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El estilo de sus prendas era napolitano; dejé caer la pluma y corrí escaleras abajo al tiempo que ordenaba a doña Esmeralda que fuese a buscar a Jofre.

Entré presurosa en el gran salón, donde el jinete ya esperaba. Era joven, con los cabellos, la barba y los ojos negros, y vestía las prendas de un noble, de color marrón oscuro; estaba cubierto de polvo, y agotado por el duro viaje. No traía carta alguna, como yo había esperado; el mensaje que portaba era demasiado crucial para ponerlo por escrito.

Pedí que le sirviesen vino y comida, y él bebió y comió con ansia mientras yo esperaba impaciente a mi marido. Por fin, entró Jofre; le dimos licencia al pobre hombre para que se sentase, y nos acomodamos mientras escuchábamos su relato.

– Vengo a petición de vuestro tío, el príncipe Federico -me dijo el jinete-. Ha recibido noticias directas del príncipe heredero Ferrandino, que como sabéis estaba en Roma al mando de nuestras fuerzas.

La palabra «estaba» provocó de inmediato mi alarma.

– ¿Qué noticias hay de Roma? -preguntó Jofre, incapaz de contenerse-. ¿Mi padre, su santidad Alejandro, mi hermano y mi hermana, están bien?

– Lo están -contestó el mensajero. Jofre se echó hacia atrás con un suspiro-. Hasta donde sé, están sanos y salvos detrás de los muros del castillo de Sant'Angelo. La que ahora es grave es la situación de Nápoles.

– Habla -le ordené.

– El príncipe Federico me ha encomendado que transmita lo siguiente: el ejército del príncipe de la Corona Ferrandino entró en Roma y entabló combate con el ejército francés. Sin embargo, las fuerzas del rey Carlos superaban en número a las de Nápoles, por lo que Ferrandino tenía que confiar en la ayuda prometida por Su Santidad.

»Sin el conocimiento del Papa, la familia Orsini había conspirado con los franceses y secuestrado a Julia, que es conocida como La Bella, la favorita de Alejandro. Cuando Su Santidad se enteró de que donna Julia estaba en peligro ordenó a su propio ejército que se mantuviese al margen y al príncipe Ferrandino que se retirase de la ciudad.

»El príncipe Ferrandino, enfrentado a una derrota segura, se vio forzado a obedecer. Ahora va de regreso a Nápoles, donde se preparará para enfrentarse de nuevo al ejército francés.

»Su Santidad, mientras tanto, recibió al rey Carlos en el Vaticano y allí negoció con él. A cambio del regreso de donna Julia, ofreció a su hijo don César (tu hermano, príncipe Jofre) como rehén para cabalgar con los franceses. De esta manera, ha garantizado al re Petito el paso seguro a Nápoles.

Miré al mensajero durante un largo momento antes de susurrar:

– Nos ha traicionado. Por el amor de una mujer, nos ha traicionado… -Tal era mi cólera que no podía moverme, solo podía mirar incrédula al joven noble. A pesar de su discurso de entregar la mitra, las tierras y la vida, Alejandro había abandonado al rey Alfonso sin perder nada a cambio.

El cansado noble bebió un largo trago de vino antes de continuar.

– Tampoco las cosas van bien en Roma, alteza. Los franceses han saqueado la ciudad. -Se volvió hacia Jofre-. Vuestra madre, Vannozza Cattanei; su palacio ha sido saqueado, y se dice… -Bajó la mirada-. Perdón, alteza. Se dice que cometieron actos indignos en su persona.

Jofre se llevó una mano a los labios.

– Doña Sancha -continuó el jinete-, vuestro tío, el príncipe Federico, os envía este mensaje urgente: Nápoles necesita la ayuda de todos sus ciudadanos. Se teme que la presencia de los franceses estimulará un levantamiento entre los barones angevinos. El príncipe requiere que vos y vuestro esposo aportéis todos los hombres y las armas que Squillace pueda proporcionar.

– ¿Por qué te ha enviado mi tío, y no mi padre, el rey? -pregunté. Estaba convencida que a mi padre no le importaba en absoluto mantenerme informada, que solo era otro insulto más.

Pero la respuesta del mensajero me sorprendió.

– Ha sido necesario que el príncipe Federico se ocupase de los asuntos del reino. Lamento ser yo quien os lo diga, alteza. Su majestad no está bien.

– ¿No está bien? -Me levanté sorprendida por lo mucho que me había inquietado esta noticia, por el mero hecho de que me importase-. ¿Qué le ocurre?

El joven rehuyó mi mirada.

– No le aflige nada físico, alteza. Nada que los doctores puedan curar. Él… a él le ha afectado mucho la amenaza francesa. No es el mismo.

Me dejé caer en mi silla, sin hacer caso de la aguda mirada que me dirigió mi esposo. La imagen del jinete que tenía delante desapareció: solo veía el rostro de mi padre. Por primera vez, no hice caso de la crueldad de aquellas palabras, de la expresión burlona dirigida hacia mí. En cambio vi la mirada oscura y angustiada de sus ojos, y comprendí que no debería sorprenderme saber que estaba desequilibrado mentalmente. Después de todo, era el hijo de Ferrante, que no solo había matado a sus enemigos, sino que había cubierto sus pieles embalsamadas con magníficos vestidos y les había hablado como a los vivos.

No tendría que haberme sorprendido en absoluto; debería haber comprendido desde el principio que mi padre estaba loco, que mi suegro era un traidor, y que los franceses estaban, a pesar de todos los esfuerzos de Alfonso para convencerme de lo contrario, de camino a Nápoles.

Me levanté y permanecí de pie.

– Puedes comer y descansar todo lo que quieras -le dije al mensajero-. Luego, volverás para decirle al príncipe Federico que Sancha de Aragón ha escuchado su llamada. Lo veré en carne y hueso no mucho después de tu regreso.

– ¡Sancha! -protestó Jofre-. ¿No has prestado atención?

Carlos lleva a su ejército a Nápoles. ¡Es demasiado peligroso! Tiene mucho más sentido quedarnos aquí en Squillace. Los franceses tienen pocos motivos para atacarnos. Incluso si deciden apoderarse de nuestro principado, pasarán algunos meses…

Me volví hacia él con un revoloteo de faldas.

– Mi querido esposo -repliqué con una voz más fría y más dura que el hierro-, ¿no has prestado atención? El tío Federico ha pedido ayuda, y no se la negaré. ¿Tan pronto has olvidado que tú, en virtud de tu matrimonio conmigo, eres un príncipe de Nápoles? No solo debes proveer tropas, tu propia espada debe alzarse en su defensa. Si no vas tú, yo cogeré tu espada y la enarbolaré.

Jofre no supo qué replicar; me miró, pálido y un tanto avergonzado porque le reprochara su cobardía delante de un extraño.

En cuanto a mí, salí de la sala y volví a mis aposentos para decir a mis damas que comenzasen a hacer el equipaje de inmediato.

Regresaba a casa.

Invierno de1495

***

Capítulo 6

El carruaje que nos había llevado a mí y a mi esposo a Squillace fue preparado para el viaje de regreso a Nápoles. Esta vez viajamos con un gran contingente de guardias, armados para la batalla; atravesamos Italia de costa a costa. Dado el tamaño de nuestra comitiva -tres carretas con nuestros ayudantes y el equipaje- el viaje requirió varios días.

Durante ese tiempo pensé con temor en la reunión con mi padre. «Muy alterado -había dicho el mensajero-. No está bien. No es el mismo.» Había dejado el gobierno del reino en manos de Federico. ¿Estaba cediendo a la misma locura que se había apoderado de Ferrante? En cualquier caso, me juré que dejaría a un lado mi dolor personal y mi antipatía. Mi padre era el rey, y en esos momentos de guerra inminente requería absoluta lealtad. Si estaba en condiciones de entenderme, se la manifestaría.

La última mañana de nuestro viaje, cuando vimos que el Vesubio se alzaba sobre el panorama, sujeté emocionada la mano de doña Esmeralda. Qué alegría acercarnos a la ciudad y ver la gran cúpula de la catedral, la piedra oscura del Castel Nuovo, la impresionante fortaleza del Castel dell'Ovo; cuánta felicidad, y al mismo tiempo pesar, al saber que mi amada ciudad corría peligro.