Miré al rey, a mi hermano, y comprendí aterrorizada que ninguno de los dos iba armado. Solo el soldado empuñaba una espada, y sin duda había esperado a que don Inaco y Federico con su cimitarra se marchasen.
El guardia -un joven rubio con una barba rala y la decisión y el miedo en sus ojos- dio un paso más hacia mi hermano. Me coloqué entre ellos, para añadir una barrera más, y planté cara al asesino.
– Márchate -dijo el guardia. Me amenazó con la espada e intentó adoptar un tono duro, pero su voz temblaba-. No deseo herir a una mujer.
– Debes hacerlo -repliqué-, o te mataré. -«Es un chico -pensé- y tiene miedo.» Darme cuenta de eso hizo que viera la situación con un extraño y súbito distanciamiento. Mi miedo se esfumó; experimenté una sensación de disgusto por encontrarnos en esa desesperada situación, donde uno de nosotros viviría y el otro moriría; todo por culpa de la política. Al mismo tiempo, estaba comprometida con la Corona y daría mi vida por Ferrandino si la necesidad lo exigía.
Al escuchar mi afirmación, él soltó una risa nerviosa; yo era una mujer menuda y él un joven alto. No le parecía en absoluto una amenaza. Dio otro paso adelante y bajó un tanto la espada, al tiempo que tendía una mano, con la intención de sujetarme y arrojarme a un lado.
Algo surgió en mí: algo frío y duro, nacido del instinto más que de la voluntad. Me moví hacia él como si fuese a abrazarlo; demasiado cerca para que me golpease con la larga espada, demasiado cerca para que viera que sacaba el estilete.
Su cuerpo estaba demasiado pegado al mío, y me impedía lanzar un correcto golpe de abajo hacia arriba. En cambio, levanté el estilete y golpeé hacia abajo; la afilada punta le cortó un ojo y la mejilla, y llegó a rozar su pecho.
– ¡Corred! -grité a los hombres a mi espalda.
El soldado delante de mí rugió de dolor mientras se llevaba una mano al ojo; la sangre chorreaba entre sus dedos. Medio ciego, levantó la espada y se apartó, con la intención de descargarla sobre mi cabeza, como si quisiera partirme en dos.
Aproveché la distancia que había entre nosotros para buscar su garganta. Ese no era un momento para la delicadeza; me puse de puntillas, alcé el brazo y apelé a toda mi fuerza para clavar la daga en el costado de su cuello. Empujé hasta que llegué al centro, donde los huesos y los órganos detuvieron la hoja.
La sangre tibia salpicó mi pelo, mi rostro, mis pechos; me pasé el dorso de la mano por los ojos para poder ver. La espada del joven asesino cayó con gran estrépito sobre el mármol; sus brazos giraron alocadamente por un instante mientras se tambaleaba hacia atrás, con mi estilete todavía clavado en su garganta. Los sonidos que emitía -el desesperado jadeo, la frenética succión de la carne contra la carne, mezclado con el borboteo de la sangre y los esfuerzos para superar la incapacidad de soltar un grito- fueron la cosa más horrible que había escuchado en mi vida.
Por fin cayó de espaldas, con las manos aferradas al arma alojada en su cuello. Los tacones de sus botas golpearon contra el suelo, luego resbalaron arriba y abajo sobre el mármol, como si intentase correr. Por último, se escuchó el sonido de una arcada, acompañada por la regurgitación de sangre, que chorreó pollos costados de la boca abierta, y se quedó inmóvil.
Me arrodillé a su lado. Su expresión estaba aterradoramente desfigurada; sus ojos -uno pinchado, rojo y bañado en sangre- parecían salirse de las órbitas. Con dificultad arranqué el arma de la garganta cercenada y la limpié en el dobladillo del vestido; luego la guardé en mi corpiño.
– Me has salvado la vida -dijo Ferrandino; al mirarlo vi que estaba arrodillado al otro lado del cadáver del soldado, con una expresión de sorpresa y admiración en su rostro-. Nunca olvidaré esto, Sancha.
A su lado estaba agachado mi hermano; pálido y silencioso. Aquella palidez y reticencia no era fruto del terror del incidente, sino del más reciente acontecimiento que acababa de presenciar: ver cómo retiraba el estilete de la garganta de mi víctima y después limpiaba la sangre con toda calma en mi falda.
Matar había sido algo muy fácil para mí.
Compartí una larga mirada con mi hermano -qué aspecto horrible debía de ofrecer, con la cabeza, las mejillas y el pecho empapados en sangre- y luego miré de nuevo al fracasado asesino, que miraba hacia el lee lio con sus ojos ciegos.
– Lo siento -susurré, incluso a sabiendas de que no podía escucharme; pero Ferrante tenía razón; ayudaba cuando los ojos estaban abiertos-. Tenía que proteger al rey.
Entonces acerqué una mano y apoyé mi palma sobre su mejilla, donde el estilete había dejado una marca. Su piel todavía era suave, y muy tibia.
El rey y Alfonso se armaron con espadas de las habitaciones de Ferrandino, y luego me escoltaron de regreso a mis aposentos, aunque había demostrado mi capacidad para protegerme a mí misma.
Cuando doña Esmeralda me vio -empapada en sangre desde la cabeza a la falda- gritó, y hubiese caído de no haberla sujetado Alfonso. En cuanto se enteró de que no estaba herida, se recuperó en el acto; Jofre también estaba allí, pues había venido a buscarme, y gritó mi nombre con tanto miedo y alarma que me sentí muy gratificada. Incluso después de haber sabido que estaba bien, me sujetó la mano -sin preocuparse por la pegajosa sangre- y no se separó de mí hasta que el rey dio la orden.
Una vez que los hombres se hubieron marchado -con la promesa de regresar con instrucciones- doña Esmeralda trajo una jofaina con agua y comenzó la tarea de lavarme.
Mientras mojaba un paño en el agua, rosada y turbia con la sangre de mi víctima, susurró:
– ¡Eres tan valiente, madonna! Su majestad debería darte una medalla. ¿Qué has sentido al matar a un hombre?
– Fue… -Hice una pausa para buscar las palabras correctas que describieran mis sentimientos-. Necesario. Algo que sencillamente debía hacer porque era necesario. -En realidad, había sido muy simple. Comencé a temblar, no porque hubiese quitado la vida a un hombre, sino porque lo había hecho con tanta facilidad.
– Vamos, vamos. -Doña Esmeralda echó un chal sobre mis hombros desnudos; había arrojado mi vestido sucio al suelo, para dejar que algún soldado angevino o un francés lo encontrase más tarde y lo mirase intrigado-. Sé que eres valiente, pero de todos modos ha tenido que conmocionarte.
Sin embargo, en esos momentos no necesitaba mimos. Me vestí de nuevo a toda prisa, luego limpié mi estilete en el agua sanguinolenta, lo sequé con cuidado y lo guardé en su funda debajo de mi corpiño limpio. Solo entonces ayudé a Esmeralda a guardar nuestras más valiosas posesiones en un cofre. Escondí las joyas en mi cuerpo; bien prietas contra mis caderas, debajo de las faldas. Muchas cosas hermosas -finas mantas de piel, alfombras, tapices de seda y brocados, junto con los pesados candelabros de plata y oro, las pinturas de viejos maestros- tendrían que quedar atrás para nuestros enemigos.
Después de esto, no quedó nada más que hacer que esperar; solo intentar calmarnos cada vez que tronaban los cañones.
Poco antes del mediodía, apareció Jofre con un par de guardias armados y con los sirvientes para que cargasen nuestro cofre. Llevada por el hábito de arreglarme antes de aparecer en público, me acomodé los cabellos; descubrí que estaban rígidos con los restos de sangre seca.
Una vez más, caminé presurosa por los pasillos del Castel Nuovo; esta vez no me permití el lujo de observar las paredes y el mobiliario, de llorar por lo que dejaba atrás. Mantuve la mente separada de mis emociones. Podíamos salir derrotados esa vez, pero creía que Ferrandino tenía razón, que era algo temporal. Hice todo lo posible para comportarme con dignidad y firmeza, porque la casa de Aragón nunca lo había necesitado tanto. Jofre, con una actitud meritoria, caminaba a mi lado, con postura grave y atenta, pero sin mostrar ningún miedo.