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Ponç presentó la caución que le solicitó el veguer y éste le entregó a Joana. Construyó en su huerto una habitación de dos metros y medio por metro veinte, hizo un agujero para que la mujer pudiera hacer sus necesidades, abrió aquella ventana por la que Joanet, alumbrado a los nueve meses del juicio y nunca reconocido por Ponç, se dejaba acariciar la cabeza y emparedó de por vida a su joven esposa.

– Padre -le susurró Arnau a Bernat-, ¿cómo era mi madre?, ¿por qué nunca me habláis de ella?

«¿Qué quieres que te diga? ¿Que perdió su virginidad bajo el empuje de un noble borracho? ¿Que se convirtió en la mujer pública del castillo del señor de Bellera?», pensó Bernat.

– Tu madre… -le contestó- no tuvo suerte. Fue una persona desgraciada.

Bernat escuchó cómo Arnau sorbía por la nariz antes de volver a hablar:

– ¿Me quería? -insistió el niño con la voz tomada.

– No tuvo oportunidad. Falleció al dar a luz.

– Habiba me quería.

– Yo también te quiero.

– Pero vos no sois mi madre. Hasta Joanet tiene una madre que le acaricia la cabeza.

– No todos los niños tienen…-empezó a corregirlo.

¡La madre de todos los cristianos…! Las palabras de los clérigos resonaron en su memoria.

– ¿Qué decíais, padre?

– Sí que tienes madre. Por supuesto que la tienes. -Bernat notó la quietud de su hijo-.A todos los niños que se quedan sin madre, como tú, Dios les da otra: la Virgen María.

– ¿Dónde está esa María?

– La Virgen María -lo corrigió-, y está en el cielo.

Arnau permaneció unos instantes en silencio antes de intervenir de nuevo:

– Y ¿para qué sirve una madre que está en el cielo? No me acariciará, ni jugará conmigo, ni me besará, ni…

– Sí que lo hará. -Bernat recordó con claridad las explicaciones que le había dado su padre cuando él hacía esas mismas preguntas-: Envía a los pájaros para que te acaricien. Cuando veas un pájaro, mándale un mensaje a tu madre y verás que vuela hacia el cielo para entregárselo a la Virgen María; después se lo contaran unos a otros y alguno de ellos vendrá a piar y a revolotear alegremente a tu alrededor.

– Pero yo no entiendo a los pájaros.

– Aprenderás a hacerlo.

– Pero nunca podré verla…

– Sí…, sí que puedes verla. La puedes ver en algunas iglesias, y hasta puedes hablarle.

– ¿En las iglesias?

– Sí, hijo, sí. Está en el cielo y en algunas iglesias, y le puedes hablar a través de los pájaros o en esas iglesias. Ella te contestará a través de los pájaros o por las noches, cuando duermas, y te querrá y te mimará más que cualquier madre de las que ves.

– ¿Más que Habiba?

– Mucho más.

– ¿Y esta noche? -preguntó el niño-. Hoy no he hablado con ella.

– No te preocupes, yo lo he hecho por ti. Duérmete y lo verás.

8

Dos nuevos amigos se encontraban todos los días, y juntos corrían hasta la playa para ver los barcos, o vagaban y jugaban por las calles de Barcelona. Cada vez que lo hacían tras la tapia, cada vez que las voces de Josep, Genis o Margarida resonaban más allá del jardín de los Puig, Joanet veía cómo su amigo levantaba la vista al cielo como si buscara algo que flotara sobre las nubes.

– ¿Qué miras? -le preguntó un día.

– Nada -contestó Arnau.

Las risas aumentaron y Arnau volvió a mirar al cielo.

– ¿Subimos al árbol? -preguntó Joanet, creyendo que eran sus ramas lo que atraía la atención de su amigo.

– No -contestó Arnau, mientras localizaba con la vista un pájaro al que darle un mensaje para su madre.

– ¿Por qué no quieres subir al árbol? Así podremos ver…

¿Qué podía decirle a la Virgen María? ¿Qué se le decía a una madre? Joanet no le decía nada a la suya; sólo la escuchaba y asentía… o negaba, pero claro, él podía oír su voz y sentir sus caricias, pensó Arnau.

– ¿Subimos?

– No -gritó Arnau, logrando que la sonrisa de Joanet se borrara de sus labios-. Tú ya tienes una madre que te quiere, no necesitas espiar a las de los demás.

– Pero tú no tienes -le contestó Joanet-; si subimos…

¡Que la quería! Eso es lo que le decían a Guiamona sus hijos. «Dile eso, pajarillo. -Arnau lo vio volar hacia el cielo-. Dile que la quiero.»

– ¿Qué? ¿Subimos? -insistió Joanet ya con una mano en las ramas bajas.

– No. Yo tampoco lo necesito…-Joanet se soltó del árbol e interrogó a su amigo con la mirada-.Yo también tengo una madre.

– ¿Nueva? Arnau dudó.

– No lo sé. Se llama Virgen María.

– ¿Virgen María? ¿Y quién es ésa?

– Está en algunas iglesias. Yo sé que ellos -continuó, señalando hacia la tapia- iban a las iglesias, pero a mí no me llevaban. -Yo sé dónde están. -Arnau abrió los ojos de par en par-. Si quieres, te llevo. ¡A la más grande de Barcelona!

Como siempre, Joanet salió corriendo sin esperar la respuesta de su amigo, pero Arnau ya le tenía tomada la medida y lo alcanzó en un momento.

Corrieron hasta la calle de la Boquería y rodearon la judería por la calle del Bisbe hasta dar con la catedral.

– ¿Tú crees que ahí dentro estará la Virgen María? -le preguntó Arnau a su amigo señalando el enjambre de andamios que se levantaba sobre las paredes inacabadas. Siguió con la vista una gran piedra que se izaba gracias al esfuerzo de varios hombres que jalaban de una polea.

– Claro que sí -le contestó convencido Joanet-. Esto es una iglesia.

– ¡Esto no es una iglesia! -oyeron ambos que les decían a sus espaldas. Se volvieron y se toparon con un hombre rudo que llevaba un martillo y una escarpa en la mano-. Esto es la catedral -espetó, orgulloso de su trabajo como ayudante del maestro escultor-; nunca la confundáis con una iglesia.

Arnau miró con rabia a Joanet.

– ¿Dónde hay una iglesia? -le preguntó Joanet al hombre cuando éste ya se marchaba.

– Ahí mismo -les contestó para su sorpresa, señalando con la escarpa la misma calle por la que habían venido-, en la plaza de Sant Jaume.

A todo correr desanduvieron la calle del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume, donde vieron una pequeña construcción diferente de las demás, con infinidad de imágenes en relieve esculpidas en el tímpano de la puerta, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Ninguno de los dos lo pensó dos veces. Entraron a toda prisa. El interior era oscuro y fresco, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la penumbra, unas fuertes manos los agarraron por los hombros y tal como habían entrado fueron arrojados escaleras abajo.

– Estoy harto de deciros que no quiero correrías en la iglesia de Sant Jaume.

Arnau y Joanet se miraron haciendo caso omiso del sacerdote. ¡La iglesia de Sant Jaume! Tampoco aquélla era la iglesia de la Virgen María, se dijeron el uno al otro en silencio.

Cuando el cura desapareció, se levantaron; estaban rodeados por un grupo de seis muchachos, descalzos, harapientos y sucios como Joanet.

– Tiene muy mala uva -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cara hacia las puertas de la iglesia.

– Si queréis podemos deciros por dónde entrar sin que se dé cuenta -les dijo otro-, pero luego tendréis que arreglároslas solos. Si os pilla…

– No, nos da igual -contestó Arnau-. ¿Sabéis dónde hay otra iglesia?