Por fin, nuestro pequeño grupo llegó a las puertas dobles que daban al patio amurallado, y nos detuvimos mientras los guardias se apresuraban a abrirlas.
A mi lado, doña Esmeralda comenzó a sollozar sonoramente.
La reprendí de inmediato.
– Ahorra tus lágrimas para cuando estemos a solas -le ordené-. Camina con orgullo. No estamos derrotados; volveremos. Nápoles nos dará la bienvenida cuando volvamos.
Ella obedeció, y se enjugó las lágrimas con las amplias mangas.
Las puertas se abrieron a una escena del más absoluto caos. El patio estaba totalmente abarrotado: parientes lejanos y nobles amigos que habían conseguido encontrar refugio tras los muros del castillo cuando había comenzado la lucha, y frenéticos sirvientes y empleados que habían abandonado sus puestos y ahora sabían que quedarían entregados a la misericordia de los rebeldes. Habían reunido a estos dos grupos y los vigilaban a punta de sable un pelotón de nuestros soldados, con la orden de mantenerlos apartados de los carruajes preparados para nuestra huida.
También había otros soldados; algunos acababan de expirar, aovillados en los rincones, y otros, heridos, gemían de dolor. Aquellos que estaban ilesos custodiaban los cuatro carruajes cerrados que solían utilizarse para los viajes por la ciudad. Estos vehículos estaban rodeados por dos hombres a caballo, y más atrás por infantería. Nuestros hombres estaban vestidos para el combate, con cascos españoles con penachos azul y oro, y corazas grabadas que protegían sus pechos y espaldas.
Toda la vegetación había sido pisoteada, incluidas las primeras flores de primavera. El aire estaba ahora lleno del humo de los palacios incendiados y del hedor acre y sulfuroso de la artillería. El sonido de las voces humanas que se alzaban en un coro de desesperación y terror ahogaba todo lo demás excepto el tronar de los cañones.
Mientras los guardias saludaban, salí de aquella locura con mi porte más regio.
– ¡Abrid paso! -gritaron los guardias-. ¡Abrid paso para el príncipe y la princesa de Squillace!
Un murmullo atravesó la muchedumbre. Los soldados más próximos se volvieron y se inclinaron con una sinceridad y admiración que no comprendí.
– ¡Abrid paso a la princesa Sancha!
Tan numeroso era el gentío y tan pequeño nuestro entorno que los hombres se apretaban hombro contra hombro; sin embargo nadie me molestó, en ningún momento me tocaron.
Un capitán se apartó de la multitud.
– Altezas -nos dijo a mí y a mi marido-, su majestad ha pedido que lo acompañéis.
El propio capitán nos llevó más allá de los dos primeros carruajes. El tío Federico estaba empujando a su hermano al interior de uno de ellos con la misma decisión con la que había blandido la cimitarra por la mañana. El arma estaba ahora en su vaina sujeta a la cadera; todo hombre, de la realeza o no, llevaba armas.
Los infantes que rodeaban el carruaje del rey se separaron para permitirnos el paso, y los jinetes que los flanqueaban apartaron sus monturas para que pudiésemos entrar. Uno de los guardias me ofreció el brazo para ayudarme a subir al carruaje; cuando apoyé mi mano dijo:
– Es un honor, alteza. Sois la heroína de Nápoles.
En el interior, encontré a Alfonso, a Juana y a Ferrandino que nos esperaban. A pesar de lo terrible que aquella situación debía de ser para él, el joven rey consiguió esbozar una débil sonrisa; había escuchado la afirmación del guardia.
– Ven, siéntate a mi lado, Sancha. Me sentiré más seguro. Como sin duda te habrás dado cuenta, hoy te has labrado toda una reputación de valiente.
Ante tal declaración, flaqueó mi compostura; no había visto mi acción como un acto de coraje, sino como un inquietante síntoma de mi herencia. Bajé la mirada y tartamudeé, mientras Jofre y Esmeralda entraban en el carruaje detrás de mí:
– No fue más que un accidente que yo fuese la única con un arma, majestad. De haber ido armado mi hermano, él hubiese sido el primero en defenderte; y de haber estado armado tú mismo, no hubiésemos tenido nada que temer dada tu habilidad con la espada. -Me senté junto al rey, que tenía a Juana al otro lado. Delante de ella se sentaba Alfonso, luego Jofre y por último Esmeralda, delante de mí.
– Accidente o no, gracias a ti, estamos aquí -replicó Ferrandino-, y te estamos agradecidos. Ahora tú eres mi talismán de la suerte, Sancha.
Guardó silencio cuando el coche arrancó con una sacudida; con el movimiento llegaron los gritos de los hombres, mientras los centinelas de las torres por encima de nosotros informaban de la situación al otro lado de las puertas del castillo a los soldados en el patio. Al parecer, nuestra fuga del Castel Nuovo había sido prevista por las fuerzas enemigas, porque un gran grupo de soldados de infantería acudió presuroso a reforzar a aquellos que ya protegían nuestra vanguardia.
Varios guardias corrieron hasta las puertas y quitaron las trancas; se abrieron al caos.
En el exterior, nuestros hombres luchaban contra los traidores de sus propias filas, y también con los plebeyos y los nobles. Una vez abiertas las puertas, nuestros refuerzos se lanzaron a la refriega con aterradores gritos, y muy pronto comenzaron a batirse con las espadas con tanta rapidez que mi mirada apenas podía seguirlos.
Las ruedas de nuestro carruaje rodaron por debajo del arco, y luego se detuvieron con un fuerte chirrido debajo del arco triunfal de Alfonso I. Estábamos atrapados dentro del patio sin rejas mientras nuestros protectores intentaban abrirse paso a golpe de espada a través de la línea enemiga que se hallaba en la puerta.
Espié a través de la ventanilla del carruaje.
– ¡No mires! -me advirtió Jofre, y Ferrandino lo secundó.
– ¡No mires! Siento que vosotras las mujeres debáis veros expuestas a las brutalidades de la guerra.
Pero yo estaba fascinada, del mismo modo en que lo estuve cuando vi el museo de cuerpos momificados de Ferrante. Miré mientras un noble angevino sin coraza, con la fina túnica de brocado empapada en sudor y sangre y el rostro tiznado de hollín, blandía su espada sin misericordia contra un infante en el extremo derecho. El noble era de mediana edad, y muy bien entrenado; nuestro soldado era joven y estaba asustado, por lo que no mucho después de iniciar la lucha se tambaleó por un instante. Fue suficiente para que el angevino pudiese asestar unos golpes mortales de la manera más eficiente: un golpe, dos, y el joven infante se volvió, con un alarido, para contemplar con horror su brazo derecho, desprovisto de espada, mano y codo. No era más que un sangriento muñón, y el muchacho cayó de espaldas.
El noble se abrió paso hasta un segundo infante, y luego hasta un tercero, momento en el cual escuché su grito victorioso:
– ¡Muerte a la casa de Aragón! ¡Muerte a Ferrandino!
Sus labios aún marcaban la forma de la «o» final cuando uno de nuestros jinetes -para nuestra fortuna apostado muy cerca de la ventanilla- se inclinó con su sable e hizo correr el ancho de la hoja por los hombros del angevino, y separó la cabeza del cuerpo.
La cabeza cayó al suelo, después de rebotar en el flanco del caballo, y fue a parar entre los cascos, que lo patearon debajo de nuestro vehículo; un violento chorro de sangre surgió por el cuello del cuerpo decapitado, y luego sus hombros cubiertos de brocado cayeron hacia atrás. Las ruedas intentaron girar pero estaban obstruidas como por una gran piedra; el cochero fustigó a los animales hasta que tiraron con todas sus fuerzas. Con una gran sacudida, el carruaje pasó por encima del angevino. El estrépito de la batalla apagó el espeluznante sonido.
Al otro lado de mí, doña Esmeralda comenzó una trémula y apasionada plegaria a san Genaro por nuestra seguridad; pálida, Juana sujetó el brazo de Ferrandino con todas sus fuerzas.
Más espadas brillaron al sol. Vi cómo un plebeyo se enfrentaba a nuestros hombres y acababa muerto por sus esfuerzos. Vi a otro de nuestros infantes heridos, esta vez en el muslo. Luchó todo lo que pudo, pero finalmente cayó desangrado. Aunque no pude ver su final a causa de la altura del carruaje y de los soldados que obstaculizaban mi línea de visión, vi que un rebelde alzaba la espada, una y otra vez, para rematar al hombre caído.