Bernat corrió tras su hijo, que se volvió al oír sus pasos. Cuando se encontró a la altura de Arnau, empezó a rascar con el pie la tierra endurecida en la que permanecían expuestas las manchas de sangre de la mora. El rostro de Arnau se iluminó y Bernat rascó con más fuerza.
– ¿Qué haces? -gritó Jaume desde el otro extremo del patio.
Bernat se quedó helado. El látigo volvió a restallar en su recuerdo.
– Padre.
Con la punta de su esparteña, Arnau arrastró lentamente la tierra ennegrecida que Bernat acababa de rascar.
– ¿Qué haces, Bernat? -repitió.
Bernat no contestó. Transcurrieron unos segundos, Jaume se volvió y vio a todos los esclavos quietos… con la mirada clavada en él.
– Tráeme agua, hijo -lo instó Bernat aprovechando la duda de Jaume.
Arnau salió disparado y, por primera vez en varios meses, Bernat lo vio correr. Jaume asintió.
Padre e hijo, arrodillados, en silencio, rascaron la tierra hasta limpiar las huellas de la injusticia.
– Ve a jugar, hijo -le dijo Bernat aquella mañana cuando dieron por terminado el trabajo.
Arnau bajó la mirada. Le habría gustado preguntarle con quién debía hacerlo. Bernat le revolvió el cabello antes de empujarlo hacia la puerta. Cuando Arnau se encontró en la calle se limitó, como todos los días, a rodear la casa de Grau y encaramarse a un tupido árbol que se alzaba por encima de la tapia que daba al jardín. Allí, escondido, esperaba a que salieran sus primos, acompañados de Guiamona.
– ¿Por qué ya no me quieres? -murmuraba-.Yo no tuve la culpa.
Sus primos parecían contentos. La muerte de Guiamon se iba diluyendo en el tiempo y sólo el rostro de su madre reflejaba la pena del recuerdo. Josep y Genis fingían pelearse, mientras Margarida los observaba sentada junto a su madre, que apenas se despegaba de ella. Arnau, escondido en su árbol, sentía el aguijón de la nostalgia al recordar aquellos abrazos.
Una mañana tras otra, Arnau se encaramaba a aquel árbol.
– ¿A ti ya no te quieren? -oyó que le preguntaban un día.
El sobresalto le hizo perder momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer desde lo alto.
Arnau miró a su alrededor buscando quién le hablaba, pero no logró ver a nadie.
– Aquí -oyó.
Miró hacia el interior del árbol, de donde había partido la voz, pero tampoco consiguió vislumbrar nada. Al final vio moverse unas ramas, entre las que pudo distinguir la figura de un niño que lo saludaba con la mano, muy serio y sentado a horcajadas en uno de los nudos del árbol.
– ¿Qué haces tú aquí… sentado en mi árbol? -le preguntó secamente Arnau.
El niño, sucio y mugriento, no se inmutó. -Lo mismo que tú -le contestó-. Mirar. -Tú no puedes mirar -afirmó Arnau. -¿Por qué? Llevo mucho tiempo haciéndolo. Antes también te veía a ti. -El niño sucio guardó silencio durante unos instantes-. ¿Ya no te quieren? ¿Por qué lloras tanto?
Arnau notó que le empezaba a resbalar una lágrima por la mejilla y sintió rabia: lo había estado espiando.
– Baja de ahí -le ordenó una vez en el suelo. El niño se descolgó ágilmente y se plantó frente a él. Arnau le sacaba una cabeza pero el niño no parecía asustado.
– ¡Me has estado espiando! -lo acusó Arnau.
– Tú también espiabas -se defendió el pequeño.
– Sí, pero son mis primos y yo puedo hacerlo. -Entonces, ¿por qué no juegas con ellos como hacías antes? Arnau no pudo resistir más y dejó escapar un sollozo. Su voz tembló cuando intentó responder a la pregunta.
– No te preocupes -le dijo el pequeño tratando de tranquilizarlo-, yo también lloro muchas veces.
– ¿Y tú por qué lloras? -preguntó Arnau balbuceando.
– No sé… A veces lloro cuando pienso en mi madre.
– ¿Tienes madre?
– Sí, pero…
– ¿Y qué haces aquí si tienes madre? ¿Por qué no estás jugando con ella?
– No puedo estar con ella.
– ¿Por qué? ¿No está en tu casa?
– No… -contestó el niño titubeando-. Sí que está en casa.
– Entonces, ¿por qué no estás con ella?
El muchachito sucio y mugriento no respondió.
– ¿Está enferma? -insistió Arnau.
Negó con la cabeza.
– Está bien -afirmó.
– ¿Entonces? -volvió a insistir Arnau.
El niño lo miró con expresión desconsolada. Se mordió varias veces el labio inferior y al final se decidió:
– Ven -le dijo tirando de la manga de la camisa de Arnau-. Sigúeme.
El pequeño desconocido salió corriendo a una velocidad sorprendente para su corta estatura. Arnau lo siguió tratando de no perderlo de vista, cosa que le fue fácil mientras recorrieron el abierto y amplio barrio de los ceramistas pero que se fue complicando a medida que se adentraban en el interior de Barcelona; las angostas callejuelas de la ciudad, llenas de gente y de puestos de artesanos, se convertían en verdaderos embudos por los que resultaba casi imposible transitar.
Arnau no sabía dónde estaba, pero le traía sin cuidado; su único objetivo era no perder de vista la ágil y rápida figura de su compañero, que corría entre la gente y las mesas de los artesanos causando la indignación de unos y otros. Arnau, más torpe cuando debía esquivar a los transeúntes, pagaba las consecuencias de la estela de enojo que iba dejando el muchacho y recibía gritos e improperios. Uno alcanzó a propinarle un coscorrón y otro trató de detenerlo agarrándolo de la camisa, pero Arnau se zafó de ambos aunque, con tantos tropiezos, perdió el rastro de su guía y de repente se encontró solo, en la entrada de una gran plaza repleta de gente.
Conocía aquella plaza. Estuvo allí una vez con su padre. «Ésta es la plaza del Blat -dijo-, el centro de Barcelona. ¿Ves aquella piedra en el centro de la plaza?» Arnau miró hacia donde señalaba su padre. «Pues esa piedra significa que a partir de ahí la ciudad se divide en cuartos: el de la Mar, el de Framenors, el del Pi y el de la Salada o de Sant Pere.» Llegó a la plaza por la calle de los sederos y, parado bajo el portal del castillo del Veguer, Arnau intentó distinguir la silueta del niño sucio, pero la multitud que se aglomeraba en ella se lo impidió. Junto a él, a un lado del portal, estaba el matadero principal de la ciudad y, al otro, unas mesas en las que se vendía pan cocido. Arnau se esforzó por encontrar al pequeño entre los bancos de piedra de ambos lados de la plaza, ante los que se movían los ciudadanos. «Este es el mercado del trigo -le había explicado Bernat-.A un lado, en aquellos bancos, venden el trigo los revendedores y los tenderos de la ciudad, y en el otro lado, en esos otros bancos, lo hacen los campesinos que acuden a la ciudad a vender su cosecha.» Arnau no daba con el niño sucio que lo había llevado hasta allí ni a un lado ni al otro, ni entre la gente que regateaba los precios o compraba trigo.
Mientras trataba de encontrarlo, de pie bajo el portal mayor, Arnau fue empujado por la gente que trataba de acceder a la plaza. Intentó esquivarla acercándose a las mesas de los panaderos, pero en cuanto su espalda tocó una mesa, Arnau recibió un doloroso pescozón.
– ¡Fuera de aquí, mocoso! -le gritó el panadero. Arnau volvió a verse envuelto por la gente, el bullicio y el griterío del mercado, sin saber adonde dirigirse y empujado de un lado al otro por personas que le superaban en altura y que, cargados de sacos de cereal, no reparaban en él.