Con el paso de los días, la expresión del joven rey era cada vez de más preocupación.
Mientras tanto, Alfonso y Jofre se dedicaban a practicar la esgrima como un modo de aliviar la tensión que nos afligía a todos. Alfonso era mejor espadachín, ya que había aprendido a la manera española y además porque era más ágil por naturaleza que mi pequeño esposo; Jofre se quedó muy impresionado y se hizo muy amigo de él. Por su deseo de complacer a aquellos que se hallaban cerca de él -incluido mi hermano-, Jofre me trataba con más respeto y dejó de visitar a las cortesanas. Alfonso, Jofre y yo nos hicimos inseparables; miraba cómo los dos hombres de mi vida finteaban con espadas romas, y los aplaudía a ambos por igual.
Atesoraba aquellos agradables días en el Castel Nuovo con una sensación muy intensa, a sabiendas de que no durarían mucho.
El final de ese período llegó un amanecer, con un estallido que sacudió el suelo debajo de mi cama y me despertó bruscamente. Aparté las mantas, abrí las puertas y corrí al balcón, apenas consciente de que doña Esmeralda estaba a mi lado.
Habían abierto un agujero en el muro de la armería. Bajo la luz gris del amanecer, los hombres yacían medio enterrados entre los escombros; otros corrían dando voces. Una multitud -algunos de ellos soldados, vestidos con nuestros uniformes, otros con ropas de plebeyos- entró al asalto en la armería a través de la brecha en el muro y comenzó a atacar con sus espadas a las sorprendidas víctimas.
De inmediato miré hacia el horizonte, en busca de los franceses, pero allí no había ningún ejército invasor, ninguna figura oscura que marchase por las laderas hacia la ciudad, ningún caballo.
– ¡Mira! -Doña Esmeralda me sujetó el brazo y después señaló.
Justo debajo de nosotras, en los muros del Castel Nuovo, los soldados que durante tanto tiempo nos habían protegido ahora habían desenvainado los sables. Las calles fuera del palacio estaban llenas de hombres que salían de todas las puertas, de detrás de todos los muros. Se lanzaron hacia los soldados, y luego iniciaron el combate; desde abajo nos llegaban los agudos sonidos del choque de los aceros.
Pero lo peor fue que algunos de los soldados se unieron a los plebeyos y comenzaron a combatir contra nuestros hombres.
– ¡Dios nos ayude! -susurró Esmeralda y se persignó.
– ¡Ayúdame! -ordené.
La arrastré de nuevo hasta el dormitorio. Me puse un vestido y la obligué a que me lo abrochase; no me preocupé de atarme las mangas, pero busqué el estilete y lo guardé en su pequeña funda en mi costado derecho. Sin preocuparme del decoro, ayudé a doña Esmeralda a vestirse; luego cogí una bolsa de terciopelo y guardé en ella todas las joyas que había traído conmigo.
En aquel momento, Alfonso entró corriendo; con los cabellos desordenados y las ropas mal abrochadas.
– No parece que sean los franceses -nos informó-. Voy ahora mismo a ver al rey, para recibir sus órdenes. Continuad preparando el equipaje; las mujeres debéis ir a algún lugar seguro.
Lo miré.
– Vas desarmado.
– Ya iré a buscar mi espada. Pero antes debo hablar con el rey.
– Iré contigo. Ya he recogido todo lo que necesitaba.
No discutió; no había tiempo. Corrimos juntos por los pasillos mientras que, en el exterior, el cañón tronó de nuevo, seguido por gritos y gemidos. Sin duda habían caído más trozos de la armería, y los hombres se retorcían debajo de las montañas de piedras. Al pasar junto a las paredes encaladas y ante algún ocasional retrato de un antepasado, el lugar que siempre había considerado eterno, poderoso, inexpugnable -el Castel Nuovo- me pareció frágil y efímero. Los altos techos abovedados, las hermosas ventanas de medio punto cerradas con persianas de madera oscura española, los suelos de mármol; todo aquello que había considerado sólido podía, con la descarga de un cañón, acabar convertido en polvo. Fuimos a los aposentos de Ferrandino. Aún no había sido capaz de dormir en el dormitorio real de nuestro padre; prefería utilizar sus viejas habitaciones. Pero antes de que llegásemos a ellas, nos encontramos al joven rey, con el camisón metido en los calzones; miraba al príncipe Federico con expresión ceñuda en una alcoba junto a la puerta de entrada a la sala del trono. Al parecer, los dos hombres acababan de mantener una violenta discusión.
Federico, con las piernas desnudas y descalzo, todavía vestido con su camisón, empuñaba una cimitarra mora de aspecto intimidados Entre los dos hombres se hallaba el primer capitán de Ferrandino, don Inaco d'Avalos, marqués del Vasto, un hombre fornido y de ojos fieros con una sólida reputación de valiente; el rey estaba flanqueado por dos guardias armados.
– Están luchando entre sí en las guarniciones -decía don Inaco, cuando Alfonso y yo nos acercamos-. Los barones han conseguido entrar en alguna de ellas; supongo que gracias a sobornos. Ya no sé en qué hombres confiar. Os aconsejo que os marchéis de inmediato, majestad.
La expresión de Ferrandino era dura y fría como el mármol; se había estado preparando para esto, pero en sus ojos oscuros aparecía una sombra de dolor.
– Manda a aquellos a los que creas leales que protejan el castillo a toda costa. Consíguenos todo el tiempo que puedas. Quiero que tus mejores hombres escolten a la familia al Castel dell'Ovo. Desde allí necesitaremos un barco. En cuanto nos hayamos marchado, da la orden de retirada.
Don Inaco asintió y partió sin demora a cumplir las órdenes del rey.
Mientras lo hacía, Federico levantó la cimitarra y apuntó con un gesto acusador a su sobrino; nunca había visto al viejo príncipe con el rostro tan rojo de ira.
– ¡Estás entregando la ciudad a los franceses sin presentar batalla! ¿Cómo podemos abandonar Nápoles en estos momentos de extrema necesidad? ¡Ya ha sido abandonada una vez!
Ferrandino se adelantó hasta que la punta curva del arma descansó contra su pecho, como si retase a su tío a que lo atacase. Los guardias que custodiaban al rey se miraron entre sí, sin tener muy claro si debían intervenir.
– ¿Quieres que nos quedemos, viejo, y que muera toda la casa de Aragón? -preguntó Ferrandino en tono apasionado-. ¿Quieres que nuestro ejército se quede atrás para que maten a mis hombres y no tengamos nunca la ocasión de reclamar el trono? ¡Piensa con la cabeza, no con el corazón! No tenemos ninguna posibilidad de victoria, no sin ayuda. Si debemos retirarnos y esperar a que llegue la ayuda, lo haremos. Dejaremos Nápoles durante un tiempo; nunca la abandonaremos. Yo no soy como mi padre, Federico. Deberías saberlo.
A regañadientes, Federico bajó el arma; le temblaban los labios con una inexpresable mezcla de emociones.
– ¿Soy tu rey? -le presionó Ferrandino. Su mirada era fiera, incluso amenazadora.
– Tú eres mi rey -admitió Federico con voz ronca.
– Entonces ve a decírselo a tus hermanos. Empaquetad cuanto podáis. Debemos marcharnos lo más rápido posible.
El viejo príncipe asintió con un gesto y luego se alejó presuroso por el pasillo.
Ferrandino se volvió hacia nosotros.
– Informad al resto de la familia. Recoged todo lo que sea de valor pero no tardéis.
Me incliné. Al hacerlo, el guardia más cercano a mí desenvainó la espada y, con tal rapidez que ninguno de nosotros pudo impedírselo, la clavó en el vientre de su compañero.
El joven soldado herido, paralizado por la sorpresa, ni siquiera echó mano a su arma. Miró con los ojos muy abiertos a su atacante, y luego la hoja que lo había atravesado, que sobresalía por su espalda, debajo de las costillas. Con la misma rapidez, el atacante retiró el arma; el hombre moribundo cayó al suelo con un largo suspiro y rodó sobre su costado. La sangre tiñó de rojo el blanco mármol.
Alfonso reaccionó en el acto. Sujetó a Ferrandino y lo apartó con violencia, al tiempo que colocaba su cuerpo como un escudo contra el asesino. Para nuestra desdicha, el guardia había ganado una posición que le era ventajosa: Ferrandino y Alfonso estaban en el fondo de la alcoba, sin ninguna posibilidad de escapar.