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Creí, durante un aterrador instante, que iba a morir.

El tío Francisco se levantó de inmediato y acudió a su lado. Se arrodilló y apoyó una mano en el brazo del hombre sufriente.

– ¡Federico! Federico, ¿qué pasa?

– El se los ha llevado -jadeó Federico-. Los tesoros de la Corona. Él se lo ha llevado todo… -El tesoro de la Corona constituía la mayor riqueza de Nápoles.

Pasó un momento antes de que comprendiese que con la palabra «él» se refería a mi padre.

Siempre había imaginado que el regreso a casa para visitar a mi hermano sería uno de los momentos más felices de mi vida, pero durante los días siguientes en el Castel Nuovo todos estábamos hundidos en una profunda tristeza. Mi marido y yo pasábamos mucho tiempo en compañía de Alfonso, pero no éramos felices; el daño que nuestro padre había causado al reino nos había dejado atónitos y sombríos. No podíamos hacer otra cosa que esperar y desear que Ferrandino y sus tropas llegasen a Nápoles antes que los franceses.

Incluso más doloroso fue descubrir que mi madre también había desaparecido. Era un hecho duro de aceptar: «Tienes el corazón leal de tu madre», había dicho el tío Federico, pero yo no podía aceptar que la lealtad de Trusia a su amante superase a la lealtad hacia Nápoles y sus propios hijos. La idea era tan espantosa que mi hermano y yo no soportábamos comentarla; así que la traición de mi madre pasó sin mencionar.

La mañana siguiente a nuestra llegada al castillo, doña Esmeralda hizo pasar a Alfonso a mis aposentos. Esbocé una sonrisa en señal de saludo, pero mi hermano no me correspondió. Sostenía una caja de madera un poco más larga que mi mano y la mitad de ancha; me la ofreció como si fuese un regalo.

– Para tu protección -dijo con gravedad-. No podemos predecir qué pasará, y no descansaré hasta saber que eres capaz de defenderte a ti misma.

Me eché a reír, en parte por el deseo de descartar ese temor.

– No te rías -dijo Alfonso-. No es una broma; los franceses se están acercando a Nápoles. Ábrela.

A regañadientes, obedecí. En el interior de la caja, colocada sobre un terciopelo negro, había una larga daga con una delgada empuñadura de plata.

– Un estilete -explicó mi hermano, mientras yo la sacaba de la vaina. La empuñadura era bastante corta; la mayor parte del arma estaba formada por la hoja triangular, de un fino acero pulido que terminaba en una punta muy afilada. Ni siquiera me atreví a tocarla con el dedo para probar su agudeza; sabía que de inmediato me haría sangrar-. La escogí para ti porque puedes ocultarla fácilmente en tus vestidos -añadió Alfonso-. Tenemos modistas que pueden ocuparse del trabajo en el acto. He venido ahora porque no tenemos tiempo que perder. Te enseñaré a manejarla.

Solté un chasquido de escepticismo.

– Aprecio tu previsión, hermano, pero no creo que un estilete pueda batirse contra una espada.

– No -señaló Alejandro-, y ahí está la gracia. Cualquier soldado creerá que estás desarmada, y por lo tanto se acercará a ti sin temor. Cuando tu enemigo se acerque, tú lo sorprenderás. Mira. -Cogió el arma de mi mano, y me enseñó a sujetarla correctamente-. Con un estilete, el mejor modo de causar el mayor daño es golpeando desde abajo hacia arriba. -Me lo demostró con un movimiento que rajó a un imaginario oponente desde el vientre a la garganta, y después me entregó el pequeño puñal-. Ten. Inténtalo.

Copié sus movimientos con extraordinaria perfección.

– Bien, bien -murmuró con aprobación-. Eres una luchadora nata.

– Soy hija de la casa de Aragón.

Una débil sonrisa asomó en su rostro, tal como era mi intención.

Observé el acero en mi mano.

– Esto puede ser útil contra un angevino -afirmé-, pero en absoluto será letal contra un francés acorazado.

– Ah, Sancha, ahí reside su poder. Es lo bastante delgada para atravesar la cota de malla, para deslizarse entre los espacios de una armadura; y lo bastante aguda y fuerte, si se la empuña con la suficiente determinación, para atravesar el metal liviano. Lo sé porque era mía. -Hizo una pausa-. Solo ruego que nunca tengas que usarla.

Por su bien, fingí no compartir su temor.

– Es bonita -dije, y la sostuve al sol-. Como una joya. La llevaré siempre, como un recuerdo.

Los días siguientes, después de que añadiesen pequeños bolsillos en mis corpiños, por encima de los pliegues de mi falda, practiqué a solas: sacaba el estilete rápida, subrepticiamente, y asestaba golpes de abajo hacia arriba, una y otra vez, para matar a enemigos invisibles.

Pasaron otros dos días, durante los cuales los hermanos del rey se reunieron a todas horas para concretar su estrategia. Se anunció en las calles que el rey Alfonso II había abdicado a favor de su hijo, Ferrandino. Confiábamos en que esto aplacaría a los barones y evitaría que combatiesen con los franceses contra la Corona. Mientras tanto, Jofre escribió una vehemente carta a su padre, Alejandro, para explicarle oficialmente la renuncia al trono de Alfonso y solicitar el apoyo papal; el príncipe Federico la corrigió a fondo, y después la envió a Roma con un mensajero secreto.

Una soleada mañana de febrero, poco antes del mediodía, estaba comiendo con Jofre y Alfonso cuando nuestra discreta e insulsa conversación fue interrumpida por un trueno lejano. Tres pensamientos simultáneos compitieron por mi atención.

«No es nada, solo una tormenta pasajera.»«¿El Vesubio ha entrado en erupción?»

«Dios mío, son los franceses.»Con los ojos muy abiertos, miré primero a mi hermano y luego a mi marido mientras se repetía el sonido -esta vez, claramente desde el noroeste- y resonó contra el cercano Pizzofalcone. Sin duda todos compartimos este último pensamiento, porque nos levantamos al unísono y corrimos escalera arriba hasta el piso superior, donde un balcón ofrecía una vista de la parte occidental de la ciudad. Muy pronto doña Esmeralda se reunió con nosotros y señaló al norte del Vesubio, hacia el límite extremo de Nápoles. Seguí el gesto con la mirada, y vi unas pequeñas nubes de humo negro en la distancia. El trueno sonó de nuevo.

– Fuego de cañones -dijo Esmeralda con convicción-. Nunca olvidaré este sonido. Lo he escuchado en mis sueños desde que los barones se levantaron contra Ferrante, cuando yo era joven.

Observamos, cautivados, sin atrevernos a hablar mientras esperábamos la respuesta a nuestra única pregunta: ¿era la recepción de bienvenida a Ferrandino o eran los franceses, que anunciaban su presencia?

Pasé la mano sobre el estilete oculto en mi corpiño, para asegurarme de que estaba allí.

– ¡Mirad! -gritó Jofre, tan por sorpresa que me sobresalté-, ¡Allí! ¡Soldados!

En una formación dispersa, unas pequeñas siluetas oscuras avanzaban a pie por las ondulantes colinas hacia la ciudad. Era imposible distinguir el color de sus uniformes; saber a ciencia cierta si eran napolitanos o franceses.

Alfonso reaccionó.

– ¡Federico debe ser informado de inmediato! -exclamó, y se apresuró a marcharse.

– ¡Don Alfonso, creo que ya lo sabe! -le gritó Esmeralda. Señaló hacia los muros más allá de nuestro palacio, donde los guardias armados corrían a ocupar las posiciones de defensa. Incluso así, mi hermano salió para asegurarse.

Durante un largo y terrible momento nos quedamos mirando a la distancia, sin saber si debíamos dar la bienvenida o luchar contra aquellos que avanzaban implacablemente hacia la ciudad y el palacio real.

De pronto, alzada sobre las tropas que avanzaban, vi el estandarte: flores de lis doradas contra un azul profundo.

– ¡Ferrandino! -grité. Después abracé a mi marido y lo besé en los labios y en las mejillas con una alegría incontenible-. ¡Mirad, es nuestra bandera!