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– Como hombres libres que éramos -le decía su padre- los payeses luchamos al lado de los caballeros, a pie por supuesto, contra los moros, pero nunca pudimos luchar contra los caballeros, y cuando los sucesivos condes de Barcelona quisieron volver a tomar las riendas del principado catalán tropezaron con una nobleza rica y poderosa, con la que tuvieron que pactar, siempre a costa de nosotros. Primero fueron nuestras tierras, las de la Cataluña vieja, y después nuestra libertad, nuestra propia vida…, nuestro honor. Fueron tus abuelos -le contaba con voz trémula, sin dejar de mirar sus tierras- quienes perdieron su libertad. Se les prohibió abandonar sus campos, se los convirtió en siervos, hombres atados a sus fundos, a los que también permanecerían atados sus hijos, como yo, y sus nietos, como tú. Nuestra vida…, tu vida, está en manos del señor, que imparte justicia y tiene derecho a maltratarnos y a ofender nuestro honor. ¡Ni siquiera podemos defendernos! Si alguien te maltrata, deberás acudir a tu señor para que reclame enmienda y, si la consigue, se quedará con la mitad de la reparación.

Luego, indefectiblemente, le recitaba los múltiples derechos del señor, derechos que habían llegado a grabarse en la memoria de Bernat, pues nunca se atrevió a interrumpir el airado monólogo de su padre. El señor podía exigirle juramento a un siervo en cualquier momento. Tenía derecho a cobrar una parte de los bienes del siervo si éste moría intestado o cuando heredaba su hijo; si era estéril; si su mujer cometía adulterio; si se incendiaba la masía; si la hipotecaba; si desposaba el vasallo de otro señor y, por supuesto, si quería abandonarlo. El señor podía yacer con la novia en su primera noche; podía reclamar a las mujeres para que amamantaran a sus hijos, o a las hijas de éstas para que sirvieran como criadas en el castillo. Los siervos estaban obligados a trabajar gratuitamente las tierras del señor; a contribuir a la defensa del castillo; a pagar parte de los frutos de sus fincas; a alojar al señor o a sus enviados en sus casas y a alimentarlos durante la estancia; a pagar por utilizar los bosques o las tierras de pasto; a utilizar, previo pago, la forja, el horno o el molino del señor, y a enviarle regalos por Navidad y demás festividades.

¿Y qué decir de la Iglesia? Cuando su padre se hacía esa pregunta su voz se enfurecía aún más.

– Monjes, frailes, sacerdotes, diáconos, archidiáconos, canónigos, abades, obispos -recitaba-: ¡cualquiera de ellos es igual que cualquiera de los señores feudales que nos oprimen! ¡Hasta han prohibido que los payeses tomemos los hábitos para que no escapemos de las tierras y así perpetuar nuestra servidumbre!

»Bernat -le advertía seriamente en las ocasiones en que la Iglesia se convertía en blanco de su ira-, nunca te fíes de quienes dicen servir a Dios. Te hablarán con serenidad y buenas palabras, tan cultas que no alcanzarás a entenderlas. Tratarán de convencerte con argumentos que sólo ellos saben hilvanar hasta adueñarse de tu razón y tu conciencia. Se presentarán a ti como hombres bondadosos que dirán querer salvarnos del mal y de la tentación, pero en realidad su opinión sobre nosotros está escrita y todos ellos, como soldados de Cristo que se llaman, siguen con fidelidad aquello que está en los libros. Sus palabras son excusas y sus razones, idénticas a las que tú podrías darle a un mocoso.

– Padre -recordó Bernat que le había preguntado en una de tales ocasiones-, ¿qué dicen sus libros de nosotros, los payeses?

El padre miró los campos, hasta donde se confundían con el cielo, justo allí porque no quería mirar hacia el lugar en cuyo nombre hablaban hábitos y sotanas.

– Dicen que somos bestias, brutos, y que no somos capaces de entender qué es la cortesía. Dicen que somos horribles, villanos y abominables, desvergonzados e ignorantes. Dicen que somos crueles y tozudos, que no merecemos ningún honor porque no sabemos apreciarlo y que sólo somos capaces de entender las cosas por la fuerza. Dicen que… [1]

– Padre, ¿todo eso somos?

– Hijo, en todo eso es en lo que quieren convertirnos.

– Pero vos rezáis todos los días, y cuando madre murió…

– A la Virgen, hijo, a la Virgen. Nada tiene que ver Nuestra Señora con frailes y sacerdotes. En ella podemos seguir creyendo. A Bernat Estanyol le habría gustado volver a apoyarse por las mañanas en el alféizar de la ventana y hablar con su joven esposa; contarle lo que le había contado su padre y mirar junto a ella los campos.

En lo que restaba de septiembre y durante todo octubre, Bernat aparejó los bueyes y aró los campos, rompiendo y levantando la dura costra que los cubría para que el sol, el aire y el abono renovasen la tierra. Después, con ayuda de Francesca, sembró el cereal; ella con un capazo, lanzaba las semillas, y él con la yunta de bueyes, primero araba y después aplanaba la tierra, ya sembrada, con una pesada plancha de hierro. Trabajaban en silencio, un silencio sólo roto por los gritos que Bernat lanzaba a los bueyes y que resonaban por todo el valle. Bernat creía que trabajar juntos los acercaría un poco. Pero no. Francesca continuaba indiferente: cogía su capazo y lanzaba las semillas sin mirarle siquiera.

Llegó noviembre y Bernat se dedicó a las tareas propias de esa época: pastorear los cerdos para la matanza, acumular leña para la masía y para abonar la tierra, preparar la huerta y los campos que se sembrarían en primavera y podar e injertar las viñas. Cuando volvía a la masía, Francesca ya se había ocupado de las tareas domésticas, del huerto y de las gallinas y los conejos. Noche tras noche, le servía la cena en silencio y se retiraba a dormir; por las mañanas se levantaba antes que él, y cuando Bernat bajaba, se encontraba en la mesa el desayuno y el zurrón con el almuerzo. Mientras desayunaba oía cómo cuidaba a los animales en el establo.

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[1] Lo crestià, de Francesc Eiximenis. (N. del A.)