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– Pues que te enseñe tu hermano mayor -le dijo el sacerdote-. Podéis rezar a la Virgen. Ven conmigo, Àngel, quisiera darte un recado para tu maestro. Hay allí unas piedras…

La voz del cura se fue perdiendo a medida que se alejaban; los dos niños quedaron frente al altar.

– ¿Habrá que rezar de rodillas? -le susurró Joanet a Arnau. Arnau volvió la vista hacia las sombras que le señalaba Joanet, y cuando éste ya se dirigía hacia los reclinatorios de seda roja que había frente al altar mayor, lo agarró del brazo.

– La gente se arrodilla en el suelo -le dijo también en un susurro señalando a los parroquianos-, pero además están rezando.

– ¿Y qué vas a hacer tú?

– Yo no rezo. Estoy hablando con mi madre. Tú no te arrodillas cuando hablas con tu madre, ¿verdad? Joanet lo miró. No, no lo hacía…

– Pero el cura no ha dicho que pudiéramos hablar con ella; sólo que podíamos rezar.

– Ni se te ocurra decirle nada al cura. Si lo haces, le diré que le has mentido y que no eres mi hermano.

Joanet se quedó junto a Arnau y se entretuvo mirando los numerosos barcos que adornaban la iglesia. Le hubiera gustado tener uno de aquellos barcos. Se preguntó si podrían flotar. Seguro que sí; si no, ¿para qué los habían tallado? Podría poner uno de aquellos barcos en la orilla del mar y…

Arnau tenía la vista fija en la figura de piedra. ¿Qué podía decirle? ¿Le habrían llevado el mensaje los pájaros? Les había dicho que la quería, se lo había dicho muchas veces.

«Mi padre me ha dicho que aunque era mora está contigo, pero que no puedo decírselo a nadie, porque la gente dice que los moros no van al cielo -siguió murmurando-. Era muy buena. Ella no tuvo la culpa de nada. Fue Margarida.»

Arnau miraba fijamente a la Virgen. Decenas de velas encendidas la rodeaban. El aire vibraba alrededor de la figura de piedra.

«¿Está contigo Habiba? Si la ves, dile que también la quiero. No te enfadas porque la quiera, ¿verdad?, aunque sea mora.»

Arnau, a través de la oscuridad, el aire y el titilar de las decenas de velas, observó cómo los labios de la pequeña figura de piedra se curvaban en una sonrisa.

– ¡Joanet! -le dijo a su amigo.

– ¿Qué?

Arnau señaló a la Virgen, pero ahora sus labios… ¿Tal vez la Virgen no quería que nadie más la viera sonreír? Tal vez fuera un secreto.

– ¿Qué? -insistió Joanet.

– Nada, nada.

– ¿Ya habéis rezado?

La presencia de Àngel y el clérigo los sorprendió.

– Sí -contestó Arnau.

– Yo no…-empezó a excusarse Joanet.

– Lo sé, lo sé -lo interrumpió cariñosamente el sacerdote acariciándole el cabello-.Y tú, ¿qué has rezado?

– El Ave María -contestó Arnau.

– Preciosa oración.Vamos, pues -añadió el cura mientras los acompañaba hasta la puerta.

– Padre -le dijo Arnau una vez en el exterior-, ¿podremos volver?

El sacerdote les sonrió.

– Por supuesto, pero espero que cuando lo hagáis, hayas enseñado a rezar a tu hermano. -Joanet aceptó con seriedad las dos palmadas que el sacerdote le propinó en las mejillas-.Volved cuando queráis -añadió éste-; siempre seréis bienvenidos.

Àngel empezó a andar en dirección al lugar en el que se amontonaban las piedras. Arnau y Joanet lo siguieron.

– Y ahora, ¿adonde vais? -les preguntó volviéndose hacia ellos. Los niños se miraron y se encogieron de hombros-. No podéis estar en las obras. Si el maestro…

– ¿El hombre de la piedra? -lo interrumpió Arnau.

– No -contestó Àngel riendo-. Ése es Ramon, un bastaix. -Joanet se sumó a la inquisitiva expresión de su amigo-. Los bastaixos son los arrieros de la mar; transportan las mercaderías desde la playa hasta los almacenes de los mercaderes, o al revés. Cargan y descargan las mercancías después de que los barqueros las hayan llevado hasta la playa.

– Entonces, ¿no trabajan en Santa María? -preguntó Arnau. -Sí. Los que más. -Àngel rió ante la expresión de los niños-. Son gente humilde, sin recursos, pero devotos de la Virgen de la Mar, más devotos que nadie. Como no pueden dar dinero para la construcción, la cofradía de los bastaixos se ha comprometido a transportar gratuitamente la piedra desde la cantera real, en Montjuïc, hasta pie de obra. Lo hacen sobre sus espaldas -Ángel hizo aquel comentario con la mirada perdida-, y recorren millas cargados con piedras que después tenemos que mover entre dos personas.

Arnau recordó la enorme roca que el bastaix había dejado en el suelo.

– ¡Claro que trabajan para su Virgen! -insistió Àngel-, más que nadie. Id a jugar -añadió antes de reemprender su camino.

10

– ¿Por qué siguen elevando los andamios?

Arnau señaló hacia la parte trasera de la iglesia de Santa María. Àngel levantó la mirada y con la boca llena de pan y queso masculló una explicación ininteligible. Joanet empezó a reírse, Arnau se le sumó y, al final, el propio Àngel no pudo evitar una carcajada, hasta que se atragantó y la risa se convirtió en un ataque de tos.

Todos los días Arnau y Joanet iban a Santa María, entraban en la iglesia y se arrodillaban. Azuzado por su madre, Joanet había decidido aprender a rezar y repetía una y otra vez las oraciones que Arnau le enseñaba. Después, cuando los dos amigos se separaban, el pequeño corría hasta la ventana y le explicaba cuánto había rezado aquel día. Arnau hablaba con su madre, salvo cuando el padre Albert, que así se llamaba el sacerdote, se acercaba a ellos; entonces se sumaba al murmullo de Joanet.

Cuando salían de Santa María y siempre a cierta distancia, Arnau y Joanet miraban las obras, a los carpinteros, a los picapedreros, a los albañiles; después se sentaban en el suelo de la plaza a la espera de que Àngel hiciera un receso en su trabajo y se sentara junto a ellos para comer pan y queso. El padre Albert los miraba con cariño, los trabajadores de Santa María los saludaban con una sonrisa, e incluso los bastaixos, cuando aparecían cargados con piedras sobre sus espaldas, desviaban la mirada hacia aquellos dos pequeños sentados frente a Santa María.

– ¿Por qué siguen elevando los andamios? -volvió a preguntar Arnau.

Los tres miraron hacia la parte posterior de la iglesia, donde se levantaban las diez columnas; ocho en semicírculo y dos más apartadas. Tras ellas se habían empezado a construir los contrafuertes y los muros que formarían el ábside. Pero si las columnas subían por encima de la pequeña iglesia románica, los andamios subían y subían, sin razón aparente, sin columnas en su interior, como si los operarios se hubieran vuelto locos y quisieran construir una escalera hasta el cielo.

– No sé -contestó Àngel.

– Todos esos andamios no aguantan nada -intervino Joanet.

– Pero aguantarán -afirmó entonces con seguridad la voz de un hombre.

Los tres se volvieron. Entre las risas y las toses no se habían dado cuenta de que a sus espaldas se habían colocado varios hombres, algunos lujosamente vestidos, otros con hábitos de sacerdote pero engalanados con cruces de oro y piedras preciosas sobre el pecho, grandes anillos y cinturones bordados con hilos de oro y plata.

El padre Albert los vio desde la puerta de la iglesia y se apresuró a recibirlos. Àngel se levantó de un salto y volvió a atragantarse. No era la primera vez que veía al hombre que acababa de contestarles, pero en contadas ocasiones lo había visto rodeado de tanto boato. Era Berenguer de Montagut, el maestro de obras de Santa María de la Mar.

Arnau y Joanet se levantaron también. El padre Albert se unió al grupo y saludó a los obispos besándoles los anillos.

– ¿Qué aguantarán?

La pregunta de Joanet detuvo al padre Albert a medio camino de otro beso; desde su incómoda postura miró al niño; no hables si no te preguntan, le dijo con los ojos. Uno de los prebostes hizo amago de continuar hacia la iglesia, pero Berenguer de Montagut agarró a Joanet por un hombro y se inclinó hacia él.