Después de un rato, comenzamos a movernos más rápido, y salimos a la calle. Me volví para echar una última mirada al Castel Nuovo. Las puertas continuaban abiertas de par en par, a pesar de que ya había pasado el último de los carruajes reales; los angevinos y los plebeyos se lanzaron por debajo del arco triunfal. Busqué en vano los yelmos con los penachos oro y azul.
Incliné el cuello un poco más; detrás de nosotros, la armería era una bola de fuego, con los muros de piedra agujereados y caídos. Más allá, una niebla gris se alzaba de los incendios que salpicaban el paisaje cerca del Vesubio. Cualquiera hubiese creído que el volcán escupía humo y llamas sobre la ciudad, pero esta vez, era solo un silencioso e inocente testigo de la destrucción realizada por el hombre.
Antes de que pudiese ver más, Alfonso, sentado junto a Jofre, habló con firmeza:
– Déjalo ya, Sancha. No tiene ningún sentido…
Tenía razón, por supuesto. Me obligué a apartarme de la ventanilla y mirar al frente, a censurar los pensamientos que intentaban surgir, de la pobre gente que habíamos dejado atrás en el patio, de mi hogar de la infancia, abandonado al enemigo.
Traqueteamos por las calles adoquinadas. Nuestro camino nos llevaba a lo largo de la costa. A mi izquierda estaba la plácida bahía; a mi derecha se encontraban los jardines exteriores del palacio real, ahora convertido en un campo de batalla, y más allá, el Pizzofalcone, en cuyas laderas ardían los palacios aragoneses. A mi espalda yacía la ciudad.
Nuestro avance era constante pero distaba mucho de ser rápido, dado el tamaño de nuestra escolta militar. Sin embargo, nuestro destino, la antigua fortaleza del Castel dell'Ovo, que guardaba la bahía de Santa Lucía se veía cada vez más cerca. Ahora que ya habíamos pasado lo peor de la lucha, por primera vez pensé no en lo que nuestra familia dejaba atrás sino en adónde íbamos. Ferrandino había pedido un barco: ¿qué destino tenía en mente?
De haber sido yo rey de una nación desgarrada por la guerra, y cuyo tesoro había sido robado, no había más que un lugar al que hubiese ido. La idea me inquietó un tanto, pero de inmediato me distrajo una visión que despertó mi furia: dos plebeyos habían salido corriendo del palacio real, cargados con la alfombra turca enrollada que había adornado el suelo del despacho de mi padre. Todavía peor, el tercer hombre que los acompañaba llevaba en sus brazos el busto dorado de Alfonso I que solía descansar en la repisa de la chimenea de mi abuelo.
Mi indignación no duró mucho. Mis oídos se llenaron con un tremendo estruendo, acompañado por una ardiente ráfaga de viento; en el mismo instante, el carruaje dio un bandazo a la izquierda, y me lanzó contra Ferrandino, y a él contra Juana. De la misma manera, Esmeralda fue arrojada contra mi marido y mi hermano. Grité sin poder contenerme ante el estruendo, medio sorda, incapaz de escuchar mi propia voz o los gritos de los demás.
Al mismo tiempo, me manché con la sangre que entraba por la ventanilla. Por un terrible momento, nos movimos sobre dos ruedas, apoyados contra los hombres que gritaban y sus caballos. Mientras todos en el interior buscábamos dónde sujetarnos, los soldados corrieron para empujarlo; consiguieron que apoyase las cuatro ruedas en el suelo con una fuerte sacudida.
En cuanto recuperamos el control, busqué a través de la ventanilla el motivo de tal conmoción: una bala de cañón. En esos momentos descansaba sobre los adoquines, pero se había cobrado un siniestro peaje. A su lado yacía uno de nuestros jinetes, su muslo y el vientre de su montura estaban cortados casi por la mitad; la sangre, los huesos y la carne del hombre y del caballo mezclados hasta tal punto que era imposible distinguirlos.
Solo habían gozado de una última concesión: ambos parecían haber muerto al instante, porque los ojos abiertos y la expresión del joven soldado mostraban decisión, sin la menor señal de asombro o temor; aún empuñaba las riendas en una mano. La cabeza grande y elegante del caballo se veía erguida, el bocado todavía en la boca, los ojos inteligentes y brillantes; uno de los cascos delanteros levantado en un gesto airoso preparado para el siguiente paso. Ambos parecían, con la excepción de las horribles heridas abiertas, un hermoso ejemplo de juventud y fuerza.
Había querido ser fuerte, perfecta y valiente, por el bien de los demás, pero incliné la cabeza, incapaz de soportar más; de esa manera, viajé el resto del camino hasta el Castel dell'Ovo. La imagen del joven jinete y su montura me acompañaron; todavía me acompañan.
Me había criado en Nápoles, pero nunca había tenido motivo para visitar el alcázar que llevaba el nombre del mítico huevo de Virgilio. No era el lugar más adecuado para una princesa, dado que era una gran construcción cuadrada de piedra, más ancha por la base que por arriba, sin más mobiliario que los equipos militares; había sido construido para servir de puesto de vigía y primera línea de defensa contra aquellos que invadían por mar, y último refugio y defensa contra aquellos que invadían por tierra. Olía a humedad; los gastados y desnivelados escalones de ladrillo resbalaban con el moho.
En lugar de permanecer en las habitaciones seguras de la planta baja, insistí en subir hasta lo alto del muro, donde los soldados montaban guardia. Había varios cañones, con las correspondientes pilas de balas de hierro en cada torreta, preparados para abrir fuego contra la ciudad. Todos los que habíamos viajado en los carruajes -incluidos aquellos de la familia que nos habían precedido y seguido- estaban muy afectados no solo por la ignominia de la retirada forzosa, sino también por el sufrimiento que habíamos presenciado. No soportaba permanecer sentada y llorar con doña Esmeralda mientras esperábamos el rescate; por el contrario, me distraje contemplando el mar, atenta a la aparición de la nave que nos sacaría de allí.
No se veía ninguna señal. Durante horas, no la hubo, y me paseé inquieta por los viejos ladrillos de la terraza. De vez en cuando, aparecía Alfonso y preguntaba si habían divisado el barco.
No, le repetí una y otra vez, y en cada ocasión él bajaba a las habitaciones, donde el rey y su general discutían la estrategia. Yo miraba hacia el oeste, decidida a no presenciar la destrucción de la ciudad a mi espalda, y contemplé cómo el sol se movía cada vez más cerca del horizonte.
La última vez que Alfonso me preguntó por el barco, repliqué:
– ¿Adónde vamos?
Él se inclinó hacia delante, y me habló al oído, como si me estuviese transmitiendo un secreto de Estado que los soldados no debían oír; sin embargo, su respuesta me pareció tan esperada y obvia, que no habría habido ninguna diferencia si la hubiese gritado en las calles.
– Sicilia. Dicen que el rey le concedió a padre refugio en Mesina.
Asentí.
Muy pronto anocheció, y fui escaleras abajo para ver a la familia. Dada la espera, todos estábamos muy nerviosos porque dudábamos que el general hubiese mantenido su palabra, y que el barco acudiese; pero en cuanto el sol desapareció del todo detrás del horizonte, se escuchó el grito de uno de los vigías.
Nos apresuramos a embarcar sin ningún protocolo, sin ninguna elegancia, sin ninguna fanfarria. La nave era pequeña y con un diseño que primaba la velocidad por encima de la comodidad; para evitar riesgos ondeaba el pabellón rojo y gualda español en lugar de los colores napolitanos.
A pesar de la insistencia de doña Esmeralda para que bajase, permanecí en cubierta mientras salíamos de la bahía de Santa Lucía. La ciudad resplandecía con los incendios, y los cañones alumbraban el cielo nocturno con destellos como relámpagos que me permitían identificar nuestras referencias: la armería y Santa Clara, donde mi padre había sido coronado, ahora ardían; el Poggio Reale, el magnífico palacio construido por mi padre cuando todavía era duque, estaba casi enteramente calcinado. Me tranquilicé al ver que la catedral había, hasta el momento, resistido.