– Ya caerá. Manda aviso a los demás señores y a nuestros agentes en las ciudades. Diles que un siervo ha escapado de mis tierras y debe ser detenido. -En aquel momento aparecieron Francesca y doña Caterina, con Jaume, su hijo, en brazos de la primera. Llorenç de Bellera la observó y torció el gesto; ya no la necesitaba-. Señora -le dijo a su esposa-, no entiendo cómo permitís que una furcia amamante a mi hijo. -Doña Caterina dio un respingo-. ¿Acaso no sabéis que vuestra nodriza es la fulana de toda la soldadesca?
Doña Caterina arrancó a su hijo de manos de Francesca.
Cuando Francesca supo que Bernat había huido con Arnau, se preguntó qué habría sido de su pequeño. Las tierras y propiedades de los Estanyol pertenecían ahora al señor de Bellera. No tenía a quién acudir y, mientras tanto, los soldados seguían aprovechándose de ella. Un pedazo de pan duro, una verdura podrida, a veces algún hueso que roer: tal era el precio de su cuerpo.
Ninguno de los numerosos payeses que acudían al castillo se dignó ni siquiera mirarla. Francesca intentó acercarse a alguno, pero la rehuyeron. No se atrevió a volver a casa de sus padres, su madre la había repudiado públicamente, frente al horno de pan, así que se vio obligada a permanecer en las cercanías del castillo, como uno más de los muchos pordioseros que se aproximaban a las murallas para buscar entre los desechos. Su único destino parecía ser ir pasando de mano en mano a cambio de las sobras del rancho del soldado que la hubiera elegido aquel día.
Llegó septiembre. Bernat ya había visto sonreír y gatear a su hijo por la cueva y sus alrededores. Sin embargo, las provisiones empezaban a escasear y el invierno se acercaba. Había llegado el momento de partir.
4
La ciudad se extendía a sus pies.
– Mira, Arnau -le dijo Bernat al niño, que dormía plácidamente pegado a su pecho-, Barcelona. Allí seremos libres.
Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras, cuando por las noches, en el interior de la gruta de los Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la cueva.
«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser detenido por el señor -recordaba haber escuchado-, se adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios apretados, otros negaban con la cabeza y los demás sonreían, mirando hacia el cielo.
– Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? -rompió el silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo ataban a la tierra-. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar la libertad?
El más anciano le contestó pausadamente:
– Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella durante ese tiempo. -El muchacho, con los ojos brillantes, lo instó a continuar-. Barcelona es muy rica. Durante muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un código… -El anciano titubeó-. Recognoverunt proceres, creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores, trabajadores libres.
Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora marcada por el señor.Y tampoco lo hizo al siguiente. Su padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo en sus ojos.
Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat contempló la libertad y… ¡el mar! Jamás había visto, ni había imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin. Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso decían los mercaderes, pero… era la primera vez que se encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que preguntaba… Oteó el horizonte que se unía con las aguas. Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos rebeldes que le habían crecido en el monte.
Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla, junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda, campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño promontorio, cientos de construcciones se derramaban en derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras majestuosas: palacios, iglesias, monasterios… Bernat se preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de repente Barcelona terminaba. Era como una colmena rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había oído decir.
– ¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil personas? -murmuró mirando a Arnau-.Tú serás libre, hijo.
Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar… Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.
Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental. La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad. Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción, sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.
– ¡Lepra! -gritó el campesino, dejando caer el saco y apartándose de un salto del camino.
Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta, desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado, otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas muías. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.
Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.
– ¡Ve a la leprosería! -le gritó alguien desde lejos.
– ¡No es lepra! -protestó Bernat-. Me clavé una rama en el ojo. ¡Mirad! -Bernat alzó las manos y las movió. Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse-. ¡Mirad! -repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y sin mácula, sin una sola llaga o señal-. ¡Mirad! Sólo soy un campesino, pero necesito un médico para que me cure el ojo; si no, no podré seguir trabajando.