Tras la victoria, mi esposo se presentó a cenar. Rodrigo corrió a la puerta en el instante en que escuchó las pisadas de su tío; cuando Jofre entró, levantó al niño muy alto en el aire, cosa que le hizo chillar de placer; luego lo besó con brusquedad y lo dejó en el suelo. Pese a las repetidas súplicas del niño, Jofre se negó a jugar con él esa noche; le pedí a Esmeralda que acostase temprano al pequeño.
Habían puesto una mesa en el balcón para que pudiésemos disfrutar de las noches de verano mientras cenábamos. Jofre pidió un vaso de vino a una de las doncellas que servían los platos. Cuando se lo trajeron, bebió casi la mitad de un solo trago.
Me levanté de mi silla en la antecámara y fui a reunirme con él. Su mirada era distraída, inquieta; se había recortado la barba, aunque con mano poco firme, porque se había hecho un pequeño corte en la mejilla que delataba una gota de sangre seca.
– Traes noticias, marido -comenté, en voz lo bastante baja para que no me oyesen las mujeres en el balcón.
Nuestra atención permaneció puesta en los sirvientes, pero yo escuchaba alerta la respuesta de Jofre:
– César está ansioso por abandonar Roma cuanto antes y regresar a Las Marcas. Pero padre lo ha convencido para que se quede a una fiesta de la victoria; una comida que se celebrará mañana en honor a César, ofrecida por el cardenal Adriano Castelli. Tendrá lugar al aire libre, en un viñedo.
– Prepáralo todo para sentarte entre el Papa y César -le dije-. Luego solo tendrás que pedirle al camarero que te permita servirles las copas, como muestra de tu respeto y estima. Propón varios brindis. -Hice una pausa-. En cuanto se marchen las doncellas, te daré lo que necesitas.
Las doncellas tardaron mucho en disponer la mesa, pero al fin se marcharon. Entré en el dormitorio, donde doña Esmeralda cosía junto al pequeño Rodrigo, dormido.
– Debo coger algo de mi armario -susurré; ella asintió y continuó con su labor mientras yo abría el mueble.
Las puertas abiertas impedían que Esmeralda me viese. Abrí el compartimiento secreto en el fondo y retiré la caja. En su interior guardaba las alhajas que me llevé de mi habitación en el palacio de Santa María, junto con el frasco de canterella. Había vaciado previamente un pequeño recipiente de cristal que había contenido un delicioso perfume de rosas turco, un regalo que Jofre me había hecho años atrás.
Saqué un único rubí y los dos frascos, después guardé la caja en su escondite, cerré las puertas con todo cuidado y me retiré. Durante todo este tiempo, doña Esmeralda no apartó la mirada de su bordado.
En la antecámara Jofre andaba arriba y abajo. Se había servido más vino y se lo había bebido casi todo.
– Tendrás que contenerte mejor -le reproché-, si queremos tener éxito.
– Lo haré, lo haré -prometió, luego echó la cabeza hacia atrás y apuró el contenido de la copa.
Lo miré indecisa, pero no dije nada. En cambio, le entregué el rubí.
– Por si es necesario un soborno.
Luego fui hasta la lámpara y acerqué los dos frascos a la luz. «En el momento correcto», había dicho la bruja. Estaba totalmente convencida de que este lo era.
El vidrio verde brilló con la llama reflejada. Pensé en el sol que iluminaba las aguas de la bahía de Nápoles; en la libertad.
Dentro, el polvo era de un color azul plateado. «Hermosa, hermosa canterella -dije para mis adentros-, canterella, rescátame.»Recordé el momento en el que maté al joven soldado que amenazaba la vida de Ferrandino, entonces no sentí culpa alguna; tampoco sentía culpa ahora; solo una fría y dura alegría.
Con mano firme, destapé primero el frasco vacío… luego, con mucho cuidado, el otro que contenía el veneno. Jofre espió sobre mi hombro, el aliento entrecortado en nerviosos jadeos.
– Apártate -le advertí-. No sea que lo derrame, no sé si también mata al inhalarlo.
El obedeció. Miró en silencio mientras yo vertía el polvo del frasco grande en el más pequeño. «Solo una pequeña cantidad», había dicho Lucrecia; nunca le pregunté cómo había adquirido esa experiencia. Vacié en el frasco casi una tercera parte, bastante para acabar con el ejército papal.
Los tapé, y le di a Jofre el más pequeño, lleno hasta la mitad con el polvo gris azulado. Se lo guardó en un bolsillo escondido en su túnica.
– ¿Por qué no me lo das todo? -Su voz tenía un rastro de herida petulancia.
– Porque si nos descubren -respondí con voz tranquila-, necesitaremos algo para nosotros.
Se puso pálido, pero se recuperó y asintió.
Guardé el frasco verde en mi bolsillo secreto en el corpiño.
– Mientras tanto, llevaré esto encima a todas horas, así que si nos capturan…
El asintió de nuevo, esta vez con firmeza, para indicar que no necesitaba acabar la frase.
Ambos nos volvimos hacia el balcón, donde nos esperaba la cena.
– Soy incapaz de comer -dijo Jofre.
– Yo también. Llamaré a los sirvientes para que retiren la mesa.
Jofre se volvió para marcharse; le sujeté la mano y le dije:
– Tengo poca fe en Dios. Pero rezaré por ti.
Sonrió sin ánimos al escucharme, y de pronto me sujetó para darme un beso. No era el beso de un marido casado hacía mucho tiempo, sino el de un joven a una mujer a la que amaba con pasión.
Me aparté, abrumada, todavía en sus brazos; en sus ojos, en su rostro, vi al joven tímido de nuestra noche de bodas.
– Lamento haberte decepcionado, Sancha -susurró-. No volverá a ocurrir.
Con estas palabras nos separamos. Mantuve mi promesa; recé por él durante toda esa noche de insomnio, con mi mano apoyada sobre el corazón.
El día siguiente -el de la comida de César- pasó con una atormentadora lentitud. Aquella noche no tuve noticias de Jofre; tampoco lo había esperado, porque la canterella necesitaba tiempo para actuar.
Pero a la segunda, cuando Jofre no apareció para darme su informe, comencé a preocuparme. A la tercera, ya temblaba. ¿Me había traicionado? ¿Lo habían descubierto y detenido?
Pasé las horas sentada en la antecámara, pensando si debía utilizar el frasco verde que apretaba en mi puño.
Poco antes del alba, el cansancio acabó venciéndome. Fui tambaleante hasta la cama y me dormí, inquieta.
Desperté en mi cama con la visión más increíble: en un primer momento, pensé que soñaba. A mi lado, doña Esmeralda yacía inmóvil; Rodrigo dormía tranquilo en su cuna.
Inclinadas sobre mí estaban Dorotea de la Crema y Caterina Sforza, ambas en camisón.
Parpadeé, pero ninguna de las apariciones desapareció.
– El Papa ha sido envenenado -susurró Dorotea-, César también.
Me senté con una sonrisa, reanimada por una sensación de júbilo.
– ¿Están muertos?
– No -dijo Caterina; su rostro pálido estaba radiante de alegría. Mi corazón casi se detuvo cuando pronunció el monosílabo; ella continuó-: Están muy graves, y temen nuevos ataques. Nuestros guardias se han marchado.
– ¿Giacomo se ha ido? -Me calmé. El rumor decía que la canterella a veces tardaba días en hacer su trabajo. Si los guardias se habían marchado, era señal de que no esperaban que Su Santidad sobreviviese.
– Se ha ido -respondió Dorotea, complacida.
Me apresuré a ir a mi armario y vestirme con un tabardo.
– Asistieron a una fiesta -explicó Dorotea, en tono alegre-. A la noche siguiente, Alejandro sufrió unas fiebres. Nadie le hizo mucho caso, después de todo son los días más calurosos del verano, y todos sufren de un mal u otro, pero entonces, ayer por la mañana, mostró todos los síntomas de la canterella. También César está enfermo. Mi guardia dijo que la mermelada estaba envenenada. Pero nadie más en la fiesta ha caído enfermo. Es posible que el veneno no haya actuado todavía.