Ante eso, incluso Marigliano tuvo que sonreír.
La investigación concluyó al cabo de dos días. Para entonces, el conde había hablado con todos los sirvientes, señores y damas de compañía; me aseguré también de que hablase en privado con el pequeño Matteo. Toda nuestra corte tuvo la prudencia de no implicar a Jofre en ninguna fechoría.
Yo misma escolté a Marigliano hasta su carruaje. Se demoró para que su ayudante se adelantara, de forma que él y yo pudiésemos hablar en privado.
– Doña Sancha, dado lo que sé de Luis Borgia no tenía duda cuando comencé esta investigación de que eras inocente de los cargos. Ahora sé que, además de inocente, eres una mujer que ha inspirado gran afecto y lealtad en todos aquellos que te rodean. -Miró en derredor con un aire un tanto furtivo-. Mereces saber toda la verdad. Las acusaciones del cardenal no fueron el único motivo por el que fui enviado aquí.
No podía imaginar qué intentaba insinuar.
– Entonces, ¿por qué?
– Porque estos testigos hablaron de tu gran belleza. Tu marido la ha descrito en sus cartas con los términos más líricos, algo que ha despertado el interés de Su Santidad. Pero ahora se dice que tú eres incluso más hermosa que La Bella.
La Bella. Ese era el apodo que se daba a Julia Orsini, la actual amante del Papa, de quien se decía que era la mujer más hermosa de Roma y quizá de toda Italia.
– ¿Qué le dirás a Su Santidad?
– Soy un hombre sincero, madonna. Debo decirle lo que es verdad. Pero también le diré que eres el tipo de mujer que es leal a su marido. -Hizo una pausa-. Aunque para serte sincero, alteza, no creo que este último dato signifique ninguna diferencia.
Esta vez no tuve ningún placer en el halago. Si no había querido casarme con Jofre Borgia no era porque había estado enamorada de otro hombre, sino porque quería quedarme en Nápoles con mi hermano, y porque Jofre no era más que un niño. Ahora tenía otra razón para lamentarme: un suegro con lascivas intenciones, que resultaba ser el jefe de toda la cristiandad.
– Que Dios te bendiga y proteja, alteza -dijo Marigliano, y luego subió a su carruaje para regresar a Roma.
Muy pronto tuve una preocupación mayor que la de pensar en un amoroso suegro, un Papa con pretensiones de convertirme en su nueva amante.
Un mes después de mi boda, las noticias llegaron hasta Calabria: Carlos VIII, rey de Francia, planeaba invadir Nápoles.
Re Petito, lo llamaba la gente, «El pequeño rey», porque había nacido con la columna corta y encorvada, y los miembros retorcidos; se parecía más a una gárgola que a un hombre. También había nacido con ansias de conquista, y no les costó mucho a sus consejeros convencerlo de que los angevinos de Nápoles anhelaban un rey francés.
Su reina, la encantadora Ana de Bretaña, había hecho todo lo posible para disuadirlo de sus sueños de invasión. Ella y el resto de Francia eran católicos devotos y leales al Papa, que se escandalizaría por una intrusión en Italia.
Preocupada, escribí a mi hermano Alfonso para saber la verdad sobre ello. Tardé semanas en recibir una respuesta que me dio poco consuelo.
No temas, querida hermana.
Es verdad que el rey Carlos está hambriento de conquistas; pero en este mismo momento, nuestro padre está reunido con su santidad Alejandro en Vicovaro. Han formado una alianza militar, y han planeado a fondo su estrategia; una vez que Carlos se entere de esto, le asaltarán las dudas y renunciará a su tonta idea de una invasión. Además, con el Papa tan claramente a nuestro lado, el pueblo francés nunca apoyará un ataque a Nápoles.
Alfonso intentó presentar todo lo que me decía en los términos más positivos, pero comprendí su carta demasiado bien. La amenaza francesa era real; hasta tal punto que mi padre y el Papa estaban trazando los planes de batalla en un lugar en las afueras de Roma. Le leí el texto a doña Esmeralda.
– Es tal como predijo el sacerdote Savonarola -manifestó con voz sombría-. Es el fin del mundo.
Me burlé.
No daba el menor crédito a ese loco florentino que se proclamaba a sí mismo el ungido de Dios, ni a las masas que acudían a escuchar su apocalíptico mensaje. Girolamo Savonarola clamaba contra Alejandro desde la seguridad de su pulpito en el norte y criticaba a la familia gobernante de su propia ciudad, los Mèdici. El fraile dominico se había presentado en persona a Carlos de Francia y había afirmado que él, Savonarola, era el mensajero de Dios, escogido por Él para reformar la Iglesia y expulsar a los paganos amantes del placer que se habían apoderado de ella.
– Savonarola es un loco -señalé-. Cree que el rey Carlos es el azote enviado por Dios. Cree que san Juan predijo la invasión de Italia en el Apocalipsis.
Ella se persignó ante mi falta de reverencia.
– ¿Cómo puedes estar tan segura de que él está equivocado, madonna? -Bajó la voz, como si le preocupase que Jofre, al otro lado del palacio, pudiese escucharla-. Es la perversidad del papa Alejandro y la corrupción de sus cardenales lo que ha acarreado esto sobre nosotros. A menos que se arrepientan, no tendremos ninguna esperanza…
– ¿Por qué Dios iba a castigar a Nápoles por los pecados de Alejandro? -pregunté.
Para esto, ella no tenía respuesta.
De todos modos, doña Esmeralda comenzó a rezarle a san Genaro; yo empezaba a inquietarme. No solo estaba amenazado el trono de la familia; además, mi hermano menor ya no era demasiado joven para luchar. Le habían adiestrado en el arte de la espada. Si surgía la necesidad, lo llamarían para empuñar una.
La vida prosiguió el resto del verano en Squillace. Era amable con Jofre, aunque dado su débil carácter, era incapaz de amarlo. En público éramos afectuosos el uno con el otro, a pesar de que visitaba mi dormitorio cada vez menos y pasaba más noches en compañía de las putas locales. Hice todo lo posible por no demostrar dolor o celos.
Llegó septiembre, y con él las malas noticias.
Recibí carta de Alfonso.
Querida hermana:
Quizá ya lo hayas escuchado: el rey Carlos ha llevado a sus tropas a través de los Alpes. Los pies de los soldados franceses pisan suelo italiano. Los venecianos han llegado a un acuerdo con ellos, y, por lo tanto, su ciudad se librará, pero los ojos de Carlos están puestos ahora en Florencia.
No debes preocuparte. Hemos reunido un considerable ejército al mando de Ferrandino el príncipe de la Corona, que llevará a sus hombres hacia el norte para detener al enemigo antes de que llegue a Nápoles. Yo me quedaré aquí con nuestro padre, así que no debes preocuparte por mí. Nuestro ejército, una vez que se haya reunido con las fuerzas papales, será invencible. No hay motivo para asustarse, porque su santidad Alejandro ha declarado públicamente: «Perderemos nuestra mitra, nuestras tierras y nuestras vidas, antes que abandonar al rey Alfonso en su necesidad».
No pude ocultar más mi angustia. Jofre hizo todo lo posible para consolarme.
– No irán más allá de Roma -prometió-. El ejército de mi padre lo detendrá.
Mientras tanto, los franceses avanzaban deprisa. Habían saqueado Florencia, ese centro de la cultura y el arte, y luego habían continuado implacables su camino hacia el sur.
«Nuestras tropas progresan -escribió Alfonso-. Muy pronto se reunirán con el ejército papal y detendrán al ejército de Carlos.»El último día de diciembre del año 1494, la predicción de mi hermano fue puesta a prueba. Cargados con los valiosísimos bienes robados, los franceses entraron en Roma.
Jofre recibió la noticia de la invasión a través de una carta escrita por su hermana mayor Lucrecia. Esta vez me correspondió a mí consolarlo, dado que ambos nos imaginábamos sangrientas batallas en las grandes plazas de la ciudad santa. Durante días sufrimos al no tener noticias.
Una aciaga tarde, cuando yo estaba sentada en mi balcón escribiendo una larga epístola a mi hermano -la única manera satisfactoria de tranquilizar mis nervios-, escuché el estruendo de cascos. Corrí a la balaustrada y vi a un solitario jinete que cruzaba la entrada del castillo y desmontaba.