Bernat había querido agasajar a sus invitados y había preparado cuarenta y siete hogazas de pan rubio de harina de trigo; había evitado la cebada, el centeno o la espelta, usuales en la alimentación de los payeses. ¡Harina de trigo candeal, blanca como la camisa de su esposa! Cargado con las hogazas acudió al castillo de Navarcles para cocerlas en el horno del señor pensando que, como siempre, dos hogazas serían suficiente pago para que le permitieran hacerlo. Los ojos del hornero se abrieron como platos ante el pan de trigo, y luego se cerraron formando unas inescrutables rendijas. En aquella ocasión el pago ascendió a siete hogazas y Bernat abandonó el castillo jurando contra la ley que les impedía tener horno de cocer pan en sus hogares…,y forja,y guarnicionería…
– Seguro -le contestó a su suegro, apartando de su mente aquel mal recuerdo.
Ambos observaron la explanada de la masía. Quizá le hubieran robado parte del pan, pensó Bernat, pero no el vino que ahora bebían sus invitados -el mejor, el que había trasegado su padre y habían dejado envejecer durante años-, ni la carne de cerdo salada, ni la olla de verduras con un par de gallinas, ni, por supuesto, los cuatro corderos que, abiertos en canal y atados en palos, se asaban lentamente sobre las brasas, chisporroteando y despidiendo un aroma irresistible.
De repente las mujeres se pusieron en movimiento. La olla ya estaba lista y las escudillas que los invitados habían traído empezaron a llenarse. Pere y Bernat tomaron asiento a la única mesa que había en la explanada y las mujeres acudieron a servirles; nadie se sentó en las cuatro sillas restantes.
La gente, de pie, sentada en maderos o en el suelo, empezó a dar cuenta del ágape con la mirada puesta en unos corderos constantemente vigilados por algunas mujeres, mientras bebían vino, charlaban, gritaban y reían.
– Una gran fiesta, sí señor -sentenció Pere Esteve entre cucharada y cucharada.
Alguien brindó por los novios. Al momento todos se sumaron.
– ¡Francesca! -gritó su padre con el vaso alzado hacia la novia, que se hallaba entre las mujeres, junto a los corderos.
Bernat miró a la muchacha, que de nuevo escondió el rostro.
– Está nerviosa -la excusó Pere guiñándole un ojo-. ¡Francesca, hija! -volvió a gritar-. ¡Brinda con nosotros! Aprovecha ahora, porque dentro de poco nos iremos… casi todos.
Las carcajadas azoraron todavía más a Francesca. La muchacha levantó a media altura un vaso que le habían puesto en la mano y, sin beber de él y dando la espalda a las risas, volvió a dirigir su atención a los corderos.
Pere Esteve chocó su vaso contra el de Bernat haciendo saltar el vino. Los invitados los imitaron.
– Ya te encargarás tú de que se le pase la timidez -le dijo con voz potente, para que le oyeran todos los presentes.
Las carcajadas estallaron de nuevo, en esta ocasión acompañadas de picaros comentarios a los que Bernat prefirió no prestar atención.
Entre risas y bromas todos dieron buena cuenta del vino, del cerdo y de la olla de verduras y gallina. Cuando las mujeres empezaban a retirar los corderos de las brasas, un grupo de invitados calló y desvió la mirada hacia el linde del bosque de las tierras de Bernat, situado más allá de unos extensos campos de cultivo, al final de un suave declive del terreno que los Estanyol habían aprovechado para plantar parte de las cepas que les proporcionaban tan excelente vino.
En unos segundos se hizo el silencio entre los presentes.
Tres jinetes habían aparecido entre los árboles. Seguían sus pasos varios hombres a pie, uniformados.
– ¿Qué hará aquí? -preguntó en un susurro Pere Esteve.
Bernat siguió con la mirada a los hombres que se acercaban rodeando los campos. Los invitados murmuraban entre sí.
– No lo entiendo -dijo al fin Bernat, también en un susurro-, nunca había pasado por aquí. No es el camino del castillo.
– No me gusta nada esta visita -añadió Pere Esteve.
La comitiva se movía lentamente. A medida que las figuras se acercaban, las risas y los comentarios de los jinetes sustituían el alboroto que hasta entonces había reinado en la explanada; todos pudieron escucharlos. Bernat observó a sus invitados; algunos de ellos ya no miraban y permanecían con la cabeza gacha. Buscó a Francesca, que se encontraba entre las mujeres. El vozarrón del señor de Navarcles llegó hasta ellos. Bernat sintió que lo invadía la ira.
– ¡Bernat! ¡Bernat! -exclamó Pere Esteve zarandeándole el brazo-. ¿Qué haces aquí? Corre a recibirlo.
Bernat se levantó de un salto y corrió a recibir a su señor.
– Sed bienvenido a vuestra casa -lo saludó, jadeante, cuando estuvo ante él.
Llorenç de Bellera, señor de Navarcles, tiró de las riendas de su caballo y se detuvo frente a Bernat.
– ¿Tú eres Estanyol, el hijo del loco? -inquirió secamente.
– Sí, señor.
– Hemos estado cazando, y de vuelta al castillo nos ha sorprendido esta fiesta. ¿A qué se debe?
Entre los caballos, Bernat acertó a vislumbrar a los soldados, cargados con distintas piezas: conejos, liebres y gallos salvajes. «Es vuestra visita la que necesita explicación -le hubiera gustado contestarle-. ¿O es que tal vez el hornero os informó del pan de trigo candeal?»
Hasta los caballos, quietos y con sus grandes ojos redondos dirigidos hacia él, parecían esperar su respuesta.
– A mi matrimonio, señor.
– ¿Con quién te has desposado?
– Con la hija de Pere Esteve, señor.
Llorenç de Bellera permaneció en silencio, mirando a Bernat por encima de la cabeza de su caballo. Los animales piafaron ruidosamente.
– ¿Y? -ladró Llorenç de Bellera.
– Mi esposa y yo mismo -dijo Bernat tratando de disimular su disgusto- nos sentiríamos muy honrados si su señoría y sus acompañantes tuvieran a bien unirse a nosotros.
– Tenemos sed, Estanyol -afirmó el señor de Bellera por toda respuesta.
Los caballos se pusieron en movimiento sin necesidad de que los caballeros los espoleasen. Bernat, cabizbajo, se dirigió hacia la masía al lado de su señor. Al final del camino se habían congregado todos los invitados para recibirlo; las mujeres con la vista en el suelo, los hombres descubiertos. Un rumor ininteligible se levantó cuando Llorenç de Bellera se detuvo ante ellos.
– Vamos, vamos -les ordenó mientras desmontaba-; que siga la fiesta.
La gente obedeció y dio media vuelta en silencio.Varios soldados se acercaron a los caballos y se hicieron cargo de los animales. Bernat acompañó a sus nuevos invitados hasta la mesa a la que habían estado sentados Pere y él. Tanto sus escudillas como sus vasos habían desaparecido.
El señor de Bellera y sus dos acompañantes tomaron asiento. Bernat se retiró unos pasos mientras éstos empezaban a charlar. Las mujeres acudieron prestas con jarras de vino, vasos, hogazas de pan, escudillas con gallina, platos de cerdo salado y el cordero recién hecho. Bernat buscó con la mirada a Francesca, pero no la encontró. No estaba entre las mujeres. Su mirada se cruzó con la de su suegro, que ya estaba junto a los demás invitados, y éste señaló con el mentón en dirección a las mujeres. Con un gesto casi imperceptible Pere Esteve sacudió la cabeza y se dio media vuelta.
– ¡Continuad con vuestra fiesta! -gritó Llorenç de Bellera con una pierna de cordero en la mano-. ¡Vamos, venga, adelante!
En silencio, los invitados empezaron a dirigirse hacia las brasas donde se habían asado los corderos. Sólo un grupo permaneció quieto, a salvo de las miradas del señor y sus amigos: Pere Esteve, sus hijos y algunos invitados más. Bernat vislumbró el blanco de la camisa de lino entre ellos y se acercó. -Vete de aquí, estúpido -ladró su suegro. Antes de que pudiera decir nada, la madre de Francesca le puso un plato de cordero en las manos y le susurró: -Atiende al señor y no te acerques a mi hija. Los payeses empezaron a dar cuenta del cordero, en silencio, mirando de reojo hacia la mesa. En la explanada sólo se oían las carcajadas y los gritos del señor de Navarcles y sus dos amigos. Los soldados descansaban apartados de la fiesta.