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De repente, se encontró con el rostro de Joanet frente al suyo. Su amigo, nervioso, no podía estarse quieto.

– Via fora! Via fora! -gritaba.

– ¿Qué? -preguntó Arnau.

– Via fora! -le gritó Joanet al oído.

– ¿Qué significa…?

Joanet lo hizo callar y señaló el antiguo portal Mayor, bajo el palacio del veguer.

Arnau dirigió la mirada hacia el portal justo cuando lo traspasaba un alguacil del veguer vestido para la batalla, con una coraza plateada y una gran espada al cinto. En su mano derecha, colgando de un asta dorada, portaba el pendón de Sant Jordi: la cruz roja en campo blanco.Tras él, otro alguacil, también dispuesto para la batalla, portaba el pendón de la ciudad. Los dos hombres recorrieron la plaza hasta su mismo centro, donde se encontraba la piedra que dividía la ciudad por barrios. Una vez allí, mostrando los pendones de Sant Jordi y de Barcelona, los alguaciles gritaron al unísono:

– Via fora! Via fora!

Las campanas seguían repicando y el «Via fora!» corría por todas las calles de la ciudad en boca de sus ciudadanos.

Joanet, que había observado el espectáculo en un silencio reverente, empezó a chillar desaforadamente.

Por fin, Estranya pareció responder y azuzó a Arnau para que saliera de allí. El muchacho, pendiente de los dos alguaciles, erguidos en el centro de la plaza, con sus corazas refulgentes y sus espadas, hieráticos bajo los coloridos pendones, se zafó de la mano de la mulata.

– Vamos, Arnau -le ordenó Estranya.

– No -se opuso él, acicateado por Joanet.

Estranya lo agarró por el hombro y lo zarandeó.

– Vamos. Esto no es cosa nuestra.

– ¿Qué dices, esclava? -Las palabras partieron de una mujer que, junto a otras, embelesadas como ellos, observaba los acontecimientos y había presenciado la discusión entre Arnau y la mulata-. ¿Es esclavo el muchacho? -Estranya negó con la cabeza-. ¿Es ciudadano? -Arnau asintió-. ¿Cómo te atreves, pues, a decir que el «Via fora» no es cosa del muchacho? -Estranya titubeó y sus pies se movieron como los de un pato que no quisiera andar.

– ¿Quién eres tú, esclava -le preguntó otra de las mujeres-, para negarle al chico el honor de defender los derechos de Barcelona?

Estranya bajó la cabeza. ¿Qué diría su amo si se enteraba? El, que tanto pretendía los honores de la ciudad. Las campanas seguían repicando. Joanet se había acercado al grupo de mujeres e incitaba a Arnau a sumarse a él.

– Las mujeres no van con la host de la ciudad -le recordó la primera a Estranya.

– Los esclavos, menos -añadió otra.

– ¿Quiénes crees que deben cuidar de nuestros maridos si no son los chicos como ellos?

Estranya no se atrevió a levantar la mirada.

– ¿Quiénes crees que les hacen la comida o los encargos, les quitan las botas o les limpian las ballestas?

– Ve a donde tengas que ir -le ordenaron-. Éste no es lugar para esclavos.

Estranya cogió los sacos que hasta entonces había cargado Arnau y comenzó a caminar moviendo sus carnes. Joanet, sonriendo complacido, miró con admiración al grupo de mujeres. Arnau seguía en el mismo sitio.

– Id, muchachos -los instaron las mujeres-, y cuidad de nuestros hombres.

– ¡Y díselo a mi padre! -le gritó Arnau a Estranya, que sólo había sido capaz de recorrer tres o cuatro metros.

Joanet se percató de que Arnau no separaba la vista de la lenta marcha de la esclava y adivinó sus dudas.

– ¿No has oído a las mujeres? -le dijo-. Somos nosotros quienes debemos cuidar de los soldados de Barcelona. Tu padre lo entenderá.

Arnau asintió, primero lentamente y después con fuerza. ¡Claro que lo entendería! ¿Acaso no había luchado para que fuesen ciudadanos de Barcelona?

Cuando se volvieron hacia la plaza, vieron que junto a los dos pendones de los alguaciles se hallaba un tercero: el de los mercaderes. El abanderado no vestía ropas de guerra, pero llevaba una ballesta a la espalda y una espada al cinto. Al cabo de poco llegó otro pendón, el de los plateros, y así, lentamente, la plaza se llenó de coloridas banderas con todo tipo de símbolos y figuras: el pendón de los peleteros, el de los cirujanos o barberos, el de los carpinteros, el de los caldereros, el de los alfareros…

Bajo los pendones se iban agrupando, según su oficio, los ciudadanos libres de Barcelona; todos, como exigía la ley, armados con una ballesta, una aljaba con cien saetas y una espada o una lanza. Antes de dos horas el sagramental de Barcelona se hallaba dispuesto a partir en defensa de los privilegios de la ciudad.

Durante esas dos horas, Arnau pudo descubrir a qué venía todo aquello. Joanet se lo explicó por fin.

– Barcelona no sólo se defiende si es necesario -dijo-, sino que ataca a quien se atreve contra nosotros. -El pequeño hablaba con vehemencia, señalando a soldados y pendones y mostrando su orgullo por la respuesta de todos ellos-. ¡Es fantástico! Ya verás. Con suerte estaremos algunos días fuera. Cuando alguien maltrata a algún ciudadano o ataca los derechos de la ciudad, se denuncia…, bueno, no sé a quién se denuncia, si al veguer o al Consejo de Ciento, pero si las autoridades consideran que lo que se denuncia es cierto, entonces se convoca la host bajo el pendón de Sant Jordi; allí está, ¿lo ves?, en el centro de la plaza, por encima de todos los demás. Las campanas suenan y la gente se lanza a la calle gritando «Via forah para que toda Barcelona se entere. Los prohombres de las cofradías sacan sus pendones y los cofrades se reúnen a su alrededor para acudir a la batalla.

Arnau, con los ojos como platos, miraba todo cuanto sucedía a su alrededor mientras seguía a Joanet a través de los grupos congregados en la plaza del Blat.

– ¿Y qué hay que hacer? ¿Es peligroso? -preguntó Arnau ante el alarde de armas que se veían dispuestas en la plaza.

– Generalmente no es peligroso -contestó Joanet sonrién-dole-. Piensa que si el veguer ha dado el visto bueno a la llamada, lo hace en nombre de la ciudad pero también en el del rey, por lo que nunca hay que pelear contra las tropas reales. Siempre depende de quién sea el agresor, pero en cuanto algún señor feudal ve que se aproxima la host de Barcelona, acostumbra a plegarse a sus requerimientos.

– Entonces, ¿no hay batalla?

– Depende de qué decidan las autoridades y de la postura del señor. La última vez se arrasó una fortaleza; entonces sí que hubo batalla, y muertos, y ataques y… ¡Mira! Allí estará tu tío -dijo Joanet señalando el pendón de los alfareros-, ¡vamos!

Bajo el pendón, y junto a los otros tres prohombres de la cofradía, estaba Grau Puig vestido para la batalla, con botas, una cota de cuero que le cubría desde el pecho hasta media pantorrüla y una espada al cinto. Alrededor de los cuatro prohombres se arremolinaban los alfareros de la ciudad. En cuanto Grau se percató de la presencia del niño, le hizo una señal a Jaume y éste se interpuso en el camino de los muchachos.

– ¿Adonde vais? -les preguntó.

Arnau buscó con la mirada la ayuda de Joanet.