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La entrada de Ferrandino en Nápoles distó mucho de ser alegre. Los cañones que, equivocadamente, creí que disparaban nuestros propios soldados para anunciar su llegada, habían sido en realidad disparados por los furiosos barones que estaban emboscados para atacar al joven príncipe. Aunque los rebeldes nobles carecían de tropas y de armas para lanzar una campaña por su cuenta, consiguieron matar a algunos de nuestros hombres. Uno de los cañonazos espantó al caballo de Ferrandino, que a punto estuvo de arrojarlo al suelo.

La familia lo esperamos en el gran salón. Ese día no hubo ni flores ni tapices ni adornos de ninguna clase; todos los objetos de valor habían sido empaquetados por si debíamos huir rápidamente.

Ferrandino distaba mucho de ser el joven arrogante que había conocido en mi infancia. Seguía siendo apuesto, pero se le veía agotado y consumido, humilde y envejecido por la responsabilidad, la guerra y la desilusión. «Todo lo que quiere es que las muchachas bonitas lo admiren y acostarse en una cama blanda», había dicho el viejo Ferrante años atrás, pero estaba claro que el príncipe no había tenido ninguna de las dos cosas durante mucho tiempo.

Entró en la habitación. Se había cambiado de túnica y se había lavado el polvo del viaje, pero su rostro estaba bronceado por el sol y sus cabellos y la barba oscuros estaban descuidados y sin cortar. La hija de Ferrante, Juana, que entonces tenía diecisiete años, de cabellos oscuros y voluptuosa, lo rodeó con sus brazos y se besaron con gran pasión. A pesar de ser tía y sobrino, se habían enamorado el uno del otro hacía mucho, y estaban prometidos.

– Muchacho. -Federico fue el primero de los hermanos en abrazarlo con gran afecto.

Ferrandino devolvió su abrazo y el de Francisco y los besos con un gesto de cansancio; después miró a los reunidos.

– ¿Dónde está padre?

– Siéntate, alteza -dijo Federico. Su voz estaba cargada de afecto y pena.

Ferrandino lo miró con alarma.

– No me digas que está muerto. -Juana, de pie a su otro lado, apoyó una mano en su brazo en un gesto de consuelo.

Federico apretó los labios hasta formar una delgada línea recta.

– No. -Mientras el joven príncipe se sentaba, el viejo murmuró-: Mejor hubiese sido que lo estuviese.

– Dímelo -ordenó Ferrandino. Miró al resto de nosotros, de pie alrededor de la mesa, y dijo-: Sentaos. Tú, tío Federico, habla.

Con un suspiro, Federico se sentó en la silla junto a su sobrino.

– Tu padre se ha marchado. Hasta donde sabemos, se ha ido a Sicilia, y se ha llevado los tesoros de la Corona con él.

– ¿Que se ha ido? -El príncipe lo miró con los labios entreabiertos en una expresión de incredulidad-. ¿A qué te refieres? ¿Por su seguridad? -Miró a la solemne asamblea que formábamos, como si suplicase por una palabra, una señal, que lo ayudase a comprender.

– Ha huido. Se marchó en mitad de la noche sin decírselo a nadie. Ha dejado el reino sin fondos.

Ferrandino se quedó de una pieza; por unos momentos, no habló ni miró a nadie. Un músculo en su mejilla comenzó a temblar.

Federico rompió el silencio:

– Dijimos a la gente que el rey Alfonso decidió abdicar en tu favor. Es la única manera de recuperar la confianza de los barones.

– Hoy no nos han mostrado ninguna confianza -replicó Ferrandino, con voz tensa-. Dispararon contra nosotros, abatieron a algunos hombres y caballos. Unos pocos locos con espadas incluso cargaron contra nuestra infantería. -Hizo una pausa-. Mis hombres necesitan comida y nuevos suministros. No pueden combatir con el estómago vacío. Ya han pasado suficiente. Cuando se enteren…

Se interrumpió y se cubrió el rostro con las manos; luego se inclinó hacia delante hasta que su frente tocó la mesa. Reinó el silencio.

– Se enterarán de que tú eres el rey -dije. Sorprendí a todos, incluso a mí misma, con mis súbitas y vehementes palabras-. Tú serás mucho mejor rey de lo que nunca fue mi padre. Eres un buen hombre, Ferrandino. Tratarás al pueblo justamente.

Ferrandino se irguió, se pasó las manos por el rostro y se obligó a no mostrar su dolor; el príncipe Federico me dirigió una mirada de profunda aprobación.

– Sancha tiene razón -afirmó Federico, y se volvió de nuevo hacia su sobrino-. Quizá los barones desconfíen ahora de nosotros. Pero tú eres el único hombre que puede ganarse su confianza. Tú, a diferencia de Alfonso, eres justo.

– No hay tiempo -manifestó Ferrandino con voz cansada-. Los franceses muy pronto estarán aquí con un ejército que triplica el nuestro. Además, ahora no hay dinero.

– Los franceses vendrán -admitió Federico, en tono grave-. Intentaremos todo lo que esté a nuestro alcance cuando lo hagan. Pero Jofre Borgia ha escrito a su padre, el Papa; te conseguiremos más tropas, alteza. Aunque tenga que nadar hasta Sicilia con estos cansados y viejos brazos -los levantó en un gesto teatral-, te conseguiré el dinero. Lo juro. Ahora, lo que debemos hacer es encontrar el modo de sobrevivir.

El instinto me impulsó a levantarme, ir junto a Ferrandino y arrodillarme.

– Majestad, te juro fidelidad, mi soberano y señor. Lo que tengo es tuyo; estoy enteramente a tus órdenes.

– Mi dulce hermana -susurró él, y me sujetó la mano; me ayudó a levantarme mientras el viejo Federico se arrodillaba y también juraba su lealtad. Uno a uno, todos los miembros de la familia siguieron mi ejemplo. Éramos un pequeño grupo atormentado por el miedo y la duda sobre lo que podría pasar en los próximos días; nuestras voces temblaron mientras gritábamos: « Viva re Ferrandino!»Pero nuestros corazones nunca habían estado más angustiados.

Así fue como el rey Femado II de Nápoles asumió el poder sin ceremonias, sin corona, ni joyas.

Capítulo 7

Desde el momento de la llegada de Ferrandino, Nápoles quedó invadida de soldados. La armería estaba junto al castillo real, a lo largo de la costa, protegida por las viejas murallas angevinas y los nuevos y más recios muros erigidos por Ferrante y por mi padre. Desde el balcón de mi dormitorio, tenía una amplia vista: nunca había visto tanta artillería, tantas montañas de bolas de hierro del tamaño de la cabeza de un hombre. Desde mi infancia, la armería solía ser un lugar desierto, lleno de silenciosos cañones oxidados por la sal y la espuma; ahora era un lugar ruidoso y había una actividad febril mientras los soldados preparaban los equipos, hacían maniobras y se gritaban los unos a los otros.

También nuestro palacio estaba rodeado por los militares. En los días de invierno cuando no hacía demasiado frío y brillaba el sol, me gustaba tomar mis comidas en el balcón; pero ahora había dejado de hacerlo, porque era desagradable ver a los soldados alineados alrededor de los muros del castillo, con las armas preparadas.

Cada mañana, Ferrandino recibía la visita de sus comandantes. Pasaba los días encerrado en el despacho que había sido el de su abuelo, y luego de su padre, ocupado en discutir la estrategia junto con sus generales y sus tíos. Tenía veintiséis años, pero las arrugas en su frente eran las de un hombre mucho mayor.

De los planes militares, tenía las noticias que Alfonso, que a menudo asistía a las reuniones, compartía conmigo: Ferrandino había dictado decretos reales con los que bajaba los impuestos a los nobles, prometía recompensas y la devolución de tierras a aquellos que permaneciesen leales a la Corona y luchasen con nosotros contra los franceses. Se hizo correr la voz de que nuestro padre había abdicado voluntariamente a favor de su hijo y había abandonado Nápoles para ir a un monasterio, donde hacía penitencia por sus muchos pecados. Mientras tanto, esperábamos noticias del Papa y del rey español, de los que anhelábamos recibir promesas de más tropas; Ferrandino y los hermanos confiaban en que los barones cambiasen de actitud gracias a los decretos y enviasen a un representante para prometer su apoyo. Lo que Alfonso no decía -pero estaba claro para mí- era que tales expectativas se fundaban en una profunda desesperación.