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– Eres dulce, Jofre -repliqué con sinceridad. Era un chico, pero agradable, totalmente inocente, aunque careciese de inteligencia. Podría llegar a apreciarlo… pero nunca lo amaría. No de la manera en que había amado a Onorato.

– Lo siento -manifestó, con una súbita vehemencia-. Lo siento mucho… yo… -De pronto, se echó a llorar.

– Oh, Jofre. -Lo abracé-. Siento mucho que fuesen tan crueles contigo. Lo que hicieron no tiene nombre. Y lo que tú hiciste fue absolutamente normal.

– No -insistió él-. No es por la apuesta. Fue cruel por su parte, sí, pero soy un pésimo amante. No sé cómo complacer a las mujeres. Sabía que te decepcionaría.

– Calla -dije. Intentó apartarse, apoyarse sobre los codos, pero lo apreté contra mis pechos-. Únicamente eres joven. Todos comenzamos faltos de experiencia… y después aprendemos.

– Entonces aprenderé, Sancha -prometió-. Por ti, aprenderé.

– Calla. -Lo sostuve contra mí como el niño que era y comencé a acariciar sus largos y sedosos cabellos.

Fuera, se había desatado la tormenta y llovía a cántaros.

Verano de 1494-Invierno de 1495

***

Capítulo 5

A primera hora de la mañana siguiente, Jofre y yo iniciamos el viaje a nuestro nuevo hogar en el extremo sur de Calabria. Mantuve mi promesa de ser valiente: abracé a mi hermano y a mi madre y los besé sin derramar una lágrima; todos repetimos las promesas de visitarnos y escribirnos.

El rey Alfonso II, por supuesto, no se tomó la molestia de despedirse.

Squillace era una roca calcinada por el sol. La ciudad estaba colgada en lo alto de un empinado promontorio. Nuestro palacio, muy rústico para las costumbres napolitanas, se alzaba lejos del mar; la vista quedaba tapada en parte por el viejo monasterio fundado por el erudito Casiodoro. La costa era escabrosa y árida, y carecía de la graciosa curva de la bahía de Nápoles; las hojas desteñidas de los raquíticos huertos de olivos eran el único verdor. La contribución más importante a las artes de toda la región, de la que el populacho estaba muy orgulloso, era la cerámica marrón rojiza.

El palacio era un desastre; el mobiliario y las persianas estaban rotos, los cojines y los tapices destrozados, las paredes y los lechos agrietados. La tentación de ceder a la autocompasión y maldecir a mi padre por enviarme a un lugar tan horrible era grande. En cambio, me ocupé de transformar el palacio en una vivienda adecuada para la realeza. Pedí que trajeran el mejor terciopelo para reemplazar el brocado comido por las polillas en los viejos tronos, mandé rehacer los muebles y encargué el mejor mármol para reemplazar el desnivelado suelo de terracota en la sala del trono. Las habitaciones privadas de la pareja real -la del príncipe a la derecha de la sala del trono, la de la princesa a la izquierda- estaban incluso en peor estado de abandono, lo que me obligó a encargar más telas y a contratar a más artesanos para poner las cosas en orden.

Jofre tenía otra forma de mantenerse ocupado. Era joven, y estaba lejos de su dominante familia por primera vez; ahora que era el amo de su propio reino, no tenía idea de cómo comportarse con la corrección debida; así que no lo hizo. Muy poco después de nuestra llegada a Squillace, recibimos la visita de un grupo de los amigos romanos de Jofre, todos ansiosos por celebrarla buena fortuna del nuevo príncipe.

En los primeros días después de nuestro matrimonio -incluido el tiempo pasado en nuestro cómodo carruaje durante el viaje al sur- Jofre había intentado sin mucho entusiasmo cumplir su promesa de convertirse en mejor amante. Pero tendía hacia la ineptitud y la impaciencia; su propio deseo lo abrumaba muy pronto, y por lo general satisfacía sus necesidades sin ocuparse de las mías. Después de la ternura y las lágrimas que había mostrado en nuestra noche de bodas, pensé que había encontrado a alguien tan bondadoso como mi hermano. Muy pronto supe que las bonitas palabras de Jofre no salían tanto de la compasión como del deseo de apaciguar. Había una gran diferencia entre la bondad y la debilidad, y la agradable naturaleza de Jofre nacía de esto último.

Esto quedó del todo claro cuando aparecieron los amigos de Jofre a la semana de instalarnos en Squillace. Todos ellos eran jóvenes nobles; algunos estaban casados, pero la mayoría no, y ninguno de ellos era mayor que yo. También había un par de parientes, que habían ido hacía poco a Roma para sacar el máximo partido de sus vínculos con Su Santidad: el conde Hipólito Borja de España, que aún no había italianizado su apellido, y un joven cardenal de quince años, Luis Borgia, cuyos aires de relamida grandeza de inmediato provocaron mi desagrado. El palacio era un caos; había andamios por todas partes, había que reemplazar las cerámicas rotas de los suelos y ni siquiera estaba colocado el mármol en la sala del trono. Don Luis no perdía ocasión de comentar qué patética era nuestra vivienda y nuestro principado, sobre todo comparado con la magnificencia de Roma.

Cuando llegó el grupo, interpreté mi papelee anfitriona lo mejor posible, dado el entorno rural. Serví el banquete y escancié nuestro mejor Lachrima Christi, traído desde Nápoles, dado que el vino local era imbebible. Me vestí de negro, como debe vestir una buena esposa, y durante el festín, Jofre me exhibió con orgullo; los hombres me halagaron con innumerables brindis a mi belleza.

Sonreí; me mostré brillante y encantadora y atenta con los hombres que querían impresionarme con relatos de su coraje y su riqueza. Cuando se hizo tarde y todos estaban borrachos, me retiré a mis habitaciones y dejé a mi marido y a sus invitados.

Me desperté poco antes de la madrugada a causa de los gritos ahogados de un niño. Doña Esmeralda, que dormía a mi lado, también los oyó: alarmadas, nos miramos un instante, luego recogimos nuestras capas y corrimos hacia el lugar de donde procedía el sonido. Nadie con conciencia podía hacer caso omiso de algo tan conmovedor y doloroso.

No tuvimos que ir muy lejos. En el instante en que abrí la puerta que comunicaba mi antecámara con la del trono, me encontré con una bacanal que superaba todo lo imaginable. El suelo a medio levantar estaba cubierto de cuerpos abrazados; algunos se retorcían con la ebria pasión, otros permanecían inmóviles y roncaban por el exceso de vino. Eran los amigos de Jofre, y unas putas, comprendí con disgusto, aunque como mujer no me correspondía comentar nada sobre los pecadillos de los invitados de mi marido.

Sin embargo, cuando miré hacia los dos tronos, la ira se apoderó de mí.

Jofre, sentado en el suyo un tanto de lado, estaba desnudo de cintura para abajo; sus zapatillas, las medias y los calzones yacían en una pila en el escalón de la tarima y sus desnudas piernas estaban entrelazadas muy prietas con las de una mujer que estaba sentada sobre sus muslos. No era una cortesana de sangre noble, era la más vulgar y sucia de las putas locales -quizá le doblaba la edad a Jofre-; llevaba los labios pintados de un rojo fuerte y los ojos delineados con gruesos trazos de kohl; era esquelética, pobre, fea. Su barato vestido de satén rojo estaba recogido hasta la cintura, por lo que podía verse que no llevaba enagua debajo; sus pequeños y fofos pechos sobresalían por encima del corpiño para que mi joven esposo pudiese sujetarlos con las manos.

Jofre estaba tan borracho que no vio mi entrada y continuó montando a la muchacha, mientras ella soltaba exagerados gritos con cada movimiento.

Estas conductas eran de esperar por parte de los miembros de la realeza; no tenía ningún derecho a quejarme, excepto por la falta de respeto que Jofre mostraba hacia el símbolo del gobierno. Aunque había intentado prepararme para la inevitable infidelidad de Jofre, sentí la punzada de los celos.

Pero era el sacrilegio que se cometía junto a mi esposo lo que no podía soportar.