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– También encontraste algún amigo -se quejó Filippo.

– Es cierto. Disculpa. Me refería…

– Sé a qué te referías.

Los dos hombres se quedaron mirando los documentos que estaban sobre la mesa. El trajín del almacén despertó sus sentidos.

– Sahat -dijo al fin Filippo-, durante muchos años he sido corresponsal de Hasdai, y ahora, mientras Dios me dé vida, lo seré de su hijo. Después, por voluntad de Hasdai e instrucciones tuyas, me convertí también en corresponsal de Arnau. Durante todo ese tiempo, ya fueran comerciantes, marineros o pilotos, sólo he oído halagos sobre Arnau; ¡incluso aquí se comentó lo que hizo con los siervos de sus tierras! ¿Qué sucedió entre vosotros? Si os hubierais enfadado no te habría premiado con la libertad y mucho menos me habría ordenado que te entregara aquella cantidad de dinero. ¿Qué fue lo que sucedió para que tú lo abandonaras y él te beneficiara de aquella forma?

Sahat dejó que sus recuerdos viajaran hacia el pie de una loma, cerca de Mataró, al son de espadas y ballestas…

– Una muchacha… Una muchacha extraordinaria.

– ¡Ah!

– No -saltó el moro-. No es lo que piensas.

Y por primera vez en cinco años, Sahat contó en voz alta lo que durante todo aquel tiempo había guardado para sí.

– ¡Cómo te has atrevido! -El grito de Nicolau Eimeric resonó por los pasillos del palacio. Ni siquiera esperó a que los soldados abandonaran el despacho. El inquisidor paseaba por la estancia gesticulando con los brazos-. ¿Cómo te atreves a poner en peligro el patrimonio del Santo Oficio? -Nicolau se volvió violentamente hacia Joan, que permanecía en pie en el centro de la sala-. ¿Cómo osas ordenar la venta de las comandas a bajo precio?

Joan no contestó. Había pasado la noche en vela, maltratado y humillado. Acababa de recorrer varias millas detrás de los cuartos traseros de una mula y le dolía todo el cuerpo. Olía mal y el hábito, sucio y reseco, le arañaba la piel. No había probado bocado desde el día anterior y tenía sed. No. No pensaba contestar.

Nicolau se le acercó por la espalda.

– ¿Qué pretendes, fra Joan? -le susurró al oído-. ¿Acaso vender el patrimonio de tu hermano para esconderlo a la Inquisición?

Nicolau permaneció unos instantes al lado de Joan.

– ¡Hueles mal! -gritó apartándose de él y volviendo a gesticular con los brazos-. Hueles como un vulgar payés. -Siguió mascullando por el despacho hasta que al fin se sentó-. La Inquisición se ha hecho con los libros de comercio de tu hermano; ya no habrá más ventas. -Joan no se movió-. He prohibido las visitas a la mazmorra, o sea que no intentes verlo. Dentro de algunos días se iniciará el juicio.

Joan siguió sin moverse.

– ¿No me has oído, fraile? En pocos días empezaré a juzgar a tu hermano.

Nicolau golpeó la mesa con el puño.

– ¡Ya está bien! ¡Vete de aquí!

Joan arrastró los bajos del sucio hábito por el brillante embaldosado del despacho del inquisidor general.

Joan se paró bajo el dintel de la puerta para dejar que sus ojos se acostumbrasen al sol. Mar lo esperaba, pie a tierra, con el ronzal de la mula en la mano. La había hecho venir desde su masía y ahora…; ¿cómo le iba a decir que el inquisidor había prohibido las visitas a Arnau? ¿Cómo cargar también con la culpa de esa prohibición?

– ¿Piensas salir, fraile? -oyó a sus espaldas.

Joan se volvió y se encontró con una viuda deshecha en lágrimas.

Ambos se miraron.

– ¿Joan? -preguntó la mujer.

Aquellos ojos castaños. Aquel rostro…

– ¿Joan? -volvió a insistir ella-Joan, soy Aledis. ¿Te acuerdas de mí?

– La hija del curtidor… -empezó a decir Joan.

– ¿Qué sucede, fraile?

Mar se había acercado hasta la puerta. Aledis vio que Joan se volvía hacia la recién llegada. Luego, el fraile la miró a ella de nuevo y otra vez a la mujer de la mula.

– Una amiga de la infancia -dijo-.Aledis, te presento a Mar; Mar, ésta es Aledis.

Las dos se saludaron con una inclinación de cabeza.

– Este no es sitio para estar de charla. -La orden del soldado obligó a los tres a volverse-. Despejad la entrada.

– Hemos venido a ver a Arnau Estanyol -soltó Mar alzando la voz, con la mula agarrada del ronzal.

El soldado la miró de arriba abajo antes de que una mueca burlona apareciera en sus labios.

– ¿El cambista? -preguntó.

– Sí -insistió Mar.

– El inquisidor general ha prohibido las visitas al cambista.

El soldado hizo ademán de empujar a Aledis y Joan.

– ¿Por qué las ha prohibido? -preguntó Mar mientras los otros dos empezaban a salir del palacio.

– Eso pregúntaselo al fraile -le contestó señalando a Joan.

Los tres empezaron a alejarse.

– Debería haberte matado ayer, fraile.

Aledis vio cómo Joan bajaba la mirada al suelo. Ni siquiera contestó. Después observó a la mujer de la mula; andaba erguida, tirando con autoridad del animal. ¿Qué debía de haber sucedido el día anterior? Joan no escondía su rostro amoratado y su acompañante quería ver a Arnau. ¿Quién era aquella mujer? Arnau estaba casado con la baronesa, la mujer que lo acompañaba en la tarima del castillo de Montbui cuando derogó los malos usos…

– Dentro de pocos días se iniciará el juicio contra Arnau.

Mar y Aledis se pararon en seco. Joan avanzó unos pasos más, hasta que se dio cuenta de que las mujeres no lo acompañaban. Cuando se volvió hacia ellas vio que se miraban cara a cara en silencio. «¿Quién eres?,» parecían preguntarse con la mirada.

– Dudo que ese fraile tuviera infancia… y menos amigas -dijo Mar.

Aledis no la vio parpadear. Mar permanecía en pie orgullosa; sus ojos jóvenes parecían querer traspasarla. Incluso la mula, tras ella, estaba quieta, con las orejas atentas.

– Eres directa -le dijo Aledis.

– La vida me ha enseñado a serlo.

– Si hace veinticinco años mi padre hubiera consentido, me habría casado con Arnau.

– Si hace cinco años me hubieran tratado como a una persona y no como a un animal -se volvió para mirar a Joan-, seguiría al lado de Arnau -dijo Mar.

El silencio acompañó una nueva pugna de miradas entre las dos mujeres. Las dos se recrearon en ella, sopesándose la una a la otra.

– Hace veinticinco años que no veo a Arnau -confesó al fin Aledis. «No intento competir contigo», intentó decirle en un lenguaje que sólo dos mujeres pueden entender.

Mar cambió el peso de un pie a otro y aflojó la presión sobre el ronzal de la mula. Entornó los ojos y su mirada dejó de traspasar a Aledis.

– Vivo fuera de Barcelona; ¿tienes donde acogerme? -preguntó Mar tras unos instantes.

– Yo también vivo fuera. Me alojo… con mis hijas, en el hostal del Estanyer. Pero podremos arreglarnos -añadió cuando la vio titubear-. ¿Y…? -Aledis señaló a Joan con un gesto de la cabeza.

Las dos lo observaron, parado donde se había detenido, con el rostro amoratado y el hábito, sucio y roto, colgando de sus hombros caídos.

– Tiene mucho que explicar -dijo Mar- y podemos necesitarlo. Que duerma con la mula.

Joan esperó a que las mujeres se volvieran a poner en camino y las siguió.

«¿Y tú por qué estás aquí?», me preguntará. «¿Qué hacías en el palacio del obispo?» Aledis miró de reojo a su nueva acompañante; volvía a caminar erguida, tirando de la mula, sin apartarse cuando alguien se interponía en su camino. ¿Qué debía de haber sucedido entre Mar y Joan? El fraile parecía totalmente sometido… ¿Cómo podía un dominico admitir que una mujer lo mandase a dormir con una mula? Cruzaron la plaza del Blat.Ya había reconocido que conocía a Arnau, pero no les había dicho que lo había visto en las mazmorras, suplicando que se acercase. «¿Y Francesca? ¿Qué debo decirles de Francesca? ¿Que es mi madre? No. Joan la conoció y sabe que no se llamaba Francesca. La madre de mi difunto esposo. Pero ¿qué dirán cuando la impliquen en el proceso contra Arnau? Yo debería saberlo. ¿Y cuando se sepa que es una mujer pública? ¿Cómo va a ser mi suegra una mujer pública?» Mejor no saber nada, pero entonces ¿qué estaba haciendo en el palacio del obispo?

– ¡Oh! -contestó Aledis a la pregunta de Mar-, llevaba un encargo del maestro curtidor, de mi difunto marido. Como sabía que íbamos a pasar por Barcelona…

Eulàlia y Teresa la miraron de reojo sin dejar de dar cuenta de sus escudillas. Habían llegado al hostal y habían conseguido que el hostalero colocase un tercer jergón en la habitación de Aledis y sus hijas. Joan asintió cuando Mar dijo que dormiría en el establo, con la mula.

– Oigáis lo que oigáis -les dijo Aledis a las muchachas-, no digáis nada. Procurad no contestar a ninguna pregunta y, sobre todo, no conocemos a ninguna Francesca. Los cinco se sentaron a comer.

– Bien, fraile -volvió a intervenir Mar-, ¿por qué ha prohibido el inquisidor las visitas a Arnau? Joan no había probado bocado.

– Necesitaba dinero para pagar al alguacil -contestó con voz cansina-, y como en la mesa de Arnau no tenían efectivo, ordené la venta de algunas comandas. Eimeric creyó que intentaba vaciar las arcas de Arnau y que entonces la Inquisición…

En aquel momento hicieron su entrada en el hostal el señor de Bellera y Genis Puig. En sus rostros se dibujó una amplia sonrisa al ver a las dos muchachas.

– Joan -dijo Aledis-, esos dos nobles estuvieron molestando ayer a mis hijas y me da la impresión de que sus intenciones… ¿Podrías ayudarme a que no vuelvan a molestarlas?

Joan se volvió hacia los dos hombres mientras éstos, en pie, se deleitaban mirando a Teresa y Eulàlia y recordando la noche anterior.

Sus sonrisas desaparecieron cuando reconocieron el hábito negro de Joan. El fraile continuó mirándolos y los caballeros se sentaron en silencio a su mesa, con la vista en las escudillas que les acababa de servir el hostalero.

– ¿Por qué van a juzgar a Arnau? -preguntó Aledis cuando Joan volvió su atención hacia ellas.

Sahat observó el barco marsellés mientras la tripulación hacía los últimos preparativos para zarpar: una sólida galera de un solo palo, con un timón a popa y dos laterales, ciento veinte remeros a bordo y una cabida de alrededor de trescientos botes.