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La puerta de la sala del trono se abrió; la habitación estaba vacía. Pero mientras cruzábamos el suelo de mármol, escuché sonidos de agitación y enfado que procedían del despacho del rey.

El ayudante abrió la puerta y nos hizo pasar.

Ferrante estaba sentado a su mesa, con el rostro muy acalorado bajo su barba blanca. La reina Juana, sentada a su lado, intentaba calmarlo; de vez en cuando conseguía sujetarle una de las manos que él gesticulaba furiosamente y la acariciaba en un esfuerzo por tranquilizarlo. Sus murmullos eran ahogados por los gritos de mi abuelo. Junto a ambos estaba mi padre con una expresión muy grave.

– ¡Romano hijo de puta! -Ferrante me vio, y a modo de explicación, señaló una carta sobre la mesa-. El muy bastardo ha designado su nuevo Colegio Cardenalicio. No hay ni uno solo de Nápoles entre ellos, a pesar de que tenemos varios candidatos con muchos méritos. Ha designado a dos franceses. ¡Se burla de mí! -Mi abuelo descargó un puñetazo contra la mesa; Juana intentó sujetarlo, pero él la apartó-. ¡Ese mentiroso hijo de puta se burla de mí!

De pronto soltó un sonido sibilante, y se llevó una mano a la frente como si se hubiese mareado.

– Debéis calmaros -dijo Juana con una firmeza poco habitual-, o mandaré llamar al médico.

Ferrante hizo una pausa y se forzó a acompasar la respiración. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz más controlada.

– Haré algo mejor que eso. -Me miró-. Sancha. No permitiré que la boda siga adelante hasta que esta situación haya sido rectificada. No permitiré que una princesa de nuestro reino se case con el hijo de un hombre que se burla de nosotros. -Furioso, miró de nuevo la carta en la mesa-. Alejandro debe aprender que no puede extender una mano hacia nosotros y después traicionarnos con la otra.

Mi abuelo no había olvidado el agravio cometido contra él décadas atrás por Alfonso, el tío de Alejandro, también conocido como el pontífice Calixto III. Calixto, al desaprobar que un hijo ilegítimo como Ferrante accediese al trono de Nápoles, había apoyado a los angevinos.

Por muy desesperado que Ferrante estuviese por conseguir el apoyo del nuevo Papa, nunca había logrado perdonar a los Borgia.

El tono de mi padre era ansioso:

– Majestad, estáis cometiendo un grave error. Algunos de los cardenales son viejos. No tardarán en morir, y entonces trataremos de que los reemplacen leales napolitanos. El hecho de que ahora los franceses tengan voz en el Vaticano hace todavía más imperativo un vínculo con el papado.

Ferrante se volvió hacia él, y con toda la sinceridad nacida de la mala salud y la vejez, replicó:

– Siempre fuiste un cobarde, Alfonso. Nunca me has gustado.

Se hizo un desagradable silencio. Por fin, mi abuelo me miró y ordenó:

– Eso es todo. Ahora márchate.

Hice una reverencia, y me marché antes de que una sonrisa traicionara mi alegría.

Durante cuatro meses, desde el principio de otoño hasta bien mediado el invierno, viví feliz. Añadí palabras de agradecimiento a mis oraciones diarias. Estaba convencida de que san Genaro había decidido que mi pío comportamiento me había granjeado el derecho a permanecer con mi hermano.

Entonces ocurrió algo que todos excepto yo habían esperado.

La temperatura en invierno y en verano en Nápoles había sido moderada, pero una noche de finales de enero de 1494, fue tan fría que invité a doña Esmeralda y a otra dama de compañía a mi cama. Nos tapamos con mantas de piel, pero aun así temblábamos.

Dormí inquieta, por el frío o quizá porque presentía que se avecinaba algún mal, por ello no me sorprendí como hubiese debido cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de mi antecámara. Una voz masculina gritó:

– ¡Alteza! ¡Alteza, es muy urgente!

Doña Esmeralda se levantó. Alumbrada por el resplandor del hogar, las suaves curvas de su cuerpo, cubiertas con un camisón de lana blanca, resplandecían como el coral. Muerta de frío, se echó una piel encima; una única trenza muy gruesa cayó por encima del hombro, sobre su pecho, hasta más abajo de la ancha cintura. Su expresión era de alarma. Una llamada a esas horas no podía significar nada bueno.

Me levanté de la cama y encendí una vela mientras, en la antecámara, oí el murmullo de unas voces. Esmeralda regresó casi en el acto; su expresión era tan triste que supe antes incluso de que hablase qué diría.

– Su majestad está gravemente enfermo. Ha mandado llamarte.

No había tiempo para vestirse con la debida corrección. Doña Esmeralda buscó un tabardo de lana negra, y lo sostuvo detrás de mí para que yo deslizase los brazos por la abertura; después, movió la amplia prenda hacia delante y la aseguró a mi pecho con un broche. El abrigo, sobre mi camisón de seda, tendría que bastar. Esperé mientras ella recogía mi coleta en la nuca y la sujetaba con un alfiler. Salí y seguí al joven guardia de expresión grave, que sostenía una lámpara para alumbrar nuestro camino. En silencio, me llevó hasta el dormitorio del rey.

La puerta estaba abierta de par en par. Aunque era de noche y las pesadas cortinas estaban echadas, la habitación se hallaba más iluminada que nunca. Habían encendido todas las velas del gran candelabro, y tres lámparas de aceite ardían en la mesilla de noche. Debajo de la gran repisa dorada ardía un gran fuego que desprendía un tremendo calor y hacía resplandecer el busto dorado del rey Alfonso.

En un rincón, dos jóvenes médicos de expresión sombría hablaban en voz baja. Vi que eran los doctores Galeano y Clemente, reputados como los mejores de Nápoles.

Habían apartado las cortinas del dosel; en el centro del lecho yacía mi abuelo. Su rostro mostraba un color púrpura oscuro, el color del Lachrima Christi. Tenía los ojos fuertemente cerrados, los labios entreabiertos; su respiración salía en cortos y bruscos jadeos.

Juana estaba sentada a su lado en la cama, descalza y sin avergonzarse de vestir solo el camisón; llevaba los cabellos sueltos, y un oscuro mechón caía sobre su rostro. Miraba a su marido con una expresión de infinita ternura y compasión que solo había visto en la representación de los santos pintados por los artistas.

La mano izquierda del rey estaba encerrada entre las de ella. Me pregunté cómo ese hombre, capaz de tantas atrocidades, podía inspirar tanto amor.

En una silla algo apartada se encontraba mi padre. Inclinado hacia delante, miraba a Ferrante, con los dedos de las manos abiertos y apretados contra la frente y las sienes; su expresión era de absoluto desconsuelo. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas, y reflejaban innumerables y diminutas llamas. Alzó la mirada cuando entré y después se apresuró a apartarla.

Junto a él estaban los hermanos del padre: Federico y Francisco; ambos mostraban su dolor sin reparo. Federico sollozaba sin ningún pudor.

Los doctores, acabada su conversación, se dirigieron a mí.

– Alteza -dijo Clemente-, creemos que su majestad sufre de una incontrolada hemorragia en el cerebro.

– ¿No hay nada que se pueda hacer? -pregunté.

El doctor Clemente sacudió la cabeza de mala gana.

– Lo siento, alteza. -Hizo una pausa-. Antes de perder la capacidad del habla, dijo vuestro nombre.

Estaba demasiado aturdida para saber cómo responder, demasiado aturdida incluso para llorar ante la certeza de que el rey se moría.

Juana alzó su rostro sereno.

– Ven -me dijo-. Quería verte. Ven a sentarte a su lado.

Me acerqué a la cama, y con la ayuda de uno de los médicos, me senté en el lecho a la derecha de mi abuelo, mientras Juana se sentaba a su izquierda.

Con mucho cuidado, levanté la mano inerte de Ferrante y la apreté. Solté una exclamación cuando sus dedos huesudos apretaron la mía como garras.