– ¡Cómo te atreves! ¡No hay excusa para semejante sacrilegio! -me riñó, severa y furiosa.
– ¡No lo entiendes! -repliqué-. ¡Jofre Borgia y yo vamos a vivir en Squillace!
Su expresión se suavizó en el acto. Por un momento, permaneció en silencio, y luego preguntó:
– ¿Crees que será más fácil para Alfonso que para ti? ¿Le obligarás de nuevo a que te consuele cuando su propio corazón está destrozado? Es probable que tú seas más propensa a mostrar tu temperamento, doña Sancha, pero no te engañes. Su alma es mucho más sensible.
Me volví para mirar el sabio y arrugado rostro de Esmeralda. Me rodeé las costillas con los brazos, solté un suspiro tembloroso y me obligué a calmar la tempestad que despertaba en mi interior.
– Debo controlar mis emociones -manifesté-, antes de que Alfonso se entere de esto.
Aquella noche, cené a solas con mi hermano. Habló animadamente de su clase de esgrima y del magnífico caballo que mi padre había comprado hacía poco para él. Sonreí y escuché, pero apenas participé en la conversación. Después dimos un paseo por el patio del palacio, vigilados por un único y distante guardia. Era comienzos de marzo, y el aire de la noche era fresco pero no desagradable.
Alfonso fue el primero en hablar:
– Esta noche estás muy callada, Sancha. ¿Qué te preocupa?
Titubeé antes de responder:
– Me preguntaba si te has enterado de la noticia…
Mi hermano se rehízo, y dijo, con fingida naturalidad:
– Entonces vas a casarte con Jofre Borgia. -De inmediato su voz adoptó un tono de consuelo-: No será malo, Sancha. Como te dije, quizá Jofre sea un amable joven. Al menos, vivirás en Nápoles; podremos vernos…
Me detuve en seco, me volví hacia él y apoyé mis dedos suavemente en sus labios.
– Querido hermano -me esforcé para mantener la voz firme y el tono ligero-. El papa Alejandro no solo quiere a una princesa para su hijo; quiere que su hijo sea un príncipe. Jofre y yo iremos a gobernar Squillace.
Alfonso parpadeó, sorprendido.
– Pero el contrato -comenzó, y después se detuvo-. Pero padre… -Guardó silencio. Por primera vez, no me centré en mis sentimientos, sino en los suyos. Mientras lo miraba una sombra de dolor pasó por sus bellas facciones; creí que se me partiría el corazón.
Pasé un brazo sobre sus hombros, y reanudamos el paseo.
– Siempre puedo venir a visitar Nápoles, y tú puedes visitar Squillace.
Él estaba acostumbrado a ser quien consolaba, no el consolado.
– Te echaré de menos.
– Y yo a ti. -Forcé una sonrisa-. Me dijiste una vez que el deber no siempre es agradable. Y es verdad, pero trataremos de superarlo con las visitas y las cartas.
Alfonso se detuvo, y me estrechó contra él.
– Sancha -dijo-. Ah, Sancha… -Él era más alto, y tuvo que agachar la cabeza para apoyar su mejilla contra la mía.
Le acaricié los cabellos.
– Todo saldrá bien, hermanito. -Lo abracé con fuerza y no me permití llorar. Ferrante, pensé, habría estado orgulloso.
El mes de mayo llegó demasiado pronto, y con él, Jofre Borgia. Llegó a Nápoles con una gran comitiva, y fue escoltado al gran salón del Castel Nuovo por mi tío, el príncipe Federico, y mi hermano Alfonso. Una vez que hubieron llegado los hombres, hice mi gran entrada; bajé la escalera con un vestido de brocado verde mar y una gargantilla de esmeraldas en el cuello.
Vi de inmediato por la boca un tanto abierta de mi novio que había causado una impresión favorable; no era ese mi caso.
Me habían dicho que Jofre Borgia tenía «casi trece años» y había esperado encontrar a un joven parecido a mi hermano. Incluso en el corto tiempo pasado desde que le había hablado a Alfonso de mi compromiso, su voz se había hecho más grave, sus hombros se habían ensanchado y se había vuelto más musculoso. Ahora me pasaba en altura cuatro dedos.
Pero Jofre era un niño. Yo había cumplido los dieciséis tras mi encuentro con la bruja, y ahora era una mujer con rotundos pechos y caderas. Había conocido el éxtasis sexual, el contacto de las manos de un hombre experimentado.
En cuanto al menor de los Borgia, era una cabeza más bajo que yo. Su rostro todavía era regordete como el de un bebé, su voz más aguda que la mía y su cuerpo tan menudo que podría haberlo levantado fácilmente. Para empeorar todavía más las cosas, llevaba los cabellos cobrizos como una niña, con largos rizos que caían sobre sus hombros.
Había escuchado los comentarios, como cualquiera que tuviera oídos en Italia, acerca de la incontrolable pasión de Alejandro por las mujeres hermosas. Cuando era un joven cardenal, Rodrigo Borgia escandalizó a su viejo tío, el papa Calixto, un día en el que tras realizar un bautismo, escoltó a todas las mujeres de la comitiva al patio cerrado de la iglesia, cerró la reja con llave y dejó que los hombres, enfurecidos, escucharan desde el exterior los sonidos de las risas y los juegos del amor durante varias horas. Incluso ahora, el papa Alejandro se había llevado a su última amante, Julia Orsini, de dieciséis años, para que viviese con él en el Vaticano y era dado a flagrantes exhibiciones públicas de afecto por ella. Se decía que ninguna mujer estaba a salvo de sus avances.
Era imposible creer que Jofre fuera hijo de ese hombre.
Recordé las fuertes manos de Onorato recorriendo mi cuerpo; recordé cómo me había montado, cómo yo me aferraba a su poderosa espalda mientras me poseía y luego me daba placer.
Entonces miré a aquel chiquillo huesudo y secretamente me encogí de disgusto al pensar en el lecho matrimonial. Onorato había conocido mi cuerpo mejor que yo misma. ¿Cómo podía enseñarle a esa criatura afeminada todo lo que un hombre debe saber sobre el arte de amar?
Mi corazón se desesperó. Pasé los días siguientes en un estado de estupefacta tristeza, pero me comporté lo mejor que pude en mi papel de novia feliz. Jofre pasaba las horas en compañía de su comitiva, y no hacía ningún esfuerzo por el cortejo; no era como Onorato, preocupado por mis sentimientos. Había venido a Nápoles por una razón: para conseguir la corona de príncipe.
La ceremonia civil se llevó a cabo primero, en el Castel Nuovo, presidida por el obispo de Tropea; fueron testigos mi padre y el príncipe Federico. En su ansiedad, el pequeño Jofre gritó su apresurada respuesta a la pregunta del obispo mucho antes de que el viejo acabase de formularla, cosa que provocó las risas de la multitud. Yo no pude sonreír.
Luego tuvo lugar la ofrenda de regalos de mi nuevo marido: rubíes, perlas, diamantes, brocados tejidos con hilos de oro, sedas y terciopelos, todo destinado a convertirse en adornos y vestidos para mí.
Pero nuestra unión no había sido bendecida aún por la Iglesia, y por lo tanto no podía consumarse físicamente; tuve un respiro de cuatro días antes de la misa.
El día siguiente era el de la Ascensión y de la fiesta de la aparición del arcángel Miguel; también fue proclamado un día de celebración para el reino de Nápoles.
El encapotado cielo de la mañana descargó un fuerte aguacero acompañado de ráfagas de viento. A pesar del mal tiempo, nuestra familia siguió a mi padre y a sus barones hasta el monasterio de Santa Clara, donde Ferrante había sido sepultado solo unos meses atrás.
Allí, el altar había sido preparado por el maestro de ceremonias pontificio de Alejandro, con todos los símbolos del poder napolitano dispuestos en el orden en que serían presentados al nuevo rey; la corona, con gemas y perlas; la espada real con la vaina enjoyada; el cetro de plata, coronado con la flor de lis de oro angevina, y el orbe imperial.
Mi padre nos precedió en la entrada a la iglesia. Nunca había parecido más apuesto, más regio que en aquel momento. Iba vestido con una túnica ajustada, calzones de satén negro y una capa de brillante brocado rojo con vivos de armiño blanco. Nuestra familia y los cortesanos nos detuvimos en los lugares designados, pero mi padre continuó solo por el pasillo.