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– ¿Lo ves? -susurró Juana-. Te conoce. Sabe que has venido.

Durante las horas siguientes, Juana y yo permanecimos sentadas juntas en un silencio solo interrumpido por algún sollozo de Federico. Comprendí por qué Ferrante, mientras agonizaba, se aferraba a su esposa; sin duda, su dulce bondad le procuraba consuelo. Pero no comprendí, en aquel momento, por qué me había llamado.

La respiración del rey se fue haciendo gradualmente más débil y más irregular. Llevaba muerto unos minutos cuando Juana se dio cuenta de que no respiraba; llamó a los doctores para que lo confirmasen.

Incluso muerto se aferraba a nosotras; tuve que librar mi mano de su sujeción.

Me deslicé de la cama para levantarme, y me encontré enfrentada a mi padre. Todas las señales de dolor y angustia habían desaparecido de su rostro. Estaba delante de mí, compuesto, imponente, regio.

Ahora era el rey.

Mi abuelo fue velado durante un día en el monasterio de Santa Clara, el preferido por la realeza para las funciones oficiales debido a su tamaño y grandeza. Siempre se había utilizado para los funerales y en sus capillas y naves se hallaban las criptas de la realeza napolitana. Detrás del altar estaba la tumba de Roberto el Prudente, el primer gobernante angevino de Nápoles. La tumba estaba coronada con un imponente monumento; en el nivel superior, mostraba al rey Roberto, coronado y triunfante, en su trono. Debajo había una escultura del rey en el reposo de la muerte, las manos piadosamente cruzadas sobre un cetro. A la derecha del altar se encontraba la sepultura de Carlos, duque de Calabria, el único hijo de Roberto.

En las horas anteriores al amanecer, antes de que el resto de la ciudad conociese la noticia, nuestra familia desfiló delante del cuerpo de Ferrante en su ataúd.

El rostro mostraba una expresión severa; en el cuerpo, consumido y frágil, no se atisbaba el menor rastro del leonino espíritu que una vez lo había animado. Ahora al fin era como los hombres en su museo: totalmente impotente.

Toda aquella noche, pensé en por qué yo le gustaba a mi abuelo, por qué me había llamado a la hora de su muerte. «Dura y fría», me había llamado orgullosamente, como si fuesen cualidades admirables.

Quizá había necesitado el consuelo de la bondad de Juana; quizá también había necesitado mi fuerza.

Comprendí de inmediato que mi matrimonio con Jofre Borgia era ahora inevitable. Mi padre había expresado con vehemencia su opinión; la boda solo era cuestión de tiempo. No tenía sentido comportarme como una niña y enfurecerme por mi destino. Era el momento de aceptarlo, de ser fuerte. No podía confiar en nadie más que en mí misma; si Dios y los santos existían, no se preocupaban con las mezquinas peticiones de una joven con el corazón destrozado.

Después de que la familia se despidiese de Ferrante, hubo un banquete en el gran salón. Aquel día no hubo música, ni bailes, solo fuertes discusiones.

Pasé sola y sin ser vista al dormitorio de Ferrante. Las cortinas continuaban descorridas y el dosel envuelto en negro; las colgaduras de terciopelo verde también estaban cubiertas con el color del luto.

Una de las lámparas de aceite sobre la mesilla de noche todavía ardía con una débil llama azul. La cogí, abrí la puerta que daba al pequeño cuarto del altar, y de allí pasé al reino de los muertos.

Poco había cambiado de cómo lo recordaba; el angevino llamado Robert todavía me dio la bienvenida con un gesto de su huesudo brazo. Esta vez, no me asusté. No había nada de que asustarse, me dije a mí misma, solo era un montón de piel seca y huesos atados en barras de hierro.

Pero había dos nuevos cadáveres desde mi última visita, hacía más de cuatro años. Caminé hasta el más cercano, y alcé la lámpara delante del rostro de la momia. Sus ojos de mármol tenían los iris pintados de color castaño oscuro; la barba y el bigote eran abundantes, y sus resplandecientes cabellos negros eran rizados. Ese no era un angevino de cabellos rubios, sino un español, o un italiano. Un ligero volumen de sus facciones indicaba que la muerte era reciente. En vida, sin duda había sido un hombre apuesto, que había reído y llorado, y quizá había sufrido alguna decepción en el amor; él también había sabido qué era ser víctima de una implacable crueldad.

Sin miedo, apoyé mis dedos en la brillante mejilla lacada.

Era fría y dura como la de mi abuelo y mi padre.

Como la mía.

Invierno-Primavera de 1494

***

Capítulo 4

Reparar las tensas relaciones entre Nápoles y el papado llevó tiempo. No me sorprendí porque pasara todo un mes antes de recibir la esperada llamada de mi padre.

Me había preparado para el encuentro y me había reconciliado con la idea de casarme con Jofre Borgia. Aquello me llenaba de un extraño orgullo; mi padre esperaría que el anuncio me hiriese y se desilusionaría cuando viera que no era así.

El guardia vino a buscarme y me llevó a las habitaciones del rey. El trono estaba cubierto con velos negros; mi padre no lo ocuparía hasta su coronación formal al cabo de unos meses.

El antiguo despacho de Ferrante ya mostraba el toque de mi padre: una buena alfombra, que formaba parte del botín de la batalla de Otranto, cubría el suelo de mármol; azulejos moriscos colgaban de las paredes. Había oído decir que mi padre había decapitado a muchos turcos; me pregunté a cuántos había matado para obtener esos trofeos. Miré la alfombra con su diluyo rojo y oro en busca de manchas de sangre, ansiosa por distraerme con otros pensamientos y así mantener la compostura durante la desagradable conversación.

El nuevo rey estaba ocupado, rodeado por sus consejeros. Cuando entré, estaba estudiando varios documentos desparramados sobre la mesa de madera oscura. En aquel instante, comprendí que los napolitanos ya no podríamos decir el «rey Alfonso» para referirnos al Magnánimo. Ahora había el rey Alfonso I y II. Miré más allá, a través de las ventanas abiertas que daban al oeste, al Castel dell'Ovo y al mar. Se decía que la gran fortaleza de piedra, supuestamente construida por Virgilio, descansaba sobre un gran huevo mágico oculto. Si el huevo alguna vez se rompía, toda Nápoles caería y se hundiría en el mar.

Esperé en silencio hasta que mi padre alzó la mirada y frunció el entrecejo distraídamente; yo era una interrupción en medio de una tarde muy ocupada. Su hijo Ferrandino, el ahora duque de Calabria, se inclinaba sobre su hombro, con una mano apoyada sobre la mesa. Ferrandino alzó la mirada al mismo tiempo, y me dirigió un cortés pero formal gesto que significaba: «Yo soy el siguiente en la línea sucesoria al trono, un heredero legítimo, y tú no lo eres».

– Te casarás con Jofre Borgia a principios de mayo -dijo mi padre escuetamente.

Me incliné en respuesta, y le dirigí un único pensamiento: «No puedes herirme».

El rey volvió su atención de nuevo a Ferrandino y a uno de sus consejeros; después de murmurar unas pocas frases, alzó otra vez la mirada como si le sorprendiese ver que todavía estaba ante él.

– Eso es todo -añadió.

Saludé, triunfante por mi autocontrol, pero también desilusionada al ver que mi padre parecía demasiado ocupado para darse cuenta. Me volví para marcharme, pero antes de que el guardia me escoltase hasta la puerta, el rey habló de nuevo.

– Ah. Para complacer a Su Santidad, acepté hacer príncipe a su hijo Jofre; es lo adecuado, dado tu rango. Por lo tanto, ambos gobernaréis el principado de Squillace, donde ahora residirás. -Me despidió con un breve gesto y volvió a su trabajo.

Me marché deprisa, cegada por el dolor.

Squillace estaba a varios días de viaje al sur de Nápoles, en la costa opuesta. El viaje era más largo desde Nápoles a Squillace que desde Nápoles a Roma.

Cuando regresé a mis habitaciones, arranqué el retrato de san Genaro de su lugar de honor y lo arrojé contra la pared. Cuando cayó al suelo, doña Esmeralda soltó un grito y se persignó, luego se dio la vuelta y me siguió hasta el balcón, donde yo estaba temblando e intentando transformar mi dolor en furia.