»César quería más que la ciudad como recompensa. Invitó al interior a todos los condottieri con la excusa de que recorriesen el castillo y cenasen con él, para celebrar la gran victoria.
»Los comandantes obedecieron; no tenían motivos para esperar otra cosa que no fuera una recompensa por su lealtad. Pero mi hermano… ordenó a sus hombres que los rodeasen. Cerraron las puertas para aislarlos de sus propios hombres. Por la mañana, César los había matado a todos. A algunos los estranguló, a otros los apuñaló y a otros los colgó… -Extendió un brazo sobre la mesa y apoyó la frente sobre él.
Permanecí impávida al otro lado de la mesa, mientras intentaba pensar en el horror de lo que acababa de escuchar. Las grandes familias nobles que habían gobernado orgullosas durante siglos se habían visto de pronto impotentes, destrozadas. Por fin los Borgia controlaban de verdad la Romaña.
El murmuró sin levantar la cabeza:
– Padre y César ya han escogido a los nuevos gobernantes; todos estaban a la espera de recibir el aviso para asumir el mando de cada ciudad. -Levantó entonces la cabeza y añadió con tristeza-: los cardenales mueren casi a diario en Roma. Su riqueza se añade a los cofres de la Iglesia, y todo se utiliza para financiar las guerras. Padre no habla de otra cosa. Está orgulloso de César, orgulloso de sus victorias… no puedo soportarlo. -Comenzó a temblar con tanta violencia que se oían sobre la mesa los golpes del plato que tenía a su lado-. Ahora que están llenos de arrogancia, nada los detendrá. Dado que Lucrecia se ha marchado a Ferrara, ya no pueden manipularla… así que ahora sus ojos se han vuelto hacia mí. Padre me comentó ayer que necesitarían parte de nuestras riquezas… para las guerras. Me habló de Squillace, y de otras propiedades que tengo en Nápoles, y de mis joyas y oro, de cómo podrían ser muy útiles para César y para la Iglesia. Su tono fue muy amenazador. He comenzado a temer por mi seguridad… aparte de mi dinero, no les sirvo de nada. ¿Qué puede impedir que yo sea su próxima víctima?
Ante su cobardía, no pude contener la lengua.
– ¿Por qué tiemblas ahora, Jofre? ¿Por qué muestras tanta sorpresa? Sin duda no eres tan tonto como para no haber visto lo que te rodeaba todos estos años, y has preferido permanecer ciego y sordo. Tú sabes tan bien como yo que Perotto y Pantasilea eran inocentes, que los asesinaron porque sabían demasiado. Fuiste un testigo mudo del ahorcamiento de don Antonio, el invitado del cardenal Sforza. Tú sabes que el Tíber se ha llenado a rebosar durante años con las víctimas de tu padre y tu hermano. Y lo peor de todo, dejaste que César asesinase a tu hermano Juan, y a mi Alfonso, y no hiciste nada para proteger a ninguno de los dos. No te quejes a mí, tu esposa; vivo dentro de las murallas de una prisión, con las mujeres que han sido violadas por César.
Soltó un gemido de desesperación.
– Lo siento, siento todo lo que ha ocurrido… pero ¿qué puedo hacer?
– Si fueses un hombre, me librarías de todo esto -dije en voz baja e implacable-. Si fueses un hombre, hace tiempo que tendrías que haber utilizado una espada contra tu perversa familia.
Frunció el entrecejo, pero su mirada era fiera y su voz muy baja cuando confesó:
– Entonces quiero ser un hombre ahora, Sancha. Quiero ser libre para ir a Squillace y pasar el resto de mis días allí en paz.
Ante la claridad de sus intenciones y la vehemencia de sus palabras guardé silencio. Ahí estaba lo que había estado esperando; pero necesitaba estar segura de la firmeza de Jofre. Podría haber escogido a un cómplice de mayor fortaleza. No obstante, cuanto más lo miraba, más decisión veía en sus ojos, más segura estaba de tener ahí mi oportunidad. Por fin, dije en voz queda:
– Te ayudaré, esposo. Sé el modo de detener el terror. Pero debes abandonar a los Borgia y jurarme lealtad solo a mí, hasta la muerte.
Se levantó de su asiento, se acercó a paso rápido a mi lado y luego se agachó para besar mi zapatilla.
– Hasta la muerte -juró.
Verano de 1503
Capítulo 37
Jofre y yo acordamos que él tendría que reunir valor y esperar a que César regresara de la guerra. Si César se enteraba de la muerte de su padre, volvería a Roma y nombraría a su propio Papa, uno que cedería a su voluntad incluso con mayor facilidad que su padre. No podíamos atacar solo a Alejandro.
Nuestra espera se hizo interminable, mientras César continuaba con su campaña en Las Marcas.
Una mañana, sin embargo, llegó la esperanza. Me despertó el distante eco de los truenos; pero cuando me levanté y abrí las ventanas, me encontré con un cielo limpio de nubes.
Los truenos volvieron a sonar. Comprendí que no era una tormenta que se acercaba, sino los ecos de unos lejanos cañones. Dejé a doña Esmeralda dormida -comenzaba a estar un poco sorda- y me vestí. Entonces levanté a Rodrigo de su catre y lo dejé en el suelo.
Tomados de la mano, los dos salimos a la antecámara, y abrí las puertas. Entonces ya solo tenía un guardia, uno nuevo, Giacomo, un soldado de apenas diecisiete años, a quien le encantaba charlar y cotillear casi tanto como a doña Dorotea, y que confiaba en mí.
Giacomo no estaba aquí sino al final del pasillo, y miraba desde el balcón a un punto en la distancia. Era alto y delgado, y la tensión en sus largos miembros transmitía una leve alarma.
– ¡Giacomo! -llamé-. ¡Oigo cañones!
Se volvió, y avergonzado por haber sido sorprendido fuera de su puesto, regresó de inmediato.
– Perdón, madonna. Son Julio Orsini y sus hombres. El Santo Padre tiene prisioneros a los parientes de Orsini, así que don Julio está dirigiendo una revuelta. Pero no hay nada que temer. El Papa ha llamado al capitán general y a su ejército. -Entonces bajó la voz y entrecerró los párpados con una expresión astuta antes de añadir-: Si se le puede convencer para que venga.
Durante meses, fue imposible convencer a César para que abandonase sus guerras; el Papa tuvo que arreglárselas con los pocos soldados que no se habían marchado con su capitán general. Alejandro ya no podía confiar en el apoyo de la nobleza romana, que desconfiaba y estaba resentida por el trato de César a los condottieri en Senigallia. ¿Por qué iban a luchar por un Papa que casi con toda seguridad después los asesinaría?
La fuerza y el apoyo a Julio Orsini crecieron muy rápido. Una noche, Jofre me miró significativamente mientras cenábamos; y doña Esmeralda estaba sirviendo el vino.
Mi esposo se aclaró la garganta, y después comentó con una naturalidad fingida:
– Su Santidad está desesperado por conseguir ayuda contra los Orsini. Hoy me enteré por boca del cardenal de Monreale que Alejandro ha amenazado a César con la excomunión si no cumple con la llamada papal y regresa a Roma. César no quiere (según el cardenal está rabioso), pero hoy padre recibió noticias de que él y sus hombres ya vuelven.
Tendí la mano a través de la mesa y sujeté la de mi marido; el apretón de Jofre fue decidido y fuerte. Si doña Esmeralda vio algo extraño en la mirada de complicidad que compartí con mi esposo, no dijo nada.
En el calor del verano, meses después de la llamada inicial del Papa, César por fin llevó su ejército a Roma. Durante dos semanas permaneció inaccesible, acampado con sus soldados en la campiña romana. Pero el pequeño ejército de Orsini no era rival para el ejército papal; los nobles rebeldes de Roma fueron ejecutados de inmediato. Jubiloso, Alejandro ordenó que repicasen todas las campanas de la ciudad.