– Antes se os oía reír -gritó el señor de Bellera-, tanto que incluso habéis espantado la caza. ¡Reíd, maldita sea! Nadie lo hizo.
– Bestias rústicas -dijo a sus acompañantes, que acogieron el comentario con carcajadas.
Los tres saciaron su apetito con el cordero y el pan candeal. El cerdo salado y las escudillas de gallina quedaron arrinconados en la mesa. Bernat comió de pie, algo apartado, y mirando de soslayo hacia el grupo de mujeres en el que se escondía Francesca.
– ¡Más vino! -exigió el señor de Bellera levantando el vaso-. Estanyol -gritó de repente buscándolo entre los invitados-, la próxima vez que me pagues el censo de mis tierras, tendrás que traerme vino como éste, no el brebaje con que tu padre me ha estado engañando hasta ahora. -Bernat lo oyó a sus espaldas. La madre de Francesca se acercaba con la jarra-. Estanyol, ¿dónde estás?
El caballero golpeó la mesa justo cuando la mujer acercaba la jarra para llenarle la copa. Unas gotas de vino salpicaron la ropa de Llorenç de Bellera.
Bernat ya se había acercado hasta él. Los amigos del señor se reían de la situación y Pere Esteve se había llevado las manos al rostro.
– ¡Vieja estúpida! ¿Cómo te atreves a derramar el vino? -La mujer agachó la cabeza en señal de sumisión, y cuando el señor hizo amago de abofetearla, se apartó y cayó al suelo. Llorenç de Bellera se volvió hacia sus amigos y estalló en carcajadas al ver cómo la anciana se alejaba gateando. Después recuperó la seriedad y se dirigió a Bernat-:Vaya, estás aquí, Estanyol. ¡Mira lo que logran las viejas torpes! ¿Acaso pretendes ofender a tu señor? ¿Tan ignorante eres que no sabes que los invitados deben ser atendidos por la señora de la casa? ¿Dónde está la novia? -preguntó, paseando la mirada por la explanada-. ¿Dónde está la novia? -gritó ante su silencio.
Pere Esteve tomó a Francesca del brazo y se acercó hasta la mesa para entregársela a Bernat. La muchacha temblaba.
– Señoría -dijo Bernat-, os presento a mi mujer, Francesca.
– Eso está mejor -comentó Llorenç, examinándola de arriba abajo sin recato alguno-, mucho mejor.Tú nos servirás el vino a partir de ahora.
El señor de Navarcles volvió a tomar asiento y se dirigió a la muchacha alzando el vaso. Francesca buscó una jarra y corrió a servirle. Su mano tembló al intentar escanciar el vino. Llorenç de Bellera le agarró la muñeca y la mantuvo firme mientras el vino caía en el vaso. Después tiró del brazo y la obligó a servir a sus acompañantes. Los pechos de la muchacha rozaron la cara de Llorenç de Bellera.
– ¡Así se sirve el vino! -gritó el señor de Navarcles mientras
Bernat, a su lado, apretaba puños y dientes.
Llorenç de Bellera y sus amigos continuaron bebiendo y requiriendo a gritos la presencia de Francesca para repetir, una y otra vez, la misma escena.
Los soldados se sumaban a las risas de su señor y sus amigos cada vez que la muchacha se veía obligada a inclinarse sobre la mesa para servir el vino. Francesca intentaba contener las lágrimas y Bernat notaba cómo la sangre empezaba a correr por las palmas de sus manos, heridas por sus propias uñas. Los invitados, en silencio, apartaban la mirada cada vez que la muchacha tenía que escanciar el vino.
– Estanyol -gritó Llorenç de Bellera poniéndose en pie con Francesca agarrada de la muñeca-. En uso del derecho que como señor tuyo me corresponde, he decidido yacer con tu mujer en su primera noche.
Los acompañantes del señor de Bellera aplaudieron ruidosamente las palabras de su amigo. Bernat saltó hacia la mesa pero, antes de que la alcanzara, los dos secuaces, que parecían borrachos, se pusieron en pie y llevaron la mano a las espadas. Bernat se paró en seco. Llorenç de Bellera lo miró, sonrió y después rió con fuerza. La muchacha clavó su mirada en Bernat, suplicando ayuda.
Bernat dio un paso adelante pero se encontró con la espada de uno de los amigos del noble en el estómago. Impotente, se detuvo de nuevo. Francesca no dejó de mirarle mientras era arrastrada hacia la escalera exterior de la masía. Cuando el señor de aquellas tierras la cogió por la cintura y la cargó sobre uno de sus hombros, la muchacha empezó a gritar.
Los amigos del señor de Navarcles volvieron a sentarse y continuaron bebiendo y riendo mientras los soldados se apostaban al pie de la escalera, para impedirle el acceso a Bernat.
Al pie de la escalera, frente a los soldados, Bernat no oyó las carcajadas de los amigos del señor de Bellera; tampoco los sollozos de las mujeres. No se sumó al silencio de sus invitados y ni siquiera se percató de las burlas de los soldados, que intercambiaban gestos con la vista puesta en la casa: sólo oía los aullidos de dolor que procedían de la ventana del primer piso.
El azul del cielo continuaba resplandeciendo.
Después de un rato que a Bernat le pareció interminable, Llorenç de Bellera apareció sudoroso en la escalera, atándose la cota de caza.
– Estanyol -gritó con su atronadora voz mientras pasaba al lado de Bernat y se dirigía hacia la mesa-, ahora te toca a ti. Doña Caterina -añadió para sus acompañantes, refiriéndose a su joven reciente esposa- está ya cansada de que aparezcan hijos míos bastardos… y no aguanto más sus lloriqueos. ¡Cumple como un buen esposo cristiano! -lo instó volviéndose de nuevo hacia él.
Bernat agachó la cabeza y, bajo la atenta mirada de todos los presentes, subió cansinamente la escalera lateral. Entró en el primer piso, una amplia estancia destinada a cocina y comedor, con un gran hogar en una de las paredes, sobre el que descansaba una impresionante estructura de hierro forjado a guisa de chimenea. Bernat escuchó el sonido de sus pisadas sobre el suelo de madera mientras se dirigía hacia la escalera de mano que conducía al segundo piso, el destinado a dormitorio y granero. Asomó la cabeza por el hueco del tablado del piso superior y escrutó su interior sin atreverse a subir totalmente. No se oía ni un solo ruido.
Con el mentón a ras de suelo y el cuerpo todavía en la escalera, vio la ropa de Francesca esparcida por la estancia; su blanca camisa de lino, el orgullo familiar, estaba rasgada y hecha un guiñapo. Por fin, subió. Encontró a Francesca encogida en posición fetal, con la mirada perdida, totalmente desnuda sobre el jergón nuevo, ahora manchado de sangre. Su cuerpo, sudoroso, arañado aquí y golpeado allá, permanecía absolutamente inmóvil.
– Estanyol -oyó Bernat que gritaba desde abajo Llorenç de Bellera-, tu señor está esperando.
Sacudido por las arcadas, Bernat vomitó sobre el grano almacenado hasta que las tripas estuvieron a punto de salirle por la garganta. Francesca seguía sin moverse. Bernat abandonó corriendo el lugar. Cuando llegó abajo, pálido, su cabeza era un torbellino de sensaciones a cual más repugnante. Cegado, se topó de bruces con la inmensidad de Llorenç de Bellera, de pie bajo la escalera.
– No parece que el nuevo marido haya consumado su matrimonio -dijo Llorenç de Bellera a sus compañeros.
Bernat tuvo que levantar la cabeza para enfrentarse al señor de Navarcles.
– No…, no he podido, señoría -balbuceó.
Llorenç de Bellera guardó silencio durante unos instantes.
– Pues si tú no has podido estoy seguro de que alguno de mis amigos… o de mis soldados, podrá.Ya te he dicho que no quiero más bastardos.
– ¡No tiene derecho…!
Los payeses que observaban la escena sintieron un escalofrío al imaginar las consecuencias de tal insolencia. El señor de Navarcles agarró a Bernat del cuello con una sola mano y apretó con fuerza mientras Bernat boqueaba en busca de aire.
– ¿Cómo te atreves…? ¿Acaso pretendes aprovecharte del legítimo derecho de tu señor de yacer con la novia y venir luego a reclamar con un bastardo bajo el brazo? -Llorenç zarandeó a Bernat antes de dejarlo en el suelo-. ¿Es eso lo que pretendes? Los derechos de vasallaje los determino yo, sólo yo, ¿entiendes? ¿Olvidas que puedo castigarte cuando y cuanto quiera?