Subí por última vez los escalones del palacio papal.
Me dolía caminar por esos conocidos salones; el aire olía a traición y a dolor. Cuando entré en los aposentos Borgia, los dorados y la decoración ya no me parecieron sorprendentes o gloriosos, sino siniestros.
Entré en la Sala de las Sibilas. Ya no había rastros de sangre y le habían devuelto su anterior lujo desde la última vez que la había visto; desvié la mirada, y apelé a toda la frialdad de mi corazón.
– Aquí -dijo Jofre, y me llevó a la Sala de los Santos, el escenario de innumerables celebraciones. La habían convertido en un hospital. Habían instalado una gran cama con dosel; en las mesas había palanganas y vendas además de botellas de agua y vino, una copa y medicinas. Como había dicho Jofre, Alejandro había sido abandonado por todos, salvo por Gasparre, que dormitaba en una silla junto a la cama del pontífice.
En mitad del lecho -debajo del brillante fresco en el que Lucrecia daba su rostro a santa Caterina- yacía el Papa. Le habían quitado el capelo, y quedaba a la vista la coronilla calva y unos pocos mechones de pelo blanco como los de un bebé. Vestía un camisón de lino; habían subido la sábana para cubrirle las delgadas piernas y la mitad de su protuberante vientre. Dormitaba, con los párpados hinchados y negros entreabiertos; la piel gris y las mejillas hundidas le daban un aspecto cadavérico.
Solté el brazo de Jofre. Se acercó a Gasparre y apoyó una mano en su hombro para despertarlo; luego susurró algo al oído del sobresaltado chambelán. No sé qué dijo; solo agradecí que la mentira de mi marido funcionase, porque Gasparre se levantó sin más y salió de la habitación.
Me volví hacia Jofre.
– Esposo, quizá sería mejor que tú también te fueses.
– No -respondió con firmeza-. Me ocuparé de sacarte de aquí sana y salva.
Me acerqué a la mesa y dejé mi abanico, luego serví una pequeña cantidad de vino en la copa. Mientras Jofre vigilaba la entrada, yo saqué el frasco verde, vertí la mitad de su contenido en el líquido y lo agité. Era una dosis enorme, suficiente para cincuenta hombres, pero aunque tenía la frialdad necesaria para cometer un asesinato, no era cruel.
Deseaba que Alejandro muriese rápidamente, sin sufrimiento.
Cuando me consideré preparada, llamé a Jofre con un gesto.
Él se apartó de la puerta para sentarse en el borde de la cama, y apoyó una mano en el brazo del viejo.
– Padre.
Los párpados de Alejandro se movieron; miró a su hijo, confuso.
– ¿Juan?
– No, padre. Soy yo, Jofre. -Las lágrimas aparecieron en los ojos de mi esposo; su rostro se transformó con un súbito dolor. Con la copa en la mano, me coloqué a su espalda.
Alejandro parpadeó y me reconoció de inmediato a pesar de la máscara que ocultaba la mitad superior de mi rostro.
– ¿Sancha? -Su voz era débil, jadeante, pero mantenía un rastro de buen humor; pareció complacido al verme-. Sancha, has venido a visitarme… ¿ya es la estación del carnaval? -Fue como si hubiese olvidado el asesinato de mi hermano y mi encierro. Me habló como si fuese Lucrecia; buscaba el consuelo femenino-. Sancha, ¿dónde está Juan?
Di un paso para ponerme delante de mi marido.
– Duerme, santidad. Como también deberíais hacer vos. Tened. Esto os ayudará.
Acerqué la copa a sus labios. El bebió; primero tosió, pero después se recuperó y consiguió beber varios sorbos. Mientras yo apartaba la copa, hizo una mueca.
– Es amargo.
– Los remedios más eficaces siempre lo son -contesté-. Ahora descansad, santidad.
– Dile a Jofre que deje de llorar -dijo malhumorado, luego exhaló un suspiro y cerró los párpados hinchados.
Con el dorso de la mano le acaricié la arrugada mejilla. La piel era suave y fina como el pergamino.
Yo también exhalé un suspiro, y con él vino un largo y penetrante dolor en mi pecho, como alguien que retira una espada. Supe entonces que no necesitaba hacer nada más: la canterella y yo habíamos cumplido nuestros propósitos.
– Está hecho -le susurré a Jofre-. Sin él, César no tiene poder. Podemos irnos.
Pero Jofre sujetó la mano del pontífice dormido y respondió:
– Me quedaré con él.
Le besé la cabeza en respuesta, y lo dejé allí. Tenía la intención de regresar de inmediato al castillo de Sant'Angelo… pero en cambio mis pies buscaron un sendero conocido, escaleras arriba, en un viaje que había hecho, a escondidas, por las noches, muchos años atrás, a los aposentos de César.
Las puertas de la antecámara y el dormitorio estaban abiertas. Mantuve el abanico cerca de mi rostro; esperaba encontrarme allí con Micheletto Corella y había pensado decirle que era una cortesana amiga de César, una enamorada que necesitaba ver por sí misma que se curaría.
Pero la habitación estaba vacía, salvo por el hombre en la cama. Corella, como no podía ser de otra manera, había abandonado a su amo. César estaba desnudo y gemía, sus largas piernas y el torso envuelto en las sábanas; sus pies mostraban un color púrpura oscuro, hinchados casi hasta el doble de su tamaño. Una única vela ardía en una mesa cercana, pero incluso aquella débil luz le hacía sufrir; cerraba los ojos y se sujetaba la cabeza en agonía.
Entré con mucho sigilo y me detuve delante de la cama, insegura de mis motivos. Nunca había visto a aquel hombre más indefenso o abandonado; los sirvientes o Corella se habían aprovechado de su estado, porque habían desaparecido los tapices, las alfombras de piel y los candelabros de oro. En realidad, se habían llevado todos los artículos de valor; solo quedaban los techos dorados y los frescos. No sentí piedad, solo asombro por haber amado alguna vez a un hombre de una perversidad sin igual, asombro por haberme dejado engañar hasta tal punto.
Por fin su torturada mirada -los ojos oscuros y sombríos en un rostro de un blanco fantasmal, enmarcado por el pelo oscuro que colgaba en mechones húmedos y enredados- se posó en mí. Intentó taparse, para recuperar algo de dignidad, intentó levantar la cabeza pero no pudo. Comprendí por qué no era necesario matarlo: el mayor tormento para él era sobrevivir, despojado de poder. Sin el respaldo del papado, nadie le sería leal. Con su crueldad y su traición hacia sus propios hombres, se había ahorcado a sí mismo; de la misma manera que el rey Alfonso II se había colgado del gran candelabro de hierro en Sicilia.
– ¿Quién eres? -jadeó.
Hablé desde detrás del abanico, con la voz ahogada.
– Estás acabado -respondí-. Tu padre está muerto.
El soltó un gemido; no de dolor, sino de rabia.
– ¿Quién eres? -preguntó de nuevo-. ¿Quién habla?
Bajé el abanico, me quité la capucha y levanté la máscara para mostrarle mi rostro; le mostré una altivez real digna de mi padre en su coronación. Sin sus partidarios, no era más que un lloroso cobarde.
– Llámame Justicia -respondí.
Capítulo 38
Bajé la escalera y me reuní con Jofre; lo encontré sentado con los hombros hundidos por el peso de la culpa y el dolor, junto al cuerpo inmóvil del Papa. Miré a Alejandro: sus ojos, velados y ciegos, estaban fijos en un lejano punto más allá de las paredes; los labios estaban abiertos y asomaba su lengua negra azulada. Su ancho pecho estaba inmóvil, y ya no se levantaba.
A nuestro alrededor, dos sirvientes -un hombre y una mujer- se apresuraban a meter los tapices de hilos de oro en un saco; sabía que otros no tardarían en unirse a ellos, y los aposentos de Alejandro quedarían tan desnudos como los de César. Sin embargo, mi marido y yo no hicimos nada por detenerlos.
Cogí la mano de Jofre. La suya permaneció inerte, no me devolvió el apretón, y dejé que sus dedos se escapasen de los míos. Me habló en un tono carente de sentimiento, la mirada fija en el cuerpo de aquel hombre que hacía tantos años lo aceptó como un hijo.