Выбрать главу

Había escupido cada palabra. Temblaba. Toda ella temblaba; desde el labio superior hasta las manos, que ahora intentaba agarrarse por delante del pecho. Joan no pudo soportar aquellos ojos inyectados en sangre.

– No fue Arnau -repitió el fraile con voz trémula-. Fui…, ¡fui yo! -gritó-. ¿Entiendes, mujer? Fui yo. Fui yo quien lo convenció de que debía entregarte en matrimonio. ¿Qué habría sido de una muchacha forzada? ¿Qué habría sido de ti cuando toda Barcelona conociera tu desgracia? Fui yo quien, convencido por Elionor, preparó el secuestro y consintió en tu deshonra para poder convencer a Arnau de que te entregase en matrimonio. Fui yo el culpable de todo. Arnau nunca te hubiera entregado.

Los dos se miraron. Joan sintió que el peso del hábito se aligeraba. Mar dejó de temblar y las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Te amaba -añadió Joan-. Te amaba entonces y te ama ahora.Te necesita…

Mar se llevó las manos al rostro. Dobló las dos rodillas hacia un lado y su cuerpo se fue encogiendo hasta quedar postrado delante del fraile.

Ya estaba.Ya lo había hecho. Ahora Mar llegaría a Barcelona, se lo contaría a Arnau y… Con tales pensamientos Joan se agachó para ayudar a Mar a levantarse…

¡No me toques!

Joan saltó hacia atrás.

– ¿Sucede algo, señora?

El fraile se volvió hacia la puerta. En el umbral, un hombre hercúleo, armado con una guadaña, lo miraba amenazadoramente; por detrás de una de sus piernas asomaba la cabeza del niño. Joan estaba a menos de dos palmos del recién llegado, que le sacaba casi dos cabezas.

– No sucede nada -contestó Joan, pero el hombre se adelantó hacia Mar empujándolo como si no existiera-.Ya te he dicho que no sucede nada -insistió Joan-; ve a ocuparte de tus labores.

El niño buscó refugio tras el marco exterior de la puerta y volvió a asomar la cabeza por ella. Joan dejó de observarlo y cuando se volvió hacia el interior vio que el hombre de la guadaña estaba arrodillado junto a Mar, sin tocarla.

– ¿No me has oído? -le preguntó Joan. El hombre no contestó-. Obedece y ve a ocuparte de tus labores.

En esta ocasión el hombre se volvió hacia Joan.

– Sólo obedezco a mi señora.

¿Cuántos como aquél, grandes, fuertes y orgullosos, se habían postrado ante él? ¿A cuántos había visto llorar y suplicar antes de dictar sentencia? Joan entrecerró los ojos, apretó los puños y dio dos pasos hacia el criado.

– ¿Te atreves a desobedecer a la Inquisición? -gritó.

No había terminado la frase cuando Mar ya se había levantado. Temblaba de nuevo. El de la guadaña también se levantó, más lentamente.

– ¿Cómo te atreves tú, fraile, a venir a mi casa y amenazar a mi criado? ¿Inquisidor? ¡Ja! No eres más que un diablo disfrazado de fraile. ¡Tú me forzaste! -Joan vio cómo el criado apretaba los puños sobre el mango de la guadaña-. ¡Lo has reconocido!

– Yo… -vaciló Joan.

El criado se acercó a él y le puso el borde romo de la guadaña en el estómago.

– Nadie se enteraría, señora. Ha venido solo.

Joan miró a Mar. No había temor en sus ojos, ni siquiera compasión, sólo…; se volvió tan rápido como pudo para alcanzar la puerta, pero el niño la cerró violentamente y se encaró a él.

Desde atrás, el criado alargó la guadaña y rodeó el cuello de Joan. En esta ocasión el afilado borde del apero presionó la nuez del fraile. Joan se quedó quieto. El niño ya no lo miraba con temor. Su rostro reflejaba los sentimientos de quienes se hallaban a sus espaldas.

– ¿Qué…, qué vas a hacer, Mar? -Al hablar, la guadaña le produjo un rasguño en el cuello.

Mar permaneció unos momentos en silencio. Joan podía oír su respiración.

– Enciérralo en la torre -ordenó.

Mar no había vuelto a entrar en ella desde el día en que vio cómo la host de Barcelona se preparaba primero para el asalto y después estallaba en vítores. Cuando su esposo cayó en Calatayud, la cerró.

50

La viuda y sus dos hijas cruzaron la plaza de la Llana hasta el hostal del Estanyer, un edificio de piedra, de dos pisos, que en sus bajos alojaba el hogar y el comedor de los huéspedes y en el primero las habitaciones. Las recibió el hostalero junto al mozo. Aledis guiñó un ojo al muchacho al ver que la miraba embobado. «¿Qué miras?», le gritó el hostalero antes de propinarle un pescozón. El joven salió corriendo hacia la parte trasera del local. Teresa y Eulàlia se percataron del guiño y sonrieron al alimón.

– El pescozón os lo voy a tener que dar a vosotras -les susurró Aledis aprovechando que el hostalero se había dado la vuelta por un momento-. ¿Queréis andar correctamente y dejar de rascaros? A la próxima que se vuelva a rascar…

– No se puede andar con estas tiras de esparto…

– Silencio -ordenó Aledis cuando el hostalero volvió a prestarles atención.

Disponía de una habitación en la que podrían dormir las tres, aunque sólo había dos jergones.

– No se preocupe, buen hombre -le dijo Aledis-. Mis hijas están acostumbradas a compartir el lecho.

– ¿Os habéis fijado en cómo nos ha mirado el dueño cuando le has dicho que dormíamos juntas? -preguntó Teresa cuando ya se encontraban en la habitación.

Dos jergones de paja y un pequeño arcón sobre el que descansaba una lámpara de aceite ejercían a duras penas de mobiliario.

– Se veía metido entre las dos -apuntó Eulàlia riendo.

– Y eso que no mostráis vuestros encantos. Ya os lo dije -intervino Aledis.

– Podríamos trabajar así.Visto el resultado…

– Sólo funciona una vez -afirmó Aledis-, unas cuantas a lo sumo. Les gusta la inocencia, la virginidad. En el momento que la consiguen…Tendríamos que ir de lugar en lugar, engañando a la gente, y no podríamos cobrar.

– No habría oro suficiente en Cataluña para hacerme ir con estas esparteñas y estas… -Teresa empezó a rascarse desde los muslos hasta los pechos.

– ¡No te rasques!

– Ahora no nos ve nadie -se defendió la muchacha.

– Pero cuanto más te rasques más te picará.

– ¿Y el guiño al mozo? -preguntó Eulàlia.

Aledis las miró.

– No es asunto vuestro.

– ¿Le cobras? -intervino Teresa.

Aledis recordó la expresión del muchacho cuando ni siquiera tuvo tiempo de quitarse los calzones, y después, la torpe violencia con que montó sobre ella. Les gustaba la inocencia, la virginidad…

– Algo he conseguido -contestó sonriendo.

Esperaron en la habitación hasta la hora de la cena. Entonces, bajaron y tomaron asiento alrededor de una tosca mesa de madera sin pulir. Al poco aparecieron Jaume de Bellera y Genis Puig. Desde que se sentaron a su mesa, en el otro extremo de la estancia, no apartaron la mirada de las chicas. No había nadie más en el comedor del hostal. Aledis llamó la atención de las muchachas y las dos se santiguaron antes de empezar a dar cuenta de las escudillas de sopa que les sirvió el hostalero.

– ¿Vino? Sólo para mí -le dijo Aledis-. Mis hijas no beben.

– Otra jarra de vino y otra más… Desde que murió nuestro padre…-la excusó Teresa dirigiéndose al hostelero.

– Para reponerse del dolor…-apuntó Eulàlia.

– Escuchad, chicas -les susurró Aledis-, son tres jarras de vino… y lo cierto es que me han hecho efecto. Bien, dentro de un momento dejaré caer la cabeza sobre la mesa y empezaré a roncar. A partir de entonces ya sabéis qué tenéis que hacer. Debemos saber por qué han detenido a Francesca y qué es lo que pretenden hacer con ella.

Tras desplomarse sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, Aledis se dispuso a escuchar.

– Venid aquí -resonó en el comedor. Silencio-. Si está borracha… -se oyó al cabo de un rato.

– No os haremos nada -dijo uno de ellos-. ¿Cómo vamos a haceros algo en un hostal de Barcelona? Ahí está el hostalero.

Aledis pensó en el hostalero: con sólo que le dejaran tocar algo…

– No os preocupéis… Somos caballeros… Al final las jóvenes cedieron y Aledis oyó cómo se levantaban de la mesa.

– No se te oye roncar -le susurró Teresa.

Aledis se permitió una sonrisa.

– ¡Un castillo!

Aledis imaginó a Teresa con sus impresionantes ojos verdes abiertos por completo, mirando directamente al señor de Bellera y permitiendo que éste se recrease en su belleza.

– ¿Has oído, Eulàlia? Un castillo. Es un noble de verdad. Nunca habíamos hablado con un noble…

– Contadnos vuestras batallas -oyó que lo instaba Eulàlia-. ¿Conocéis al rey Pedro? ¿Habéis hablado con él?

– ¿A quién más conocéis? -saltó Teresa.

Las dos se volcaron sobre el señor de Bellera. Aledis estuvo tentada de abrir los ojos, un poco, lo suficiente para observar… Pero no debía. Sus chicas sabrían hacerlo bien.

El castillo, el rey, las Cortes… ¿Habían participado en las Cortes? La guerra…, unos grititos de terror cuando Genis Puig, sin castillo, ni rey, ni Cortes, reclamó protagonismo exagerando sus batallas… Y vino, mucho vino.

– ¿Qué hace un noble como vos en la ciudad, en este hostal?

¿Acaso esperáis a alguien importante? -oyó Aledis que preguntaba Teresa.

– Hemos traído a una bruja -saltó Genis Puig.

Las muchachas sólo preguntaban al señor de Bellera. Teresa vio cómo el noble reprobaba con la mirada a su compañero. Aquél era el momento.

– ¡Una bruja! -exclamó Teresa lanzándose sobre Jaume de Bellera y cogiéndole ambas manos-. En Tarragona vimos quemar a una. Murió gritando mientras el fuego subía por sus piernas y le quemaba el pecho y…

Teresa miró hacia el techo como si siguiera el rumbo de las llamas; a renglón seguido se llevó las manos al pecho, pero al cabo de unos segundos volvió a la realidad y se mostró turbada ante un noble cuyo rostro ya mostraba deseo.

Sin soltar las manos de la joven, Jaume de Bellera se levantó.

– Ven conmigo. -Fue más una orden que un ruego y Teresa se dejó arrastrar.

Genis Puig los vio partir.

– ¿Y nosotros? -le dijo a Eulàlia poniendo bruscamente una de sus manos en la pantorrilla de la chica.

Eulàlia no hizo ademán de quitársela.

– Primero quiero saberlo todo de la bruja. Me excita…

El caballero deslizó la mano hasta la entrepierna de la muchacha mientras iniciaba su exposición. Aledis estuvo a punto de levantar la cabeza y dar al traste con todo, cuando oyó el nombre de Arnau. «La bruja es su madre», oyó que decía Genis Puig.Venganza, venganza, venganza…