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Permanecí junto a mi hermano y me aferré a su mano. Ninguno de los dos nos miramos a los ojos; sabía que si miraba a Alfonso, traicionaría mi tristeza en un momento en el que debía sentir todo lo contrario.

Había sabido, poco después de renovar mi compromiso con Jofre, el trato que el nuevo rey había hecho con el papa Alejandro. Alfonso II otorgaba el principado de Squillace a Jofre Borgia; a cambio, Su Santidad enviaría a un legado papal (en este caso, un poderoso cardenal de su propia familia) para coronar al rey. De esta manera, Alejandro daba su directa e irrevocable bendición y reconocimiento al reinado de Alfonso.

El acuerdo había sido idea del rey; no del Papa, como había dicho mi padre.

Sin duda, había comprado su alegría a costa de mi pesar.

El hombre que muy pronto sería conocido como Alfonso II se detuvo en el coro, donde fue saludado por el arzobispo de Nápoles y el patriarca de Antioquía. Lo guiaron hasta su asiento frente al altar, donde escuchó junto con el resto de nosotros la bula papal que lo declaraba indiscutido gobernante de Nápoles.

Mi padre se arrodilló sobre un cojín delante del cardenal Giovanni Borgia, el legado papal, y repitió con voz clara el juramento que le dictaba el legado.

Escuché al mismo tiempo que pensaba en mi destino.

¿Por qué mi padre me odiaba tanto? Se mostraba indiferente hacia sus demás hijos, salvo el príncipe heredero, Ferrandino, pero incluso a su hijo mayor solo le prestaba la atención necesaria para prepararlo para su posición en la vida. ¿Era porque yo causaba más problemas que los demás?

Quizá. Pero tal vez la respuesta también estaba en las palabras del viejo Ferrante: «De todos sus hijos, tú eres quien más se parece a tu padre».

Pero mi padre lloró cuando vio las momias angevinas; sin embargo, yo no.

«Tú siempre fuiste un cobarde, Alfonso.»¿Era posible que la crueldad de mi padre surgiese del miedo? ¿Me despreciaba porque yo poseía el único atributo que él no tenía: coraje?

Cerca del altar, mi padre había acabado de pronunciar el juramento. El cardenal le entregó un trozo de pergamino, y de esta manera lo invistió rey; luego dijo:

– Por virtud de la autoridad apostólica.

Ahora como príncipe del reino gracias al matrimonio, Jofre Borgia se adelantó, pequeño y solemne, con la corona. El cardenal la tomó de sus manos, y luego la colocó en la cabeza de mi padre. Era pesada y se deslizó un poco; el prelado la sostuvo con una mano mientras él y el arzobispo abrochaban la correa debajo de la barbilla de mi padre, para sujetarla.

Los símbolos del gobierno fueron entregados al nuevo rey: la espada, el cetro, el orbe. La ceremonia dictaba que todos los prelados del Papa formasen un círculo detrás de mi padre, pero sus hermanos, hijos y leales barones se adelantaron en una brusca e impetuosa muestra de apoyo.

Mi padre, con una sonrisa en los labios, se sentó en el trono mientras la asamblea lo vitoreaba.

«Viva re Alfonso! Viva re Alfonso!»

A pesar de mi furia y resentimiento por ser solo su peón, lo miré, coronado y glorioso, y me sorprendió la súbita oleada de lealtad y orgullo que sentí dentro de mí. Grité con los demás, con voz quebrada.

«Viva re Alfonso!»

Los tres días siguientes los dediqué a las pruebas de un espléndido vestido de novia. El peto estaba hecho con el brocado dorado, un regalo de mi futuro esposo, y el vestido era de terciopelo negro con gayaduras de satén, junto con una camisa de seda dorada; tanto el vestido como el corsé estaban recamados con las perlas de Jofre, y algunos de sus diamantes y perlas estaban engarzados en un tocado del más fino hilo de oro. Las mangas, que se ataban al corpiño, también eran de terciopelo negro.i rayas y satén, y tan voluminosas que hubiese podido introducir en una de ellas a mi nuevo marido. En otro momento habría puesto un gran interés y sentido mucho orgullo por ese vestido, y por adornarme para realzar todavía más mi belleza; pero no era ese el momento. Miraba aquel vestido como un prisionero mira sus cadenas.

El día de mi boda amaneció rojo, con el sol oscurecido por las nubes. Me asomé a mi balcón en el Castel Nuovo; no había podido dormir durante toda la larga noche, consciente de que renunciaría a mi casa y a todo lo que conocía para ir a vivir a una ciudad extraña. Saboreé el aroma del frío aire de mar y respiré profundamente; ¿sería el olor igual de dulce en Squillace? Contemplé la bahía verde plomizo presidida por el oscuro Vesubio, a sabiendas de que el recuerdo de aquella visión nunca sería suficiente para sostenerme. Mi vida giraba alrededor de mi hermano, y la suya alrededor de la mía; conversaba con él todas las mañanas, cenaba con él todas las noches, hablaba con él durante todo el día. Me conocía y me quería más que mi propia madre. Jofre parecía un buen chico, pero era un extraño. ¿Cómo podía enfrentarme a la vida con alegría sin Alfonso?

Solo una cosa me preocupaba todavía más: saber que mi hermano menor sufriría la misma soledad; quizá todavía más, porque doña Esmeralda había dicho que él era más sensible que yo. Esto sería lo más duro de soportar.

Por fin volví al interior para reunirme con mis damas y comenzar los preparativos de la ceremonia nupcial, que tendría lugar a media mañana.

A medida que avanzaba el día, el cielo se fue cubriendo de negros nubarrones, un perfecto reflejo de mi humor. Por el bien de Alfonso, oculté mi pena; me mostré graciosa, equilibrada.

Como novia, estaba magnífica con mi vestido; cuando entré en la capilla real del castillo, un murmullo de asombro corrió por la multitud allí reunida. No obtuve ningún placer de tal aprecio. Estaba demasiado preocupada intentando evitar la mirada de mi hermano; solo me permití espiarlo de reojo cuando pasé cerca de él. Se le veía regio y más mayor con una túnica azul oscuro, y una espada con empuñadura de oro en la cadera. Su expresión era tensa, grave, sin el menor rastro de la brillantez que había heredado de mi madre. Mantenía la mirada fija en el altar.

De la ceremonia religiosa, solo puedo decir que se prolongó eternamente, y que el pobre Jofre la soportó con toda la gracia real de que fue capaz. Pero cuando llegó el momento de pasarme el beso del obispo, se vio obligado a ponerse de puntillas, y sus labios temblaron.

Después se celebró un concierto, y a continuación una comida que duró horas, donde se bebió en abundancia y se dedicaron muchos brindis a la nueva esposa y a su marido. Cuando llegó el anochecer, Jofre se retiró a un palacio cercano que había sido preparado para nosotros. La puesta de sol quedó totalmente oscurecida por las grandes y oscuras nubes de tormenta que se habían acumulado sobre la bahía.

Llegué con la noche y los primeros truenos, acompañada por mi padre el rey y el cardenal de Monreale, Giovanni Borgia. El cardenal era un hombre feo de mediana edad, de labios gruesos y comportamiento grosero. Su cabeza estaba afeitada en la tonsura de los sacerdotes, y la pelada coronilla iba cubierta con un capelo de satén rojo; su corpulento cuerpo estaba vestido con una sotana de satén blanco, y encima llevaba la sobrevesta de terciopelo púrpura; en sus rechonchos dedos brillaban los diamantes y los rubíes.

Dejé a los hombres en el pasillo y entré en el dormitorio, que mis damas habían preparado para nosotros. Doña Esmeralda me desvistió, y no solo se llevó mi hermoso vestido de boda, sino también mi camisa de seda. Desnuda, fui llevada al tálamo donde Jofre esperaba. Al verme, abrió los ojos como platos; me miró con una ingenua falta de comedimiento mientras una de mis damas apartaba la sábana y esperaba que me acostase junto a mi marido; después subió las sábanas solo hasta mi cintura. Allí me quedé, con mis pechos desnudos ante el mundo.