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– Gasparre ha ido a decírselo a los cardenales y a ocuparse de los preparativos. Alguien vendrá para lavarlo; después se lo llevarán para el entierro.

Guardé silencio por unos momentos, y después dije con voz suave:

– Me voy a casa.

Él comprendió el significado tácito y volvió el rostro. Yo comprendí por su gesto que había decidido regresar a Squillace; a partir de aquel momento, viviríamos separados.

No era lo bastante fuerte para seguir junto a aquella que había proporcionado la dosis final a su padre, ni lo bastante fuerte para vivir en presencia de nuestra culpa.

Lo besé en la cabeza y me marché.

Cuando llegué de nuevo a las puertas del Vaticano, la mayoría de los guardias habían escapado; los pocos que quedaban me dejaron pasar sin decir palabra. Se hizo un extraño silencio cuando me vieron, como si hubiesen intuido mi poder.

Atravesé las verjas y crucé la plaza de San Pedro, sin temor a la oscuridad pese a ser una mujer desarmada. Mi espíritu rebosaba de gozo: como Roma, la Romaña, Las Marcas, estaba al fin libre de la maldición de los Borgia. El fantasma de mi hermano había sido vengado, y podía descansar en paz. La ironía final fue que César había acabado dándome las dos cosas que me había prometido en el calor de la pasión: mi ciudad natal y un hijo.

En la distancia, al otro lado del Tíber, se alzaba el castillo de Sant'Angelo, con el arcángel Miguel que desplegaba sus alas sobre el alcázar de piedra; varias de las pequeñas ventanas -aquellas donde residían las locas de César- resplandecían. Sonreí al saber que Rodrigo y doña Esmeralda me esperaban allí.

A mi espalda, las campanas de San Pedro comenzaron a repicar.

Entré en el puente y crucé el oscuro río; esta vez solo olí a agua salada. Mi corazón ya estaba en Nápoles, donde el sol brilla en las aguas puras y azules de la bahía.

Nota final

Los detalles del funeral y entierro del papa Alejandro VI son escalofriantes. Después de su muerte, el cuerpo fue lavado y vestido y, de acuerdo con la tradición, velado en San Pedro para que los fieles pudiesen verlo. Pero durante el velatorio, el cadáver del pontífice se hinchó y ennegreció hasta el punto que su horrible aspecto obligó a cubrirlo. Comenzó a circular el rumor de que Alejandro había estado poseído por el demonio, o que había vendido su alma a cambio del poder temporal. Acompañado por un reducido grupo, el cuerpo fue llevado sin más tardanza para enterrarlo en la capilla de Santa Maria della Fabbre, donde también habían sepultado a Alfonso de Aragón unos pocos años antes.

El entierro fue espantoso: el cuerpo de Alejandro estaba tan hinchado que no cabía en el féretro, y tuvieron que meterlo a golpes de pala. Colocaron una pesada lápida sobre la tumba para mantener la tapa cerrada.

César, que acabó por recuperarse, fue abandonado por todos aquellos que le habían dado apoyo. El traidor don Micheletto Corella amenazó al tesorero papal con una daga, y escapó con la mayor parte de los fondos del Vaticano; el rey Luis cortó cualquier relación con César de inmediato. Sin amigos, con una legión de enemigos en Italia y sin el apoyo de Francia, César fue arrestado por el rey Fernando tic España. El monarca había escuchado durante años a la viuda de Juan, que acusaba públicamente a César del asesinato de su marido. César consiguió escapar y participó en varias batallas de poca importancia.

En cuanto a Sancha, regresó a Nápoles con su sobrino Rodrigo, y Jofre fue a Squillace para gobernar el principado. Por extraño que parezca, César llevó a Giovanni, el infante romano -el hijo que había tenido con su hermana Lucrecia-, a Sancha en 1503, y le pidió que se hiciese cargo de su crianza; solo cabe suponer que César aún sentía afecto por ella. La dama aceptó la petición y acogió a los dos niños, rodeada por las mujeres supervivientes de su familia. Por desgracia, ella murió poco después de una enfermedad desconocida. Los historiadores no coinciden en la fecha del fallecimiento: unos dicen que fue en 1504; otros, en 1506.

César no tardó mucho más en fallecer. En 1507, en Viani, Italia, mientras servía como mercenario, se adelantó tanto a sus propias tropas que fue rodeado de inmediato por el enemigo y abatido. Muchos consideraron su muerte como un suicidio.

Lucrecia permaneció en Ferrara y le dio cuatro hijos a Alfonso d'Este. En los últimos años de su vida se hizo muy religiosa, y comenzó a llevar cilicios debajo de sus hermosos vestidos. En 1518, entró en la Tercera Orden de San Francisco de Asís. Murió en 1519, después de dar a luz a una niña que falleció a las pocas semanas.

Jofre, tras el deceso de Sancha, se casó con María de Milán y tuvo muchos hijos. Permaneció en el principado hasta su muerte en 1517.

Los historiadores han intentado durante siglos saber quién envenenó a Alejandro VI y a su hijo mayor. El misterio permanece sin resolver.

Sancha de Aragón y los Borgia ofrecen unos interesantes apuntes históricos. Estos son algunos de los hechos concretos que aparecen incluidos en la novela: la locura de Ferrante y Alfonso II de Nápoles; el «museo» de enemigos momificados de Ferrante (sí, les hablaba); la presencia de Alfonso II como testigo de la consumación del matrimonio de su propia hija con Jofre Borgia; la huida de Alfonso II de Nápoles y el robo del tesoro de la Corona; las proclamas de Savonarola de que el papa Alejandro VI era el Anticristo; la lujuriosa conducta del Papa con las mujeres, incluida su afición de introducir golosinas en los escotes femeninos, y el amor por su amante adolescente, Julia; el embarazo de Lucrecia cuando era soltera y sus relaciones incestuosas con su padre y su hermano; los asesinatos de docenas de cardenales y nobles cometidos por los Borgia; los centenares de cadáveres en el Tíber durante el período del «terror Borgia»; el ahorcamiento del invitado del cardenal Ascanio Sforza; la muerte de Juan, duque de Gandía, a manos de su hermano César; las violaciones y actos de barbarie cometidos por César durante la guerra; el asesinato de Alfonso de Aragón cometido por don Micheletto Corella en la Sala de las Sibilas; la detención de Sancha y sus delirantes discursos desde la torre del castillo de Sant'Angelo. He omitido la mención de otros muchos asesinatos para no cansar al lector.

Agradecimientos

Esta novela se centra en una mujer metida en el papel de un héroe. Los héroes no abundan, pero he tenido la buena fortuna de haberme encontrado con algunos en mi vida, y quisiera nombrarlos aquí.

En primer lugar, estoy en deuda con Jane Johnson, sobre todo por su excepcional paciencia, su agudo e inagotable talento como editora, y su negativa a aceptar aquello que no fuese lo mejor de mí. Sin sus inspirados comentarios y propuestas, este libro sencillamente no existiría. También debo dar las gracias a su colega en Harper Collins UK, Emma Coode, por todas sus sabias observaciones. Ambas han ayudado mucho a mejorar esta novela.

También estoy profundamente agradecida a mi heroico agente estadounidense, Russell Galen, por su paciencia de santo, su constante apoyo y firme consuelo; asimismo, doy las gracias a mi agente extranjero, Danny Baror, por su incomparable tenacidad como mi representante. Estos dos caballeros son brillantes negociadores; soy muy afortunada al tenerlos a mi lado.

El mayor héroe de todos es mi marido, George. George ha soportado con buen humor aquello que ningún compañero debería soportar: ayudar a una novelista extremadamente maniática a editar su voluminoso manuscrito. Su ojo para descubrir incoherencias y frases repetidas es incomparable, y ofreció numerosas ideas (de las que me apropié alegremente) para dar vida a las escenas aburridas de la novela. (Sus propuestas para la noche de bodas de Sancha y Jofre ayudaron a que el encuentro fuese mucho más vivo.) A lo largo de los veintitantos años que llevo escribiendo, George ha sido llamado a prestar servicio innumerables veces durante cada etapa de la obra. Te doy mis más sinceras gracias, cariño, aunque sé que sirven muy poco para aliviar el dolor.