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Sin pensarlo dos veces, Bernat se levantó la camisa y metió bajo ella el cuerpecillo de su hijo; luego, sobre la camisa, disimuló el bulto con la hogaza de pan que le quedaba. El pequeño ni siquiera se movió. El aprendiz se levantó bruscamente mientras Bernat se acercaba a la puerta.

– El señor lo ha prohibido. ¡No puedes…!

– ¡Déjame, muchacho!

El chico intentó anticiparse. Bernat no lo dudó. Aguantando con una mano la hogaza y al pequeño Arnau, agarró con la otra una barra de hierro que estaba colgada de la pared y se volvió con un movimiento desesperado. La barra alcanzó al muchacho en la cabeza justo cuando estaba a punto de salir del cuartucho. Cayó al suelo sin tiempo de pronunciar palabra. Bernat ni siquiera lo miró. Se limitó a salir y a cerrar la puerta tras de sí.

No tuvo ningún problema para salir del castillo de Llorenç de Bellera. Nadie podría imaginar que bajo la hogaza de pan, Bernat llevaba el cuerpo maltrecho de su hijo. Sólo cuando hubo cruzado la puerta del castillo pensó en Francesca y los soldados. Indignado, le recriminó mentalmente que no hubiera intentado comunicarse con él, advertirle del peligro que corría su hijo, que no hubiera luchado por Arnau… Bernat apretó el cuerpo de su hijo y pensó en su madre, que era violada por los soldados mientras Arnau esperaba la muerte sobre unos asquerosos maderos.

¿Cuánto tardarían en encontrar al muchacho al que había golpeado? ¿Estaría muerto? ¿Había cerrado la puerta del cuartucho? Las preguntas asaltaban a Bernat mientras recorría el camino de vuelta. Sí, la había cerrado. Recordaba vagamente haberlo hecho.

En cuanto dobló el primer recodo del serpenteante sendero que subía al castillo y éste se perdió momentáneamente de vista, Bernat descubrió a su hijo; sus ojos, apagados, parecían perdidos. ¡Pesaba menos que la hogaza! Sus bracitos y sus piernas… Se le revolvió el estómago y se le hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas empezaron a manar. Se dijo que no era momento de llorar. Sabía que les perseguirían, que les echarían a los perros encima, pero… ¿De qué servía huir si el niño no sobrevivía? Bernat se apartó del camino y se escondió tras unos matorrales. Se arrodilló, dejó la hogaza en el suelo y cogió a Arnau con ambas manos para alzarlo hasta su rostro. El niño quedó inerte frente a sus ojos, con la cabecita ladeada, colgando. «¡Arnau!», susurró Bernat. Lo zarandeó con suavidad, una y otra vez. Sus ojitos se movieron para mirarlo. Con el rostro lleno de lágrimas, Bernat se dio cuenta de que el niño ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Lo tumbó sobre uno de sus brazos. Desmigajó un poco de pan, lo mojó en saliva y lo acercó a la boca del pequeño. Arnau no reaccionó pero Bernat insistió hasta que logró meterlo en su pequeña boca. Esperó. «Traga, hijo mío», le suplicó. Los labios de Bernat temblaron ante una casi imperceptible contracción de la garganta de Arnau. Desmigajó más pan y repitió con ansiedad la operación. Arnau volvió a tragar, hasta siete veces más.

– Saldremos de ésta -le dijo-.Te lo prometo. Bernat volvió al camino. Todo continuaba en calma. A buen seguro, no habían descubierto todavía al muchacho; de lo contrario, habría oído revuelo. Por un momento pensó en Llorenç de Bellera: cruel, ruin, implacable. ¡Qué satisfacción le produciría intentar dar caza a un Estanyol!

– Saldremos de ésta, Arnau -repitió echando a correr en dirección a la masía.

Recorrió el camino sin mirar atrás. Ni siquiera al llegar se permitió un instante de descanso: dejó a Arnau en la cuna, cogió un saco y lo llenó con trigo molido y legumbres secas, un pellejo lleno de agua y otro de leche, carne salada, una escudilla, una cuchara y ropa, algunos dineros que tenía escondidos, un cuchillo de monte y su ballesta… «¡Qué orgulloso estaba padre de esta ballesta!», pensó mientras la sopesaba. Luchó al lado del conde Ramon Borrell cuando los Estanyol eran libres, le repetía siempre que le enseñaba a utilizarla. ¡Libres! Bernat ató al niño a su pecho y acarreó con todo lo demás. Siempre sería un siervo, a no ser que…

– De momento seremos unos fugitivos -le dijo al niño antes de echarse al monte-. Nadie conoce estos montes mejor que los Estanyol -le aseguró ya entre los árboles-. Siempre hemos cazado en estas tierras, ¿sabes? -Bernat anduvo entre el follaje hasta un arroyo, se metió en él y con el agua hasta las rodillas empezó a remontar su curso. Arnau había cerrado los ojos y dormía, pero Bernat continuó hablándole-: Los perros del señor no son listos, los han maltratado demasiado. Llegaremos hasta arriba, donde el bosque se espesa y se hace difícil andar a caballo. Los señores sólo cazan a caballo, nunca alcanzan esa zona. Estropearían sus vestiduras.Y los soldados…, ¿para qué van a ir a cazar allí? Con quitarnos la comida a nosotros tienen suficiente. Nos esconderemos, Arnau. Nadie podrá encontrarnos, te lo juro. -Bernat acarició la cabeza de su hijo mientras continuaba remontando la corriente.

A media tarde Bernat hizo un alto. El bosque se había hecho tan frondoso que los árboles invadían las orillas del arroyo y cubrían por completo el cielo. Se sentó sobre una roca y se miró las piernas, blancas y arrugadas por el agua. Sólo entonces notó el dolor, pero no le importó. Se libró del equipaje y desató a Arnau. El niño había abierto los ojos. Diluyó leche en agua y añadió trigo molido, removió la mezcla y acercó la escudilla a los labios del pequeño. Arnau la rechazó con una mueca. Bernat se limpió un dedo en el arroyo, lo mojó en la comida y probó de nuevo. Tras varios intentos, Arnau respondió y permitió que su padre lo alimentara con el dedo; luego cerró los ojos y se durmió. Bernat sólo comió algo de salazón. Le hubiera gustado descansar, pero le quedaba un buen trecho.

La gruta de los Estanyol, así la llamaba su padre. Llegaron allí cuando ya había anochecido, después de haber hecho otra parada para que Arnau comiera. Se entraba en ella por una estrecha hendidura abierta en las rocas, que Bernat, su padre y también su abuelo cerraban por dentro con troncos, para dormir al abrigo del mal tiempo y de las alimañas cuando salían de caza.

Encendió un fuego en la entrada de la cueva y entró en ella con una tea para comprobar que no la hubiera ocupado algún animal; luego acomodó a Arnau sobre un jergón improvisado con el saco y ramas secas y volvió a darle de comer. El pequeño aceptó el alimento y cayó en un profundo sueño, igual que Bernat, quien ni siquiera fue capaz de dar cuenta de la salazón. Allí estarían a salvo del señor, pensó antes de cerrar los ojos y acompasar la respiración a la de su hijo.

Llorenç de Bellera salió a galope tendido junto con sus hombres cuando el maestro forjador encontró al aprendiz, muerto en medio de un charco de sangre. La desaparición de Arnau y el hecho de que se hubiera visto a su padre por el castillo señalaron directamente a Bernat. El señor de Navarcles, que esperaba montado a caballo frente a la puerta de la masía de los Estanyol, sonrió cuando sus hombres le dijeron que el interior estaba revuelto y que, al parecer, Bernat había huido con su hijo.

– Tras la muerte de tu padre te libraste -masculló-, pero ahora todo será mío. ¡Buscadlo! -gritó a sus hombres. Después se volvió hacia su alguacil-: Haz una relación de todos los bienes, enseres y animales de esta propiedad y cuida de que no falte una libra de grano. Luego, busca a Bernat.

Tras varios días, el alguacil compareció ante su señor, en la torre del homenaje del castillo:

– Hemos buscado en las demás masías, en los bosques y en los campos. No hay ni rastro de Estanyol. Habrá huido a alguna ciudad, quizá a Manresa o a…

Llorenç de Bellera lo hizo callar con un ademán.