Arnau empezaba a marearse cuando, de la nada, apareció frente a él aquella cara picara y sucia que había estado persiguiendo por media Barcelona.
– ¿Qué haces ahí parado? -le preguntó el niño levantando la voz para hacerse oír.
Arnau no le contestó. Esta vez optó por agarrar con firmeza la camisa del niño y se dejó arrastrar a lo largo de toda la plaza hasta la calle Bòria. Tras recorrerla, llegaron al barrio de los caldereros, en cuyas pequeñas callejuelas resonaban los golpes de los martillos sobre el cobre y el hierro. Por aquella zona no corrieron; Arnau, exhausto y aún aferrado a la manga del niño, obligó a su descuidado e impaciente guía a aminorar el paso.
– Ésta es mi casa -le dijo finalmente el niño señalándole una pequeña construcción de un solo piso. Ante la puerta había una mesa llena de calderos de cobre de todos los tamaños, donde trabajaba un hombre corpulento que ni siquiera los miró-. Aquél era mi padre -añadió una vez que hubieron pasado de largo la fachada del edificio.
– ¿Por qué no…? -empezó a preguntar Arnau volviendo la mirada hacia la casa.
– Espera -lo interrumpió el niño sucio.
Siguieron callejón arriba y rodearon los pequeños edificios hasta dar con la zona posterior, en la que se abrían los huertos anejos a las casas. Cuando llegaron al que correspondía a la casa del niño, Arnau observó cómo éste se encaramaba a la tapia que cerraba el huerto y le animaba a imitarle.
– ¿Por qué…?
– ¡Sube! -le ordenó el niño, sentado a horcajadas sobre la tapia.
Los dos saltaron al interior del pequeño huerto, pero entonces el niño se quedó parado, con la mirada fija en una construcción aneja a la casa, una pequeña habitación que en la pared que daba al huerto, a bastante altura, tenía una pequeña abertura en forma de ventana. Arnau dejó transcurrir unos segundos, pero el niño no se movió.
– ¿Y ahora? -preguntó al fin.
El niño se volvió hacia Arnau.
– ¿Qué…?
Pero el golfillo no le hizo caso. Arnau se quedó quieto mientras su acompañante cogía una caja de madera y la colocaba bajo la ventana; después se encaramó a ella con la vista fija en el ventanuco.
– Madre -susurró el pequeño.
El pálido brazo de una mujer asomó con esfuerzo, rozando los bordes de la abertura; el codo quedó a la altura del alféizar y la mano, sin necesidad de tantear, empezó a acariciar el cabello del niño.
– Joanet -oyó Arnau que decía una voz dulce-, hoy has venido antes; el sol todavía no ha alcanzado el mediodía.
Joanet se limitó a asentir con la cabeza.
– ¿Sucede algo? -insistió la voz.
Joanet se tomó unos segundos antes de contestar. Sorbió por la nariz y dijo:
– He venido con un amigo.
– Me alegro de que tengas amigos. ¿Cómo se llama?
– Arnau.
«¿Cómo sabe mi…? ¡Claro! Me espiaba», pensó Arnau.
– ¿Está ahí?
– Sí, madre.
– Hola, Arnau.
Arnau miró hacia la ventana. Joanet se giró hacia él.
– Hola…, señora -musitó, inseguro de qué debía decir a una voz que salía de una ventana.
– ¿Qué edad tienes? -lo interrogó la mujer.
– Ocho años…, señora.
– Eres dos años mayor que mi Joanet, pero espero que os llevéis bien y conservéis siempre vuestra amistad. No hay nada mejor en este mundo que un buen amigo; tenedlo siempre en cuenta.
La voz no volvió a decir nada más. La mano de la madre de Joanet siguió acariciándole el cabello mientras Arnau observaba cómo el pequeño, sentado sobre el cajón de madera apoyado en la pared, con las piernas colgando, se quedaba inmóvil bajo aquellas caricias.
– Id a jugar -dijo de repente la mujer mientras la mano se retiraba-. Adiós, Arnau. Cuida bien de mi niño, ya que tú eres mayor que él. -Arnau esbozó un adiós que no llegó a salir de su garganta-. Hasta luego, hijo -añadió la voz-. ¿Vendrás a verme?
– Claro que sí, madre.
– Marchaos ya.
Los dos chicos volvieron al bullicio de las calles de Barcelona y deambularon sin rumbo. Arnau esperó a que Joanet se explicase, pero como no lo hacía, por fin se atrevió a preguntar:
– ¿Por qué no sale tu madre al huerto?
– Está encerrada -le contestó Joanet.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Sólo sé que lo está.
– ¿Y por qué no entras tú por la ventana?
– Ponç me lo tiene prohibido.
– ¿Quién es Ponç?
– Ponçes mi padre.
– ¿Y por qué te lo tiene prohibido?
– No sé por qué.
– ¿Por qué le llamas Ponç y no padre?
– También me lo tiene prohibido.
Arnau se paró en seco y tiró de Joanet hasta que lo tuvo cara a cara.
– Y tampoco sé por qué -se le adelantó el muchacho.
Siguieron paseando; Arnau intentaba entender aquel galimatías y Joanet esperaba la siguiente pregunta de su nuevo compañero.
– ¿Cómo es tu madre? -se decidió Arnau al fin.
– Siempre ha estado ahí encerrada -contestó Joanet, haciendo esfuerzos por esbozar una sonrisa-. Una vez que Ponç estaba fuera de la ciudad intenté colarme por la ventana pero ella no me lo permitió. Dijo que no quería que la viera.
– ¿Por qué sonríes?
Joanet siguió caminando algunos metros antes de contestar:
– Ella siempre me dice que debo sonreír.
Durante el resto de la mañana, Arnau recorrió cabizbajo las calles de Barcelona tras aquel niño sucio que nunca había visto el rostro de su madre.
– Su madre le acaricia la cabeza a través de una ventanita que hay en la habitación -le susurró Arnau a su padre esa misma noche, tumbados ambos en el jergón-. No la ha visto nunca. Su padre no le deja, y ella tampoco.
Bernat acariciaba la cabeza de su hijo como Arnau le había contado que hacía la madre de su nuevo amigo. Los ronquidos de los esclavos y aprendices que compartían el espacio con ellos rompieron el silencio que se hizo entre ambos. Bernat se preguntó qué delito habría cometido aquella mujer para merecer tal castigo.
Ponç, el calderero, no habría dudado en contestarle: «¡Adulterio!». Lo había contado decenas de veces a todo aquel que había querido escucharle.
– La sorprendí fornicando con su amante, un jovenzuelo como ella; aprovechaban mis horas de trabajo en la forja. Acudí al veguer, por supuesto, para reclamar la justa reparación que dictan nuestras leyes. -El fuerte calderero, a renglón seguido, se deleitaba hablando de la ley que había permitido que se hiciera justicia-. Nuestros príncipes son hombres sabios, conocedores de la maldad de la mujer. Sólo las mujeres nobles pueden librarse de la acusación de adulterio mediante juramento; las demás, como mi Joana, deben hacerlo mediante una lucha y sometidas al juicio de Dios.
Quienes habían presenciado la lucha recordaban cómo Ponç había hecho pedazos al joven amante de Joana; poco había podido mediar Dios entre el calderero, curtido por el trabajo en la forja, y el delicado jovenzuelo entregado al amor.
La sentencia real se dictó conforme a los Usatges: «Si ganare la mujer la retendrá su marido con honor y enmendará todos los gastos que hubieren hecho ella y sus amigos en este pleito y en esta batalla y el daño del lidiador. Pero si fuere ésta vencida pasará a manos de su marido con todas las cosas que tuviere». Ponç no sabía leer pero cantaba de memoria el contenido de la sentencia a la vez que enseñaba el documento a quien quisiera verlo:
Disponemos que dicho Ponç, si quiere que se le entregue la Joana, debe dar buena caución idónea y seguridad de tenerla en su propia casa en lugar de doce palmos de longitud, seis de latitud y dos canas de altura. Que le deba dar un saco de paja bastante para dormir y una manta con la cual pueda cubrirse, debiendo hacer en dicho lugar un agujero para que pueda satisfacer sus necesidades corporales y dejar una ventana por la cual se den las vituallas a la misma Joana: que le deba dar dicho Ponç en cada día dieciocho onzas de pan completamente cocido, y tanta agua como quisiere y que no le dará ni hará dar cosa alguna para precipitarla a la muerte ni hará cosa alguna para que muera dicha Joana. Sobre todas las cuales cosas dé Ponç buena e idónea caución y seguridad antes de que se le entregue la referida Joana.