El cardenal Luis Borgia, que tanto adoraba todas las cosas romanas, estaba sentado en mi trono. Iba desnudo; la túnica roja y el capelo cardenalicio debían de haberse perdido en alguna parte en medio de la asamblea carnal. Sobre su falda se balanceaba uno de nuestros sirvientes de la cocina, un niño de unos nueve años, Matteo, que llevaba los calzones bajados hasta las rodillas. Las lágrimas caían por las mejillas del pequeño; era él quien había gritado, suyos eran los gritos que se habían convertido ahora en gemidos de dolor mientras el joven cardenal lo penetraba vigorosa, brutalmente, y lo aferraba por la cintura de forma que el niño no pudiera arrojarse al suelo. Matteo luchaba contra aquel movimiento sujetándose a los brazos del trono.
– ¡Basta! -grité. Furiosa por la crueldad y la irreverencia del cardenal, olvidé toda modestia y solté mi capa, que cayó al suelo; vestida solo con mi enagua, me acerqué sin más a Matteo e intenté apartarlo.
El cardenal, con el rostro desfigurado por la furia y la borrachera, se aferró al niño.
– ¡Déjalo que grite! ¡Le he pagado!
No me importó. El niño era demasiado pequeño para comprender por qué le habían pagado. Tiré de nuevo con más fuerza; la sobriedad me confería una decisión de la que Luis carecía. Se aflojaron sus manos y me llevé al niño lloroso para encomendárselo a una enfurecida doña Esmeralda. Ella se lo llevó para que lo atendiesen.
Indignado, Luis Borgia se levantó demasiado rápido dada su borrachera. Se tambaleó y cayó sentado en el escalón que conducía a mi trono, luego apoyó un brazo y la cabeza sobre el nuevo cojín de terciopelo, ahora manchado con la sangre de Matteo.
– ¡Cómo te atreves! -dije, con mi voz temblando de ira-. ¡Cómo te atreves a hacerle daño a un niño, le hayas pagado o no, y cómo te atreves a faltarme al respeto al realizar semejante acto en mi trono! Ya no eres un huésped bienvenido en este palacio. Te marcharás en cuanto amanezca.
– Soy el invitado de tu marido -balbució-, no el tuyo, y harías bien en recordar quién manda aquí. -Se volvió hacia mi marido; Jofre mantenía aún los ojos cerrados, los labios todavía entreabiertos, mientras embestía el cuerpo de la puta-. ¡Jofre! ¡Alteza, prestad atención! ¡Vuestra nueva esposa es un maldito marimacho!
Jofre parpadeó; sus movimientos cesaron.
– ¿Sancha? -Me miró titubeante, demasiado borracho para darse cuenta de las implicaciones de la situación, para sentir vergüenza.
– Estos hombres deben marcharse -manifesté, con una voz clara y fuerte para asegurarme que me escuchaba-. Todos ellos, por la mañana, y las rameras deben irse ahora.
– ¡Puta! -gritó el cardenal, y después inclinó la cabeza sobre el flamante cojín de terciopelo de mi trono, y vació el contenido de su estómago.
Tras mi insistencia, los huéspedes de Jofre se marcharon a la tarde siguiente. Mi esposo estuvo indispuesto la mayor parte del día; no fue hasta última hora que hablé con él de los acontecimientos de la noche anterior. Apenas recordaba nada, ya que sus amigos lo habían empujado a beber. Afirmó no recordar nada de las putas, y por supuesto aseguró que él nunca hubiese mancillado el honor del trono cometiendo voluntariamente semejantes actos, de no haber sido por la incitación de sus amigos.
– ¿Es ese comportamiento habitual en Roma? -pregunté-. Porque aquí no podrá ser, ni en ninguna otra parte donde yo viva.
– No, no -me aseguró Jofre-. Fue mi primo Luis; es un lujurioso, pero nunca debería haber permitido que me emborrachara hasta perder los sentidos. -Hizo una pausa-. Sancha. No sé por qué busqué consuelo en los brazos de una puta, cuando tengo la esposa más adorable de toda Italia. Tú lo sabes… tú eres el amor de mi vida. Sé que soy torpe e insensato; sé que no soy el más listo de los hombres. No espero que correspondas a mi amor. Solo que te apiades de mí…
Entonces suplicó mi perdón, de manera tan lastimosa que cedí, porque no tenía ningún sentido hacer que nuestras vidas fuesen desagradables solo por despecho.
Pero recordé su debilidad, y tomé nota del hecho de que mi marido era fácil de convencer, y no un hombre en el que se pudiera confiar.
Menos de dos semanas después, recibimos a un nuevo visitante, este enviado por Su Santidad, el conde de Marigliano. Era un hombre mayor, pulcro y majestuoso, con los cabellos canosos y un vestido discreto y elegante. Le di la bienvenida con una excelente cena; me quedé mucho más tranquila al ver que, a diferencia de los demás amigos de Jofre, no parecía en absoluto interesado en la juerga.
En cambio me sorprendió lo que sí le interesaba.
– Doña Sancha -dijo con voz grave, mientras disfrutábamos de las últimas botellas de Lachrima Christi después de la cena (los amigos de Jofre se habían bebido casi todas las que habíamos traído de Nápoles)-. Debo ahora abordar un tema muy difícil. Lamento tener que hablar de estos asuntos contigo en presencia de tu marido, pero ambos debéis ser informados de los cargos que se han presentado contra ti.
– ¿Cargos? -Miré al viejo con una expresión incrédula; Jofre también se mostraba sorprendido-. Me temo que no lo entiendo.
El tono del conde era a la vez firme y delicado.
– Ciertos… visitantes de tu palacio han dicho haber sido testigos de conductas indebidas.
Miré a mi esposo, que observaba su copa con expresión culpable, y la hacía girar en sus dedos de forma que las gemas facetadas reflejaran la luz.
– Hubo un comportamiento incorrecto -repliqué-, pero nada tiene que ver conmigo. -No tenía la intención de complicar a Jofre, pero tampoco permitiría que mi acusador consiguiese su venganza-. Dime, ¿uno de los testigos fue el cardenal Luis Borgia?
El conde asintió con un gesto apenas perceptible.
– ¿Puedo preguntar cómo lo sabes?
– Descubrí al cardenal en una situación comprometida -respondí-. La situación era tal que le exigí que abandonase el palacio tan pronto como fuese posible. No se mostró complacido.
De nuevo, el viejo asintió mientras valoraba la información.
Jofre se había sonrojado con lo que parecía ser una combinación de ira y vergüenza.
– Mi esposa no ha hecho nada malo. Es una mujer de elevada moral. ¿Qué cargos se han presentado contra ella?
El conde bajó la mirada en una muestra de renuencia y modestia.
– Que ella ha recibido no a uno, sino a varios hombres en diversos momentos en sus aposentos privados.
Solté una corta risa de incredulidad.
– ¡Eso es absurdo!
Marigliano se encogió de hombros.
– No obstante, Su Santidad está muy preocupado, hasta el punto que ha decidido llamaros a ambos a Roma.
Por infeliz que fuese en Squillace, no tenía el menor deseo de ir a vivir entre los Borgia. Al menos en Squillace estaba cerca del mar. Jofre también parecía inquieto al pensar en regresar a su ciudad natal. Hablaba muy de vez en cuando de su familia, nunca demasiado; por lo poco que había dicho, había deducido que se sentía intimidado por ellos.
– ¿Cómo podemos desmentir estos cargos? -pregunté.
– He sido enviado aquí para llevar a cabo una investigación oficial -respondió Marigliano. Aunque distaba mucho de sentirme cómoda con la idea de ser investigada por un representante papal, me gustaba la sinceridad del viejo conde. Era amable pero directo, un hombre íntegro-. Requeriré acceso a todos los sirvientes de la casa para poder entrevistarlos.
– Puedes hablar con cualquiera -manifestó Jofre en el acto-. Estarán muy felices de decirte la verdad acerca de mi esposa. -Sonreí a mi marido, agradecida por su apoyo.
– También está la cuestión de su extravagancia -continuó el conde-. Su Santidad no está complacido con la cantidad de dinero que se ha gastado en el palacio de Squillace.
– Creo que es una pregunta que tú mismo puedes responder con tus ojos -le dije-. Te bastará con mirar a tu alrededor y juzgar si nuestro entorno es demasiado lujoso.