El esclavo salió disparado hacia la cocina. Los niños se miraron sonriendo, con los ojos chispeantes por el vino. Cuando Grau subió corriendo escaleras arriba, estallaron en carcajadas. ¿La cama? Margarida miró hacia la puerta, abierta de par en par, frunció los labios y arqueó las cejas.
– ¿Y los niños? -preguntó Habiba cuando vio aparecer al esclavo.
– Vino de las tinajas viejas…-empezó a rezar éste.
– ¿Y los niños?
– Viejas. De las viejas.
– ¿Y los niños? -volvió a insistir Habiba.
– A tu cama. El amo dicho os vayáis a la cama. Están con él. De las tinajas viejas, ¿sí?, nos despellejará…
Era Navidad y Barcelona permanecería vacía hasta que la gente acudiera a la misa de medianoche a ofrecer un gallo sacrificado.
La luna se reflejaba sobre el mar como si la calle en la que se encontraban continuara hasta el horizonte. Los tres miraron la estela plateada sobre el agua.
– Hoy no habrá nadie en la playa -musitó Margarida.
– Nadie sale a la mar en Navidad -añadió Guiamon.
Ambos se volvieron hacia Arnau, que negó con la cabeza.
– Nadie se dará cuenta -insistió Margarida-. Iremos y volveremos muy rápido. Son sólo unos pasos.
– Cobarde -le espetó Guiamon.
Corrieron hasta Framenors, el convento franciscano que se alzaba en el extremo oriental de la muralla de la ciudad, junto al mar. Una vez allí, miraron la playa, que se extendía hasta el convento de Santa Clara, límite occidental de Barcelona.
– ¡Vaya! -exclamó Guiamon-. ¡La flota de la ciudad! -Nunca había visto la playa así -añadió Margarida. Arnau, con los ojos como platos, asentía con la cabeza. Desde Framenors hasta Santa Clara, la playa estaba abarrotada de barcos de todos los tamaños. Ninguna edificación entorpecía el disfrute de aquella magnífica vista. Hacía casi cien años que el rey Jaime el Conquistador había prohibido construir en la playa de Barcelona, les había comentado Grau a sus hijos en alguna ocasión en que, junto a su preceptor, lo habían acompañado al puerto para ver cargar o descargar algún barco en cuya propiedad participase. Había que dejar la playa libre para que los marinos pudieran varar sus barcos. Pero ninguno de los niños había dado la menor importancia a la explicación de Grau. ¿Acaso no era natural que los barcos estuvieran en la playa? Siempre habían estado allí. Grau intercambió una mirada con el preceptor.
– En los puertos de nuestros enemigos o de nuestros competidores comerciales -explicó el preceptor- los barcos no están varados en la playa.
Los cuatro hijos de Grau se volvieron de repente hacia su maestro. ¡Enemigos! Aquello sí que les interesaba.
– Cierto -intervino Grau, logrando que los niños le prestaran por fin atención. El preceptor sonrió-. Genova, nuestra enemiga, tiene un magnífico puerto natural protegido del mar, gracias al cual los barcos no necesitan varar en la playa.Venecia, nuestra aliada, cuenta con una gran laguna a la que se accede a través de estrechos canales; los temporales no la afectan y los barcos pueden estar tranquilos. El puerto de Pisa se comunica con el mar a través del río Arno, y hasta Marsella posee un puerto natural al abrigo de las inclemencias del mar.
– Los griegos foceos ya utilizaban el puerto de Marsella -añadió el preceptor.
– ¿Nuestros enemigos tienen mejores puertos? -preguntó Josep, el mayor-. Pero nosotros los vencemos, ¡somos los dueños del Mediterráneo! -exclamó repitiendo las palabras que tantas veces había oído de boca de su padre. Los demás asintieron-. ¿Cómo es posible?
Grau buscó la explicación del preceptor.
– Porque Barcelona ha tenido siempre los mejores marineros. Pero ahora no tenemos puerto y, sin embargo…
– ¿Cómo que no tenemos puerto? -saltó Genis-. ¿Y eso? -añadió señalando la playa.
– Eso no es un puerto. Un puerto tiene que ser un lugar abrigado, guarecido del mar,y eso que tú dices…-El preceptor gesticuló con la mano señalando al mar abierto que bañaba la playa-. Escuchad -les dijo-, Barcelona siempre ha sido una ciudad de marineros. Antes, hace muchos años, teníamos puerto, como todas esas ciudades que ha mencionado vuestro padre. En época de los romanos, los barcos se refugiaban al abrigo del tnons Taber, más o menos por allí -dijo señalando hacia el interior de la ciudad-,pero la tierra fue ganando terreno al mar, y aquel puerto desapareció. Después tuvimos el puerto Comtal, que también desapareció, y por último el puerto de Jaime I, al abrigo de otro pequeño refugio natural, el puig de les Falsies. ¿Sabéis dónde está ahora el puig de les Falsies?
Los cuatro se miraron entre ellos y después se volvieron hacia Grau, quien, con gesto picaro, como si no quisiera que el preceptor se enterase, señaló con el dedo hacia el suelo.
– ¿Aquí? -preguntaron los niños al unísono.
– Sí -contestó el preceptor-, estamos sobre él. También desapareció… y Barcelona se quedó sin puerto, pero para entonces ya éramos marineros, los mejores, y seguimos siendo los mejores…, sin puerto.
– Entonces -intervino Margarida-, ¿qué importancia tiene el puerto?
– Eso te lo podrá explicar mejor tu padre -contestó el preceptor mientras Grau asentía.
– Mucha, muchísima importancia, Margarida. ¿Ves aquella nave? -le preguntó señalándole una galera rodeada de pequeñas barcas-. Si tuviésemos puerto podría descargar en los muelles, sin necesidad de todos esos barqueros que recogen la mercancía. Además, si ahora se levantase un temporal, se hallaría en gran peligro, ya que no está navegando y está muy cerca de la playa, y tendría que abandonar Barcelona.
– ¿Por qué? -insistió la muchacha.
– Porque ahí no podría capear el temporal y podría naufragar. Tanto es así que hasta la propia ley, las Ordenaciones de la Mar de la Ribera de Barcelona, le exigen que en caso de temporal acuda a refugiarse en el puerto de Salou o en el de Tarragona.
– No tenemos puerto -se lamentó Guiamon como si le hubiesen quitado algo de suma importancia.
– No -confirmó Grau riendo y abrazándolo-, pero seguimos siendo los mejores marineros, Guiamon. ¡Somos los dueños del Mediterráneo! Y tenemos la playa. Ahí es donde varamos nuestros barcos cuando termina la época de navegación, ahí es donde los arreglamos y los construimos. ¿Ves las atarazanas? Allí, en la playa, frente a aquellas arcadas.
– ¿Podemos subir a los barcos? -preguntó Guiamon.
– No -le contestó con seriedad su padre-. Los barcos son sagrados, hijo.
Arnau nunca salía con Grau y sus hijos, y menos con Guia-mona. Se quedaba en la casa con Habiba, pero después sus primos le contaban todo lo que habían visto o escuchado. También le habían explicado lo de los barcos.
Y ahí estaban todos aquella noche de Navidad. ¡Todos! Estaban los pequeños: los laúdes, los esquifes y las góndolas; los medianos: leños, barcas, barcas castellanas, tafureas, calaveras, saetías, galeotas y barquants, y hasta algunas de las grandes embarcaciones: naos, navetes, cocas y galeras, que a pesar de su tamaño tenían que dejar de navegar, por prohibición real, entre los meses de octubre y abril.
– ¡Vaya! -volvió a exclamar Guiamon.
En las atarazanas, frente a Regomir, ardían algunas hogueras, alrededor de las cuales estaban apostados algunos vigilantes. Desde Regomir hasta Framenors los barcos se alzaban silenciosos, iluminados por la luna, arracimados en la playa.
– ¡Seguidme, marineros! -ordenó Margarida levantando su brazo derecho.
Y entre temporales y corsarios, abordajes y batallas, la capitana Margarida llevó a sus hombres de un barco a otro, saltando de borda en borda, venciendo a los genoveses y a los moros y reconquistando Cerdeña a gritos para el rey Alfonso.
– ¿Quién vive?
Los tres se quedaron paralizados sobre un laúd.
– ¿Quién vive?
Margarida asomó media cabeza por la borda. Tres antorchas se alzaban entre las naves.