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Nuestro carruaje pasó por debajo del arco triunfal de Alfonso el Magnánimo y entró en el patio del palacio real.

Los vigías habían avisado de nuestra llegada; mi hermano esperaba cuando a Jofre y a mí nos ayudaron a bajar del carruaje. Sonreí. Alfonso tenía catorce años; el sol napolitano resplandecía en una incipiente barba rubia en sus mejillas.

– ¡Hermano! -grité-. ¡Mírate, estás hecho un hombre!

El me devolvió la sonrisa, sus dientes blancos relucieron; nos abrazamos.

– Sancha -dijo, con una voz que se había vuelto todavía más profunda-; ¡cuánto te he echado de menos!

Nos separamos de mala gana. Jofre esperaba un poco más allá; Alfonso le tendió la mano.

– Hermano, te agradezco que hayas venido.

– No podíamos hacer menos -replicó Jofre graciosamente; una declaración que era cierta, aunque solo fuese debida a mi insistencia.

Mientras los sirvientes se ocupaban del equipaje y otros efectos, Alfonso nos llevó hacia el palacio. A medida que la alegría del reencuentro se atenuaba, advertí la tensión en el rostro de mi hermano, en sus modales, en su paso. Algo malo acababa de ocurrir, algo tan terrible que Alfonso estaba esperando el momento adecuado para contármelo.

– Os hemos preparado habitaciones para ambos -dijo-. Seguramente queréis refrescaros antes de saludar al príncipe Federico.

– Pero ¿qué pasa con padre? -pregunté-. ¿No debería ir a él primero? A pesar de sus problemas, todavía es el rey.

Alfonso titubeó. Una sombra cruzó sus facciones antes de que pudiese reprimirla.

– Padre no está aquí. -Nos miró a mí y a mi marido; nunca había escuchado en él un tono tan sombrío-. Escapó durante la noche. Al parecer lo planeaba desde hacía un tiempo; se llevó la mayor parte de sus prendas y posesiones, y muchas joyas. -Agachó la cabeza y se ruborizó, mortificado-. No lo creíamos capaz de esto. Se había ido a la cama. Lo descubrimos hace tan solo unas horas, Sancha. Creo que puedes comprender por qué todos los hermanos, en particular Federico, están muy preocupados ahora mismo.

– ¿Escapado? -Estaba atónita, avergonzada. Hasta ese momento, había creído que el hombre más traicionero de la cristiandad era el Papa, que había abandonado a Nápoles cuando más lo necesitaba; pero mi propio padre había demostrado ser capaz de una traición aún mayor.

– Falta uno de sus cortesanos -añadió mi hermano con voz triste-. Suponemos que era parte del plan. No estamos seguros de adonde se dirige padre. Ahora mismo están realizando una investigación.

Transcurrió una hora de agonía. Durante ese tiempo caminé arriba y abajo por el elegante dormitorio de huéspedes; Juana ocupaba ahora en el que una vez había sido mío. Salí al balcón; miraba al este hacia el Vesubio y el arsenal. Me detuve para contemplar el agua. Recordé cuando, mucho tiempo atrás, desde mi viejo balcón arrojé el rubí de Onorato al mar. Deseé poder rectificar aquella acción infantil; aquella joya podría haber comprado víveres para innumerables soldados, o docenas de cañones a España.

Por fin Alfonso vino a buscarme, acompañado por Jofre. Juntos, fuimos al despacho del rey, donde el tío Federico estaba sentado con aspecto agobiado detrás de la mesa de madera oscura. Había envejecido desde la última vez que le había visto; comenzaban a aparecer canas en sus cabellos negros, y las sombras que había visto en el rostro de mi padre ahora comenzaban a apuntar debajo de los ojos castaños de Federico. Sus facciones eran redondas y no muy apuestas; su porte severo como el del viejo Ferrante, aunque de alguna manera todavía bondadoso. Al otro lado estaba su hermano menor, Francisco, y su hermanastra, Juana, la menor de todos.

Al vernos, se levantaron. Era obvio que Federico había asumido el mando; fue el primero en adelantarse, y abrazó a Jofre, y después a mí.

– Tienes el corazón leal de tu madre, Sancha -me dijo-. Tú, Jofre, eres un verdadero caballero del reino, para acudir en ayuda de Nápoles. Como protonotario y príncipe te damos la bienvenida.

– Les he informado de las noticias referentes a su majestad -explicó mi hermano.

Federico asintió.

– No endulzaré la verdad. Nápoles está amenazada como nunca hasta ahora. Los barones se han declarado en rebeldía, y admito que con buenas razones. Desoyendo todos los consejos, el rey los exprimió sin conciencia, se apropió de tierras para su propio uso y después torturó y ejecutó públicamente a aquellos que se atrevieron a protestar. Ahora que saben que los franceses están en camino, los barones se han envalentonado. Lucharán junto a Carlos para derrotarnos.

– Pero Ferrandino viene hacia aquí con nuestro ejército -señalé.

El príncipe Federico me miró con una expresión de cansancio.

– Sí, Ferrandino viene… con los franceses pegados a sus talones. Carlos tiene cuatro veces más hombres que nosotros; sin el ejército papal, estamos condenados. -Esto lo dijo sin disculparse, a pesar de que Jofre se movió inquieto al escuchar sus palabras-. Esta es una de las razones por las que te mandé llamar, Jofre. Necesitamos tu ayuda más que nunca; debes hacer buenos tus vínculos con nuestro reino y convencer a Su Santidad de que envíe ayuda militar lo más rápido posible. Comprendo que está comprometida la seguridad de tu hermano César, pero quizá se pueda encontrar una solución. -Hizo una pausa-. Hemos pedido ayuda a España, pero no hay modo de que dicha ayuda, incluso si nos la conceden, pueda llegar a tiempo. -Soltó un sonoro suspiro-. Y ahora estamos sin rey.

– Tienes un rey -replicó mi hermano en el acto-. Alfonso II ha abdicado en favor de su hijo, Ferrandino. Eso es lo que hay que decir a los barones y al pueblo.

Federico lo miró con admiración.

– Astuto. Muy astuto. No tienen ningún motivo para odiar a Ferrandino. Lo aprecian muchísimo más de lo que jamás apreciaron a tu padre. -Comenzó a asentir con las primeras señales de entusiasmo-. Al demonio con Alfonso. Tienes razón, debemos considerar su marcha como una abdicación. Por supuesto, será difícil. Los barones no confían en nosotros… quizá aún quieran luchar si creen que es una maniobra política por nuestra parte. Pero con Ferrandino, tenemos más oportunidades de ganarnos el apoyo popular.

Mi tío Francisco por fin intervino en la conversación.

– Ferrandino y los mercenarios. No tenemos más alternativa que la de contratar ayuda, y pronto, antes de que lleguen los franceses. Está muy bien que el príncipe Jofre intente convencer a Alejandro para que envíe a sus tropas, pero no tenemos tiempo para tanta diplomacia. Además, están demasiado al norte para llegar a tiempo.

Federico frunció el entrecejo.

– Nuestras finanzas están al límite. Apenas podemos mantener a nuestro propio ejército, después de los gastos de Alfonso para reconstruir los palacios y encargar toda clase de obras de arte innecesarias…

– No tenemos opción -señaló Francisco-. Es eso, o perder la guerra contra los franceses. Siempre podremos pedir dinero prestado a España después de la guerra.

Federico continuaba con el entrecejo fruncido; abrió la boca para replicar, pero la cerró de nuevo al escuchar una llamada urgente.

– Adelante -ordenó.

Reconocí al hombre de cabellos blancos y nariz ganchuda que apareció en el umbral; era el senescal, el hombre a cargo de la casa real, incluidas las joyas reales y las finanzas. Su expresión era de absoluto desconsuelo. Federico, al verlo, se olvidó de todo el protocolo real y se le acercó de inmediato; inclinó la cabeza para que el viejo pudiese susurrarle al oído.

Mientras Federico escuchaba, sus ojos se agrandaron; luego, pareció marearse. En cuanto acabaron, el senescal se apartó y la puerta se cerró de nuevo. Mi tío dio unos pasos vacilantes y se dejó caer vencido en la silla; agachó la cabeza y se llevó una mano al corazón. Soltó un gemido ahogado.