Antes de la partida de Lucrecia hacia Ferrara, hubo numerosas celebraciones en la ciudad. En las noches claras, Dorotea y yo observábamos desde la logia cómo una legión de nobles y dignatarios vestidos con sus mejores galas caminaban por las calles y las plazas para ir al Vaticano y presentar sus respetos a la futura esposa. Hubo fuegos de artificio y salvas de artillería; Dorotea disfrutaba de esas distracciones, que solo aumentaban mi odio.
Una mañana, mientras leía en mi antecámara, se abrieron las puertas. Alcé la mirada, ante esa inesperada intrusión.
César Borgia estaba en la entrada.
La guerra lo había envejecido, y también la viruela; incluso su barba, que ahora mostraba signos de un prematuro encanecimiento, no podía ocultar las grandes cicatrices en sus mejillas. También había canas en su pelo, que era más ralo, y había oscuras sombras debajo de sus ojos cansados.
– Eres tan hermosa como el primer día que te vi, Sancha -dijo con voz nostálgica, suave como el terciopelo. Sus halagos se desperdiciaron. Mis labios esbozaron una mueca al verlo; sin duda solo podía ser portador de malas noticias.
Entonces vi al niño que sujetaba su mano y solté un sonido que era tanto una risa como un sollozo.
– ¡Rodrigo! -Dejé caer el libro y corrí hacia el niño.
Hacía más de un año que no veía a mi sobrino pero lo reconocí de inmediato; los rizos rubios y los ojos azules eran los de mi hermano. Lo habían vestido con una principesca túnica de terciopelo azul oscuro.
Caí de rodillas ante él y abrí los brazos.
– ¡Rodrigo, mi amor! ¡Soy tu tía Sancha! ¿Me recuerdas? ¿Sabes cuánto te quiero?
El niño -que ahora tenía casi dos años- se apartó en un primer momento y se frotó los ojos con los puños, avergonzado.
– Ve con ella -murmuró César, y lo empujó con suavidad-. Es tu tía, la hermana de tu padre… ella y tu madre se querían mucho. Estuvo presente el día en que tú naciste.
Por fin, Rodrigo me abrazó con impetuoso afecto. Lo sujeté en mis brazos, sin comprender por qué César me concedía esta preciosa visita, y por un momento no me importó. Era una verdadera delicia. Apoyé mi mejilla contra los suaves cabellos del niño mientras César hablaba, con una torpeza poco habitual.
– Lucrecia no puede llevarse al niño a Ferrara. -No se solía permitir que un hijo de un matrimonio anterior fuese criado en la casa de otro hombre-. Pidió que tú lo criases como tuyo. No vi ningún mal en ello, y por eso te lo he traído.
A pesar de mi alegría no pude resistirme a lanzar un dardo.
– ¡Un niño no debe ser criado en una prisión!
César me respondió con una asombrosa gentileza:
– No será una prisión para él, sino un hogar. Se le otorgarán todos los privilegios; será libre de ir y venir, de visitar a su abuelo y tíos cada vez que lo desee. Cualquier cosa que necesite le será provista de inmediato, sin preguntas. Ya he dispuesto que tenga los mejores tutores cuando llegue el momento. -Hizo una pausa, y luego reapareció la frialdad y la arrogancia que yo conocía muy bien-. Después de todo, es un Borgia.
– Es un príncipe de la casa de Aragón -repliqué en tono ardiente, sin soltar al niño ni un momento.
Al escucharme, César me obsequió con una sonrisa, pero solo había en ella humor y no malevolencia.
– Muy pronto llegarán los sirvientes con sus cosas -añadió, y luego me dejó. No podía entender cómo un monstruo podía ser a veces tan humano.
Llamé a doña Esmeralda, para mostrarle mi nueva y más preciosa joya; las dos cubrimos al asombrado niño con mil besos.
Lucrecia me había traicionado y Alfonso había muerto, pero me habían dejado el mayor de todos los regalos: su hijo.
A partir de aquel momento, desapareció todo rastro de mi locura. El pequeño Rodrigo me devolvió la ilusión y la voluntad. Comprendí que no había destruido todo aquello que amaba, y comencé a pensar cómo escapar con el niño a Nápoles, ahora gobernado por el rey Fernando de España. Nunca podría regresar al Castel Nuovo, pero sería bienvenida en la ciudad que adoraba. Mi madre, mis tías e incluso la reina Juana vivían allí. Estaría con mi familia. Las mujeres que habían conocido a mi hermano conocerían ahora a su hijo.
Tenía el arma para conseguir mi objetivo; gracias a Lucrecia, tenía el conocimiento para utilizarlo. Ahora lo único que faltaba eran los medios para llevarlo a la práctica.
Recuperada la cordura, permanecí paciente, dispuesta a esperar el momento, a pensar con todo cuidado en cómo cumplir con el destino que la bruja había predicho.
Dediqué mis días a cuidar de Rodrigo. Le llevó tiempo aceptar que nunca volvería a ver a su madre; sobre todo echaba de menos a su niñera, que también se había marchado a Ferrara como parte de la comitiva de Lucrecia. Muchas noches, doña Esmeralda y yo pasábamos la noche en blanco debido a sus llantos; pero en realidad, nunca dormí mejor que desde la llegada del niño. Por fortuna, Jofre también disfrutaba de la compañía de su sobrino; le gustaba jugar con el niño, y las noches que mi marido venía a cenar, llevaba a Rodrigo a la cama.
Pasó un año tranquilo; el verano transcurrió en un santiamén y el invierno regresó de nuevo, demasiado pronto. El niño creció. César pasó la mayor parte del tiempo con su ejército; hice todo lo posible por ser paciente.
Llegó la Navidad, y el Año Nuevo.
Una noche a principios de enero, Jofre se presentó a cenar, pero en esta ocasión se detuvo en el umbral, pálido y tembloroso, sin sonreír; incluso cuando Rodrigo apareció corriendo para saludarlo, no se inclinó para levantar al niño como era su costumbre, sino que apoyó una mano con aire ausente en la cabeza del desilusionado chiquillo.
– Marido -pregunté, preocupada-, ¿no estás bien?
– Estoy bien -respondió, sin convicción-. Esta noche necesito hablar contigo en privado.
Asentí, y arreglé de inmediato con doña Esmeralda que se llevase al niño temprano a la cama, y a los criados, que sirviesen la comida y el vino, y se marchasen.
Una vez que todos se hubieron marchado, Jofre abrió las puertas, despidió a los guardias y luego permaneció unos momentos en el pasillo vacío; después se asomó al balcón para asegurarse de que realmente estábamos solos. Entonces se acercó a la mesa y se sentó en una silla. La luz de las velas creaba destellos en su barba cobriza bien recortada, que no alcanzaba a ocultar la débil barbilla.
Levantó la copa para que le sirviese vino; le temblaba tanto la mano que cuando vertí en ella el líquido rubí, se derramó por el borde. En cuanto acabé de llenar la copa, bebió un buen trago, la dejó a un lado y soltó un gemido.
– Mi hermano es el mismísimo demonio. -Se inclinó con los codos apoyados en la mesa, y se sujetó la frente con dedos temblorosos.
– ¿Qué ha hecho ahora?
– Mi padre y él ya no están satisfechos solo con la Romaña. César ha avanzado sobre Las Marcas, y ha tomado Senigallia. -Yo nunca había estado en Senigallia, pero había oído hablar de ella; una hermosa ciudad al sur de Pesaro, en la costa oriental, con unas playas de arena que decían que parecían de terciopelo, por la suavidad y la finura del grano.
– ¿Por qué te sorprendes? -le interrumpí con tono acre-. Sin duda siempre has sabido que la ambición de tu hermano no tiene límites. Nunca tendría bastante con la Romaña. -Jofre miró con expresión lúgubre el plato sin tocar el muslo de pollo asado con castañas.
– Entonces, no sabes cómo tomó la ciudad.
Sacudí la cabeza.
– Llamó a todos los condottieri de las ciudades de la Romaña para que cabalgasen con él. -Eran los cabezas de las casas nobles derrotadas; los habían obligado a servir como comandantes en el ejército de César, y dirigir a sus propios hombres bajo las órdenes de los Borgia. Todos habían jurado lealtad a punta de espada-. Así que marcharon hacia Senigallia -prosiguió Jofre-. Ante el poder del ejército papal, la ciudad le abrió sus puertas y se rindió sin lucha. Pero es aquí cuando el relato se vuelve espantoso… -Se estremeció-. No puedo creer que comparta la misma madre con ese hombre; es más traicionero que los turcos, más sanguinario que aquel que en Valaquia llaman el Empalador.