis volvió a la realidad y vio a Eulàlia vestida con una camisa larga y descolorida que le llegaba hasta los tobillos.

– Las huérfanas de un oficial curtidor no visten de seda.

– Pero… ¿esto? -se quejó Eulàlia tirando con dos dedos de la camisa.

– Eso es lo normal -insistió Aledis-. De todas formas las dos os habéis olvidado de esto.

Aledis les mostró dos tiras de ropa descoloridas y tan bastas como las camisas. Se acercaron a cogerlas.

– ¿Qué es…? -preguntó Teresa.

– Alfardas, y sirven para…

– No. No pretenderás…

– Las mujeres decentes se tapan los pechos. -Ambas intentaron protestar-. Primero los pechos -ordenó Aledis-, después las camisas y encima las gonelas, y dad gracias -añadió ante la mirada de las chicas- que os he comprado camisas y no cilicios. Quizá os convendría hacer algo de penitencia.

Las tres tuvieron que ayudarse entre sí para ponerse las alfardas.

– Creía que lo que pretendías era que sedujésemos a dos nobles -le dijo Eulàlia mientras Aledis tiraba de la alfarda sobre sus abundantes senos-; no veo cómo con esto…

– Tú déjame hacer a mí -le contestó Aledis-. Las gonelas son… casi blancas, símbolo de virginidad. Esos dos canallas no dejarán pasar la oportunidad de yacer con dos vírgenes. No sabéis nada de hombres -insistió Aledis mientras terminaban de vestirse-, no os mostréis coquetas ni osadas. Negaos en todo momento. Rechazadlos cuantas veces sea necesario.

– ¿Y si los rechazamos tanto que desisten? Aledis alzó las cejas al mirar a Teresa.

– Ingenua -le dijo sonriendo-. Lo único que tenéis que conseguir es que beban. El vino hará el resto. Mientras permanezcáis con ellos no desistirán. Os lo aseguro. Por otra parte, tened en cuenta que Francesca ha sido detenida por la Iglesia, no por orden del veguer o del baile. Dirigid vuestra conversación hacia temas religiosos…

Las dos la miraron con sorpresa.

– ¿Religiosos? -exclamaron al unísono.

– Entiendo que no sepáis mucho de eso -asumió Aledis-. Echadle imaginación. Creo que tiene algo que ver con la brujería… Cuando me expulsaron del palacio lo hicieron al grito de bruja.

Al cabo de unas horas, los soldados que vigilaban la puerta de Trentaclaus franquearon el acceso a la ciudad a una mujer vestida de negro, con el cabello recogido en un moño, y a sus dos hijas casi de blanco, con el pelo recatadamente recogido, calzadas con vulgares esparteñas, sin afeites y sin perfumes, y que andaban cabizbajas detrás de la de negro, con la vista fija en sus talones, como les había ordenado Aledis.

49

La puerta de la mazmorra se abrió de repente. No era la hora habitual; el sol todavía no había bajado lo suficiente y la luz pugnaba por colarse a través de la pequeña ventana enrejada, pero la miseria que flotaba en el ambiente parecía dispuesta a impedírselo, y la luz se amalgamaba con el polvo y los efluvios de los presos. No era la hora habitual y todas las sombras se movieron. Arnau oyó el ruido de las cadenas, que cesó tan pronto como el alguacil entró con un nuevo preso; no venían en busca de ninguno de ellos. Otro… otra más, se corrigió Arnau a la vista del perfil de una anciana en el umbral de la puerta. ¿Qué pecado habría cometido aquella pobre mujer?

El alguacil empujó a la nueva víctima al interior de la mazmorra. La mujer cayó al suelo.

– ¡Levanta, bruja! -resonó en la mazmorra. Pero la bruja no se movió. El alguacil propinó dos patadas al bulto que yacía a sus pies. El eco de aquellos dos golpes sordos vibró durante unos segundos eternos-. ¡He dicho que te levantes!

Arnau notó cómo las sombras intentaban fundirse con las paredes que las retenían. Eran los mismos gritos, el mismo tono imperativo, la misma voz. En los días que llevaba encarcelado había oído varias veces esa voz, atronando desde el otro lado de la puerta de la mazmorra, después de que un preso fuera desencadenado. También entonces había visto cómo las sombras se encogían y vomitaban el miedo a la tortura. Primero era la voz, el grito, y tras unos instantes el desgarrador aullido de un cuerpo mutilado.

– ¡Levanta, vieja puta!

El alguacil volvió a patearla, pero la anciana siguió sin moverse. Al final se agachó resoplando, la agarró de un brazo y la arrastró hasta donde le habían ordenado que la encadenara: lejos del cambista. El sonido de las llaves y los grilletes sentenció a la anciana. Antes de salir, el alguacil cruzó la mazmorra hasta donde se encontraba Arnau.

– ¿Por qué? -preguntó tras recibir la orden de encadenar a la bruja lejos de Arnau.

– Esta bruja es la madre del cambista -le contestó el oficial de la Inquisición: así se lo había contado el oficial del noble de Bellera.

– No creas -dijo el alguacil cuando estuvo al lado de Arnau- que por el mismo precio conseguirás que tu madre coma mejor. Por mucho que sea tu madre, una bruja cuesta dinero, Arnau Estanyol.

No había cambiado nada: la masía, con su torre de vigilancia adosada, seguía dominando la pequeña loma. Joan miró hacia arriba y volvió a su mente el sonido de la host, de los hombres nerviosos, de las espadas y de los gritos de alegría cuando él mismo, exactamente allí, logró convencer a Arnau para que entregara a Mar en matrimonio. Nunca se llevó bien con la muchacha, ¿qué iba a decirle ahora?

Joan alzó la mirada al cielo y luego, encorvado, cabizbajo, arrastrando el hábito, inició el ascenso de la suave ladera.

Los alrededores de la masía aparecían desiertos. Sólo el pajear de los animales estabulados en la planta baja rompía el silencio.

– ¿Hay alguien? -gritó Joan.

Iba a gritar de nuevo cuando un movimiento llamó su atención. Asomado a una de las esquinas de la masía, un niño lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.

– Ven aquí, chico -le ordenó Joan.

El niño titubeó.

– Ven aquí…

– ¿Qué ocurre?

Joan se volvió hacia la escalera exterior que llevaba al piso superior. En lo alto de ella, Mar lo interrogaba con la mirada.

Los dos permanecieron un largo rato sin moverse ni decir nada. Joan intentó encontrar en aquella mujer la imagen de la muchacha cuya vida ofreció al caballero de Ponts, pero la figura desprendía una severidad que poco tenía que ver con la explosión de sentimientos que hacía cinco años vivieron en el interior de aquella misma masía. El tiempo pasaba, y Joan se sentía cada vez más cohibido. Mar lo atravesaba con la mirada, quieta, sin pestañear.

– ¿Qué buscas, fraile? -le preguntó al fin.

– He venido a hablar contigo. -Joan tuvo que levantar la voz.

– No me interesa nada de lo que tengas que decirme.

Mar hizo ademán de dar media vuelta pero Joan se apresuró a intervenir.

– Le he prometido a Arnau que hablaría contigo. -En contra de lo que Joan esperaba, Mar no pareció inmutarse ante la mención de Arnau; sin embargo, tampoco se fue-. Escúchame, no soy yo quien quiere hablar contigo. -Joan dejó pasar unos instantes-. ¿Puedo subir?

Mar le dio la espalda y entró en la masía. Joan se dirigió hasta la escalera y antes de subir miró de nuevo al cielo. ¿De verdad era ésta la penitencia que merecía?

Carraspeó para llamar su atención. Mar continuó de cara al hogar, ocupada en una olla que colgaba de un llar que a su vez pendía del techo.

– Habla -se limitó a decirle.

Joan la observó de espaldas, inclinada sobre el fuego. El cabello le caía por la espalda hasta casi rozar unas nalgas que aparecían firmes, perfectamente delineadas bajo la camisa. Se había convertido en una mujer… atractiva.

– ¿No vas a decir nada? -le preguntó Mar volviendo la cabeza unos instantes.

¿Cómo…?

– Arnau ha sido encarcelado por la Inquisición -soltó el dominico de sopetón.

Mar dejó de remover el contenido de la olla. Joan guardó silencio.

La voz pareció partir de las mismas llamas, temblorosa, estremecida:

– Otras llevamos encarceladas mucho tiempo. Mar continuó de espaldas a Joan, erguida, con los brazos caídos a los costados y la vista fija en la campana del hogar. -No fue Arnau quien te encarceló. Mar se volvió con brusquedad.

– ¿Acaso no fue él quien me entregó al señor de Ponts? -gritó-. ¿Acaso no fue él quien consintió mi matrimonio? ¿Acaso no fue él quien decidió no vengar mi deshonra? ¡Me forzó! Me secuestró y me forzó.