Por esa razón, mi hermano y yo nos habíamos criado como niños de la realeza, con todos los derechos y privilegios en el Castel Nuovo, el palacio del rey. Mi madre era libre de ir y venir como desease mi padre, y a menudo se quedaba en el palacio con él. Solo las sutiles alusiones de nuestros hermanastros y algunas más claras de nuestro padre nos recordaban que éramos de posición inferior. Yo no jugaba con los hijos legítimos de mi padre, que eran varios años mayores, o con mi tía Juana y mi tío Carlos que tenían más o menos mi misma edad. En cambio, mi hermano menor Alfonso y yo éramos compañeros inseparables. Pese a llevar el mismo nombre de mi padre, era el polo opuesto: rizos dorados, rostro dulce, carácter amable, con una brillante inteligencia libre de toda malicia. Tenía los mismos ojos azul claro de donna Trusia, mientras que yo me parecía a nuestro padre hasta tal punto que, de haber sido un varón, hubiésemos parecido mellizos separados por una generación.
Isabel nos llevó por un pasillo hasta el frente del santuario que había sido acordonado; incluso después de haber ocupado nuestro lugar en la catedral, mi hermano y yo continuamos cogidos de la mano. La gran catedral nos empequeñecía. Muy arriba, a la distancia de varios cielos, estaba la enorme cúpula dorada, que relucía resplandeciente por la luz del sol que entraba por las ventanas ojivales.
Después iban los hombres de la realeza. Mi padre -Alfonso, duque de Calabria, aquella extensa y rústica región muy al sur, en la costa oriental- abría la marcha. Heredero al trono, era famoso por su ferocidad en la batalla; en su juventud, había arrebatado el estrecho de Otranto a los turcos tras una victoria que le había significado la gloria, aunque no el amor de la gente. Cada movimiento, cada mirada y cada gesto eran imperiosos e impresionantes, un efecto acentuado por su severo traje rojo y negro. Era más hermoso que cualquiera de las mujeres presentes, con una nariz fina perfectamente recta y los pómulos altos. Sus labios eran rojos, carnosos y sensuales debajo del fino bigote, sus grandes ojos azul oscuro destacaban bajo una corona de resplandeciente cabello negro azabache.
Solo una cosa disminuía su apostura: la frialdad en su expresión y en sus ojos. Su esposa, Ippolita Sforza, había muerto cuatro años atrás: la servidumbre y nuestras parientes mujeres susurraban que ella había muerto para escapar de la crueldad de su marido. La recuerdo vagamente como una persona frágil de ojos saltones, una mujer desdichada; mi padre nunca olvidaba enumerarle sus defectos, o recordarle que el suyo había sido un matrimonio de conveniencia porque ella procedía de una de las más antiguas y poderosas familias de Italia. También aseguraba a la pobre Ippolita que él obtenía muchísimo más placer en los brazos de mi madre que en los suyos.
Lo observé mientras pasaba delante de las mujeres y los niños, que formábamos una hilera delante mismo del altar, y se colocaba a un lado del trono vacío que esperaba la llegada de su padre, el rey. Detrás de él iban mis tíos: Federico y Francisco. Luego, el hijo mayor de mi padre, que llevaba el nombre del abuelo, pero al que llamaban afectuosamente Ferrandino. Entonces tenía diecinueve años, era el segundo en la línea de sucesión al trono y el segundo hombre más apuesto de Nápoles pero el más atractivo porque era de un carácter afectuoso y abierto. Al pasar entre los fieles, los suspiros femeninos sonaron en su estela. Lo seguía su hermano menor Pedro, que tenía la desgracia de parecerse a su madre.
El rey Ferrante entró el último, con calzas, una capa de terciopelo negro y una túnica de brocado de plata bordada con hilo de oro. En la cadera llevaba la espada enjoyada que le habían dado el día de la coronación. Aunque era viejo y solía cojear debido a la gota, ese día se movía ágilmente, sin ninguna vacilación. Su apostura había disminuido con la edad y la indulgencia. Sus cabellos eran blancos y ralos y dejaban a la vista el cuero cabelludo teñido de rosa por el sol; tenía una considerable papada debajo de la barba recortada. Sus cejas eran oscuras y sorprendentes, sobre todo de perfil, debido a que cada grueso pelo intentaba lanzarse en una dirección diferente. Sus ojos eran idénticos a los míos y a los de mi padre: de un azul intenso con toques de verde, y que solían cambiar de color de acuerdo con la luz y los tonos que lo rodeaban. La nariz era roja, picada de viruela; las mejillas estaban cubiertas con venillas reventadas. Pero su porte era regio, y aún era capaz de hacer callar a una multitud con solo aparecer en una habitación.
Su solemne expresión, al entrar en la catedral de San Genaro, emanaba pura ferocidad. La multitud se arrodilló y esperó a que el rey se acomodara en el trono cerca del altar.
Solo entonces se atrevieron a levantarse; solo entonces el coro comenzó a cantar.
Torcí el cuello y alcancé a ver el altar, donde un busto de plata de san Genaro con la mitra de obispo estaba colocado delante de las velas. Cerca había una estatua de mármol, de tamaño un poco mayor que el natural, de Genaro con sus atributos; dos dedos de una mano levantados en una bendición y el báculo apoyado en el pliegue del codo.
Una vez que el rey se hubo sentado y el coro acabó de cantar, el obispo de Nápoles salió de la sacristía y pronunció la invocación; luego apareció su asistente, con un relicario de plata con forma de farol.
Detrás del cristal había algo pequeño y oscuro; no podía verlo claramente desde mi sitio, por ser demasiado baja; mi visión estaba obstruida por la espalda de mis tías vestidas de seda negra y las capas de terciopelo de los hombres, pero espié entre ambas. Sabía que era el frasco que contenía la sangre seca del martirizado san Genaro, torturado y después brutalmente decapitado por orden del emperador Diocleciano hacía más de mil años.
Nuestro obispo y el sacerdote rezaron. Las zie di San Genaro soltaron sonoros gemidos e imploraron al santo. Con mucho cuidado y sin tocar el cristal, el sacerdote hizo girar el relicario una y otra vez.
Pareció que pasaba una eternidad. A mi lado, Isabel había agachado la cabeza y había cerrado los ojos; sus labios se movían en una silenciosa plegaria.
A mi otro lado, el pequeño Alfonso también había bajado la cabeza solemnemente, pero por debajo de los rizos espiaba con fascinación al sacerdote.
Yo creía con toda el alma en el poder de Dios y de los santos para intervenir en los asuntos de los hombres. Consideré más seguro seguir el ejemplo de Isabel, así que agaché la cabeza, cerré los ojos y susurré una plegaria al santo patrón de Nápoles: «Bendice nuestra amada ciudad y mantenía segura. Protege al rey y a mi padre, a mi madre y a Alfonso. Amén». Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Atisbé el altar, al sacerdote que mostraba orgulloso la reliquia de plata, y la sostenía en alto para que la observase la multitud. «II miracolo è fatto.»El milagro se había hecho.
El coro guió a la congregación en el tedeum, la alabanza a Dios por darnos esa bendición.
Desde donde estaba, no podía ver qué había ocurrido, pero Isabel me lo susurró al oído: la oscura y seca sustancia en el frasco había comenzado a derretirse, y después a burbujear: la vieja sangre volvía de nuevo a licuarse. San Genaro nos daba el aviso de que había escuchado nuestras plegarias, y estaba complacido; protegería a la ciudad a la que había servido como obispo durante sus años mortales.
Era un buen augurio, murmuró ella, sobre todo para el rey en su aniversario. San Genaro lo protegería de todos sus enemigos.
El actual obispo de Nápoles cogió el relicario de manos del sacerdote y bajó del altar para ir al trono. Sostuvo la caja cuadrada de cristal y plata delante del rey Ferrante y esperó a que el monarca se levantara para acercarse.