– Vamonos -susurró Guiamon, tumbado en el laúd, tirando del vestido de su hermana.
– No podemos -contestó Margarida-; nos cierran el paso…
– ¿Y hacia las atarazanas? -preguntó Arnau.
Margarida miró hacia Regomir. Otras dos antorchas se habían puesto en movimiento.
– Tampoco -musitó.
¡Los barcos son sagrados! Las palabras de Grau resonaron en el interior de los niños. Guiamon empezó a sollozar. Margarida lo hizo callar. Una nube ocultó la luna.
– Al mar -dijo la capitana.
Saltaron por la borda y se metieron en el agua. Margarida y Arnau se quedaron encogidos, Guiamon cuan largo era; los tres estaban pendientes de las antorchas que se movían entre las naves. Cuando las antorchas se acercaron a las naves de la orilla, los tres retrocedieron. Margarida miró la luna, rezando en silencio para que siguiera oculta.
La inspección se alargó una eternidad pero nadie miró al mar y si alguien lo hizo…, era Navidad y a fin de cuentas sólo eran tres niños asustados… y suficientemente mojados. Hacía mucho frío.
De vuelta a casa, Guiamon ni siquiera podía andar. Le castañeteaban los dientes, le temblaban las rodillas y tenía convulsiones. Margarida y Arnau lo agarraron por las axilas y recorrieron el corto trayecto.
Cuando llegaron, los invitados ya habían abandonado la casa. Grau y los esclavos, tras descubrir la escapada de los pequeños, estaban a punto de salir en su busca.
– Fue Arnau -acusó Margarida mientras Guiamona y la esclava mora sumergían al pequeño en agua caliente-. Él nos convenció para ir a la playa.Yo no quería… -La niña acompañó sus mentiras con esas lágrimas que tan buenos resultados le proporcionaban con su padre.
Ni un baño caliente, ni las mantas, ni el caldo hirviendo lograron recuperar a Guiamon. La fiebre subió. Grau mandó llamar a su médico pero tampoco sus cuidados obtuvieron resultados; la fiebre subía, Guiamon empezó a toser y su respiración se convirtió en un silbido quejoso.
– No puedo hacer más -reconoció resignado Sebastià Font, el doctor, la tercera noche que fue a visitarlo.
Guiamona se llevó las manos al rostro, pálido y demacrado, y rompió a llorar.
– ¡No puede ser! -gritó Grau-. Tiene que existir algún remedio.
– Podría ser, pero… -El médico conocía bien a Grau, y sus aversiones… Sin embargo,la ocasión pedía medidas desesperadas-. Deberías hacer llamar a Jafudà Bonsenyor. Grau guardó silencio.
– Llámalo -lo apremió Guiamona entre sollozos. «¡Un judío!», pensó Grau. Quien pega a un judío pega al diablo, le habían enseñado en su juventud. Siendo aún niño, Grau, junto con otros aprendices, corría detrás de las mujeres judías para romperles los cántaros cuando acudían a buscar agua a las fuentes públicas. Y siguió haciéndolo hasta que el rey, a instancias de la judería de Barcelona, prohibió aquellas vejaciones. Odiaba a los judíos. Toda su vida había perseguido o escupido a quienes portaban la rodela. Eran unos herejes; habían matado a Jesucristo… ¿Cómo iba a entrar uno de ellos en su hogar?
– ¡Llámalo! -gritó Guiamona.
El chillido resonó por todo el barrio. Bernat y los demás lo oyeron y se encogieron en sus jergones. En tres días no había logrado ver ni a Arnau ni a Habiba, pero Jaume lo mantenía al tanto de lo que ocurría.
– Tu hijo está bien -le dijo en un momento en que nadie los observaba.
Jafudà Bonsenyor acudió tan pronto reclamaron su presencia. Vestía una sencilla chilaba negra con capucha y portaba la rodela. Grau lo observaba a distancia en el comedor, con su larga barba canosa, encogido y escuchando las explicaciones de Sebastià en presencia de Guiamona. «¡Cúralo, judío!», le dijo en silencio cuando sus miradas se cruzaron. Jafudà Bonsenyor inclinó la cabeza hacia él. Era un erudito que había dedicado su vida al estudio de la filosofía y los textos sagrados. Por encargo del rey Jaime II había escrito el Llibre de paraules de savis y filòsofs, [3] pero también era médico, el médico más importante de la comunidad judía. Sin embargo, cuando vio a Guiamon, Jafudà Bonsenyor se limitó a negar con la cabeza.
Grau oyó los gritos de su mujer. Corrió hacia la escalera. Guiamona bajó de los dormitorios acompañada de Sebastià. Tras ellos iba Jafudà.
– ¡Judío! -exclamó Grau escupiendo a su paso.
Guiamon expiró al cabo de dos días.
Tan pronto como entraron en la casa, todos de luto, recién enterrado el cadáver del niño, Grau le hizo una seña a Jaume para que se acercase a él y a Guiamona.
– Quiero que ahora mismo te lleves a Arnau y cuides de que no vuelva a poner los pies en esta casa. -Guiamona lo escuchó en silencio.
Grau le contó lo que había dicho Margarida: Arnau los había incitado. Su hijo o una simple niña no habrían podido planear aquella escapada. Guiamona oyó sus palabras y sus acusaciones, que la culpaban por haber cobijado a su hermano y a su sobrino. Y, aunque en el fondo de su corazón sabía que aquello no había sido más que una travesura de fatales consecuencias, la muerte de su hijo menor le había robado el ánimo para enfrentarse a su marido, y las palabras de Margarida inculpando a Arnau le hacían casi imposible tratar con el muchacho. Era el hijo de su hermano, no le deseaba daño alguno, pero prefería no tener que verlo.
– Ata a la mora de una de las vigas del taller -ordenó Grau a Jaume antes de que éste desapareciera en busca de Arnau- y reúne a todo el personal alrededor de ella, incluido el muchacho. Grau lo había estado pensando durante los servicios funerarios: la esclava tenía la culpa, debía haberlos vigilado. Luego, mientras Guiamona lloraba y el sacerdote seguía recitando sus oraciones, entrecerró los ojos y se preguntó cuál era el castigo que debía imponerle. La ley sólo le prohibía matarla o mutilarla, pero nadie podía reprocharle nada si moría como consecuencia de la pena infligida. Grau nunca se había enfrentado a un delito tan grave. Pensó en las torturas de las que había oído hablar: untarle el cuerpo con grasa animal hirviendo -¿tendría suficiente grasa Estranya en la cocina?-; encadenarla o encerrarla en una mazmorra -demasiado leve-, golpearla, aplicarle grilletes en los pies… o flagelarla.
«Vigila cuando lo uses -le dijo el capitán de uno de sus barcos tras ofrecerle el regalo-, con un solo golpe puedes despellejar a una persona.» Desde entonces lo había tenido guardado: un precioso látigo oriental de cuero trenzado, grueso pero liviano, fácil de manejar y que terminaba en una serie de colas, todas ellas con incrustaciones de metales cortantes.
En un momento en que el sacerdote calló, varios muchachos agitaron los incensarios alrededor del ataúd. Guiamona tosió, Grau respiró hondo.
La mora esperaba atada por las manos a una viga, tocando el suelo de puntillas.
– No quiero que mi chico lo vea -le dijo Bernat a Jaume.
– No es el momento, Bernat -le aconsejó Jaume-. No te busques problemas…
Bernat volvió a negar con la cabeza.
– Has trabajado muy duro, Bernat, no le busques problemas a tu niño.
Grau, de luto, se introdujo en el interior del círculo que formaban los esclavos, los aprendices y los oficiales alrededor de Habiba.
– Desvístela -le ordenó a Jaume.
La mora intentó levantar las piernas al notar que éste le arrancaba la camisa. Su cuerpo, desnudo, oscuro, brillante por el sudor, quedó expuesto a los obligados espectadores… y al látigo que Grau ya había extendido sobre el suelo. Bernat agarraba con fuerza los hombros de Arnau, que rompió a llorar.
Grau estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra el torso desnudo; el cuero restalló en la espalda y las colas metálicas, tras rodear el cuerpo, se clavaron en sus pechos. Una delgada línea de sangre apareció en la piel oscura de la mora mientras sus pechos quedaban en carne viva. El dolor penetraba en su cuerpo. Habiba levantó el rostro hacia el cielo y aulló. Arnau empezó a temblar desenfrenadamente y gritó, pidiéndole a Grau que parase.