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– Venid a mirar -nos llamó Caterina, feliz como un niño, y sujetó mi mano. Nos llevó escaleras abajo hasta la logia. El edificio desierto, sin un carcelero a la vista. Miramos la plaza, y a lo largo de la calle, al Vaticano.

Las puertas estaban cerradas; soldados armados montaban guardia.

Caterina se inclinó tanto por encima de la balaustrada, que temí que fuese a caer; la sujeté por el brazo. Ella me apartó, impaciente.

– Déjame.

– ¿Qué haces? -pregunté.

Ella, con la más dulce y pura de las sonrisas que jamás había visto, me respondió:

– Escucho las campanas.

Al mediodía siguiente, mientras doña Esmeralda atendía a Rodrigo y yo empaquetaba mis cosas en el dormitorio -en un intento por tranquilizarme con ese acto de esperanza- Jofre apareció en la puerta. Sus hombros estaban inclinados por un peso invisible; su rostro descompuesto. No portaba buenas noticias; mis manos en la capa de terciopelo doblada, que me disponía a colocar en el baúl, se tensaron.

– Doña Esmeralda, necesito hablar con mi esposa a solas. -Sus palabras sonaron espesas como la de un borracho; pero no era el vino lo que afectaba a su voz, sino el miedo. Su boca estaba tan seca que la lengua se le pegaba en el paladar y los dientes.

Esmeralda asintió y sujetó la mano del pequeño Rodrigo. Al pasar a mi lado, me dirigió una mirada. Mi vieja dama de compañía no era una tonta; en su rostro redondo y arrugado había una expresión de absoluta comprensión. Sin duda había notado la angustia de Jofre y mi inquietud, y las relacionaba con los envenenamientos en el Vaticano.

En su astuta mirada no había reproche, sino aprobación.

Tan pronto como ella se hubo marchado con el niño, me acerqué a Jofre y pasé mis manos por sus hombros y a lo largo de sus brazos. Su túnica estaba húmeda, él temblaba. Sus ojos castaños estaban inyectados en sangre por la falta de sueño; en su bigote, brillaban las gotas de sudor.

– Habla, esposo.

El se acomodó los rizos.

– No han muerto. Me temo que están mejorando.

– ¿Qué ha pasado?

– Los nervios -contestó, sin mirarme por la vergüenza-. Derramé el polvo. Casi todo. Me llevé las copas de vino detrás de un árbol, pero no podía sujetarlas y al mismo tiempo sujetar el frasco… solo quedaba un poco.

– ¿Cuál es su estado actual? -Mi pregunta era urgente; no había tiempo para consolarlo.

– Padre es quien está peor. Algunas veces no sabe dónde está o quién está con él. Pero los vómitos y el flujo sanguinolento se han detenido, y esta mañana ha podido beber un poco de caldo. Durante la fiesta, bebió el vino puro; un vino de Trebbia, muy fuerte, pero César vertió un poco del suyo después de que se lo serví, y lo mezcló con agua. También está enfermo, demasiado débil para abandonar el lecho, pero no tanto como padre. Me suplicó que me sentase con él. Se recuperará, lo sé… finalmente me excusé, y le dije que necesitaba descansar. -Tendió una mano y se sujetó a mi brazo cuando le fallaron las rodillas; solté la capa de terciopelo, y lo llevé hasta la cama, donde se sentó.

Se cubrió el rostro con las manos.

– Te he fallado, Sancha. Ahora tendremos que tomar el veneno nosotros.

A la vista de su debilidad, podría haberme enfadado, pero en cambio sentí una calma antinatural. Una convicción irrazonable y misteriosa como la fe me dominó; sabía más allá de cualquier duda que Jofre me había ayudado a dar los primeros pasos para cumplir con mi destino. Ahora me tocaba a mí completarlo.

– No -afirmé-. No sufriremos ningún daño. Solo necesito un poco más de tu ayuda. Háblame de su situación. ¿Están custodiados?

Jofre sacudió la cabeza.

– Los únicos guardias que quedan ahora rodean el Vaticano. El resto ha huido, como la mayoría de los sirvientes… pero si se enteran de que padre y César mejoran podrían regresar.

– Entonces debemos actuar con rapidez. ¿Quién está con ellos ahora?

– Don Micheletto Corella está con César… -Jofre hizo una mueca de odio-. No es por lealtad. Espera como un halcón, dispuesto a atacar en el momento en que Alejandro muera, o César empeore… y entonces él robará todo el tesoro y el poder que pueda. Padre está solo excepto por el chambelán, Gas- parre, que de verdad llora por él.

Por un instante, me quedé perpleja. El destino requería que el golpe fatal fuese hecho por mi mano; pero Jofre no podía hacer que pasara por delante de los guardias como un visitante de los aposentos Borgia sin despertar sospechas.

Miré a través de la ventana los pequeños y distantes cuerpos que se movían por la plaza de San Pedro, las oscuras olas de calor que se levantaban de los adoquines. Era verano, el tiempo del carnaval, y de pronto me vi transportada a otro viñedo, a otra fiesta, sentada entre Juan y César, cuando me sentí intrigada por la aparición de un invitado con disfraz.

Me acerqué a la capa de terciopelo negro que había dejado caer al suelo, y la recogí del mármol. Tenía capucha; ocultaría mi pelo. Me volví hacia mi marido.

– Necesito una máscara -dije-. Una que cubra el rostro entero, y un vestido de cortesana. Cuanto más chillón, mejor.

Jofre me miró sin comprender.

– Tú conoces a esas mujeres -añadí con impaciencia-. Tú sabes dónde encontrar esas cosas. Deprisa; tenemos tiempo hasta que el sol se ponga.

La máscara que Jofre me trajo era hermosa: de cuero y cortada de forma que imitaba las alas de mariposa, con bordes de bronce, y pintada de un color rojo oscuro y verde azulado. Me cubría solo la mitad del rostro, y dejaba a la vista mis labios y la barbilla, pero mi marido había encontrado un abanico a juego hecho con plumas de faisán. El vestido de satén era de un escarlata deslumbrante, con un escote muy bajo; algo que yo nunca habría vestido. Le pedí a Esmeralda que cortase un trozo de tela del dobladillo para hacer un pequeño bolsillo, «como el que hiciste para mi estilete». Ella lo hizo sin preguntar; tampoco dijo ni una palabra mientras me ayudaba a ponerme el vestido de cortesana; luego me miró mientras yo me ajustaba la máscara y me cubría con la capa negra. Una vez que escondí mis cabellos con la capucha, y abrí el abanico de plumas para ocultar mis labios y la barbilla, mi disfraz quedó completo. Solo faltaba una cosa: oculté en el bolsillo el frasco que contenía el resto de canterella.

Jofre me miró con expresión de lujuria; por una vez, me sentí halagada y celosa, porque su reacción me recordó a todas las prostitutas con las que había estado durante nuestro matrimonio. Contuve mi cólera y le ofrecí el brazo.

– Salgamos a dar un paseo, don Jofre -dije con coquetería-. Hoy me complacería disfrutar del aire nocturno en la plaza de San Pedro.

Intentó sonreír, pero el terror se lo impidió; advertí que llevaba la daga, sujeta a la cadera, por si acaso nuestros esfuerzos fallaban de nuevo. Sujeté su brazo con fuerza, en un gesto de consuelo, y salimos del silencioso castillo de Sant'Angelo. No había ningún guardia.

Dada la gravedad de lo que me disponía a hacer, mis sentidos tenían aquella peculiar agudeza que había experimentado durante la locura: cada paso que Jofre y yo dábamos resonaba con una tremenda intensidad. Había muy pocos transeúntes en el puente, sin duda porque la mayoría estaban en su casa, ante el temor de los crímenes y la inquietud provocada por la muerte de un Papa. Observé las luces distantes de los palacios y las embarcaciones que se movían en las oscuras aguas del Tíber; nunca había olido tan fuerte a pantano, con todo el hedor de diez años de carne en putrefacción.

Una vez cruzado el puente, entramos en la plaza de San Pedro. El año que me llevaron a Sant'Angelo -el año del Jubileo- estaba lleno a rebosar de peregrinos; ahora estaba desierto, salvo por unos pocos rezagados.

Mi corazón se aceleró cuando nos acercamos a las puertas del Vaticano, donde unos jóvenes soldados de expresión agria me miraron con desconfianza; había menos que por la mañana. Sujeté con fuerza el abanico; lo sostuve junto a mi cara. Pero al reconocer a Jofre, los guardias se apresuraron a saludarlo y abrieron las puertas sin formular ninguna pregunta.