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Ágil por la ira, Ferrante se puso de pie con la rapidez de un halcón que se lanza sobre su presa.

– ¡Sancha de Aragón! ¡No le hablarás al duque de Calabria en ese tono!

Con las mejillas encendidas, agaché la cabeza y miré furiosa el suelo.

Mi padre se reía.

– Escupe sobre el nombre de César Borgia todo lo que quieras -dijo-. Tú te casarás con el más joven, Jofre.

Incapaz de contener mi temperamento, salí de la sala del trono y volví a mis habitaciones.

Tan rápido era mi paso que doña Esmeralda, que me había esperado fuera, se quedó atrás.

Tal era mi intención. Porque cuando llegué al balcón donde Onorato me había regalado el rubí, me arranqué la gran gema del cuello. La sostuve brevemente en alto; por un instante, mi mundo se volvió rojo.

Cerré el puño sobre la piedra y la arrojé a la plácida bahía.

Detrás de mí, doña Esmeralda soltó un grito de horror:

– ¡Madonna!

No me importó. Imperiosa, atormentada, me alejé. Solo podía pensar en Onorato, que había aceptado sin vacilar a otra esposa. Me había permitido amarlo, confiar en otro hombre aparte de mi hermano; sin embargo, mi corazón no tenía la menor importancia para él, para Ferrante, para mi padre. Para ellos era un objeto, un peón que utilizar con fines políticos.

Solo cuando llegué a mi dormitorio y eché a todas las damas me arrojé sobre los cojines. Pero no me permití llorar.

Alfonso vino tan pronto como acabó sus clases. Doña Esmeralda le permitió entrar a sabiendas de que él era el único capaz de calmarme. Malhumorada y compadeciéndome de mí misma, yacía de cara a la pared.

En el instante en que noté la amable mano de Alfonso en mi hombro, me volví.

Él no era más que un niño de doce años, pero ya mostraba las señales de la madurez. Durante los últimos tres años y medio, había crecido un antebrazo en altura; ahora era un poco más alto que yo. Su voz no había cambiado todavía, pero había perdido todo rastro del falsete infantil. Su rostro mostraba ahora una mezcla de lo mejor de las facciones de mi padre y de mi madre: se convertiría en un hombre muy apuesto.

A pesar de su creciente contacto con nuestro padre y sus estudios de política, sus ojos todavía eran amables, sin ninguna sombra de egoísmo o culpa. Los miré.

– El deber es duro -manifestó con voz dulce-. Lo siento mucho, Sancha.

– Amo a Onorato -murmuré.

– Lo sé. Pero no se puede hacer nada. El rey ha tomado una decisión. Tiene razón en que es ventajoso para Nápoles. -De alguna manera, escuchar las palabras de labios de mi hermano, no era tan doloroso como había sido escucharlas de boca de Ferrante. Alfonso solo me diría la verdad, y en un tono cariñoso. Hizo una pausa-. No han hecho esto con la intención de herirte, Sancha.

Así que mi airado estallido contra mi padre no era ningún secreto. Hice una mueca, demasiado alterada por el rencor para admitir esta última afirmación.

– Pero ¡Jofre Borgia solo tiene once años, Alfonso! ¡Es un niño!

– Solo es un año menor que yo -señaló Alfonso en tono ligero-. Ya crecerá.

– Onorato era un hombre. Él sabía cómo tratar a una mujer.

Mi hermano menor se ruborizó; supongo que le resultaba incómodo imaginarme en el abrazo nupcial. Pero se controló y respondió:

– Jofre es joven, pero se le puede enseñar. Es más, puede incluso que sea atractivo. Quizá te agrade. Yo desde luego haré todo lo posible para ser su amigo.

– ¿Cómo podrá gustarme? -manifesté con desprecio-. ¡Es un Borgia!

Se decía que su padre, Rodrigo Borgia, había conseguido la posición de pontífice no por su piedad, sino a través de supercherías y sobornos. Sus esfuerzos por comprar el papado habían sido hasta tal punto escandalosos, que poco después de su elección, algunos miembros del Colegio Cardenalicio pidieron una investigación. Misteriosamente, sus objeciones no tardaron en cesar, y el hombre que se había bautizado a sí mismo como papa Alejandro VI ahora disfrutaba del total apoyo del colegio. Incluso corría el rumor de que Rodrigo había envenenado al más probable competidor por la tiara papaclass="underline" su propio hermano.

Alfonso me miró con expresión sombría.

– Nunca hemos conocido a los Borgia, así que no podemos juzgarlos. Además, si todo lo que dicen los rumores acerca de Su Santidad es cierto, no estás siendo justa con Jofre. Los hijos no siempre son como los padres.

Esta última observación silenció mis objeciones. De todos modos, tuve que preguntar, dolida:

– ¿Por qué debe haber un matrimonio? Solo nos apartan de aquellos a los que amamos.

Pero por el bien de Alfonso, me juré a mí misma que no sería egoísta. Haría todo lo posible para ser como él; valiente, buena y dispuesta a hacer lo mejor para el reino.

Pasaron los meses y llegó 1493. Cuanto más pensaba en casarme con un Borgia, más me preocupaba. El rey Ferrante podía insistir en que Jofre y yo tuviésemos casa en Nápoles, y podía ponerlo por escrito. Pero la palabra del Papa tenía más autoridad que la de un rey. ¿Qué pasaría si Alejandro cambiaba de opinión y llamaba a su hijo para que volviese a Roma? ¿Qué pasaría si reclamaba un reino separado para Jofre en alguna otra parte? Estaría obligada a acompañar a mi marido. Solo me serviría un marido napolitano, alguien que nunca tuviese ningún motivo para apartarme de mi ciudad natal.

Desde el día en que descubrí las momias de Ferrante, mi fe religiosa había sido titubeante. Ahora la abracé con todas las fuerzas, en un desesperado intento. Una mañana pedí un carruaje privado y me marché, acompañada por un único guardia y el cochero.

Fui a la catedral. Los pocos fieles que había en el interior se sorprendieron, pero fueron expeditivamente desalojados por mi guardia.

Me arrodillé delante del altar donde había ocurrido el milagro. Allí, con toda sinceridad, le recé a san Genaro. Le supliqué que me liberase de mi compromiso con Jofre Borgia, que me buscase un buen marido napolitano. Juntos, le prometí, donaríamos grandes cantidades de dinero para el mantenimiento de la catedral y para el cuidado de los pobres de Nápoles.

Cuando regresé al castillo, pedí y recibí una imagen del santo. En mi dormitorio, erigí una pequeña capilla a san Genaro, donde repetía mi promesa mañana y tarde. Una vez a la semana, iba en solitario a la catedral. Esmeralda estaba complacida.

«Afortunadamente, se está calmando y se ha vuelto devota -decían todos-. Sin duda es porque se casará con el hijo del Papa el año que viene.»

Continué con mis oraciones y luché para no desanimarme. El simple acto de rezar me daba una paz momentánea, y me descubrí añadiendo más cosas a mi egoísta petición original. Recé por la salud de Alfonso, mi madre y doña Esmeralda; oré para que el viejo Ferrante se recuperase de su maltrecha salud. Incluso recé por un milagro tan grande que ni siquiera me atreví a creer en su posibilidad: que el corazón de mi padre se abriese, y que fuese feliz y bondadoso.

Una tarde a finales de verano, un ayudante real vino a buscarme para llevarme a las habitaciones de Ferrante. Estaba desconcertada; me volví hacia doña Esmeralda en busca de apoyo. En los últimos tiempos no había hecho nada que pudiera desagradar a mis mayores; al contrario, me había comportado con mucha circunspección. En mi mano tenía una traducción latina de los Proverbios; antes de la llegada del ayudante, había estado leyendo el último:

Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?

Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.

El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias. Le da ella bien y no mal todos los días de su vida.

«San Genaro -había rezado-, concede mi petición y seré así.»Yo llevaba un vestido negro de manga larga propio de las nobles sureñas; no había vestido otro color desde el anuncio de mi segundo compromiso. Antes de salir, dejé el pequeño libro, acaricié el pequeño crucifijo de oro colgado alrededor de mi cuello y después seguí al ayudante del rey. Esmeralda se mantuvo a mi lado.