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En consecuencia, todos fuimos al palacio donde el que fuera el rey Alfonso II residía por entonces; un gran edificio situado en una suave pendiente por encima de la bahía. Ni un solo guardia montaba vigilancia en la verja sin trancas: nuestro propio cochero se apeó para abrirla de par de par, entró con el carruaje en el patio, y después cerró la reja detrás de nosotros.

Tampoco los sirvientes salieron a recibirnos. Don Federico abrió la puerta y llamó hasta que dos voces femeninas respondieron a coro desde la distancia:

– ¿Quién está ahí?

Una pertenecía a doña Elena, la dama de compañía de mi madre; la otra, era la de donna Trusia.

El tío Federico entró en la casa y gritó a voz en cuello:

– ¡Nada menos que la casa de Aragón! ¡Hemos venido a poner las cosas en orden!

Trusia apareció en el pasillo. Había envejecido bien; más joven que mi padre, había alcanzado la edad de plena madurez, con los labios carnosos y las mejillas bien esculpidas debajo de los grandes ojos. Contuve el aliento; después de un tiempo de separación, me sorprendí de nuevo al ver la belleza de mi madre.

Al vernos en la entrada, su rostro se iluminó de inmediato, y corrió a saludarnos.

Su expresión no reflejaba otra cosa que alegría; solo disminuyó al ver nuestros sombríos -y en el caso de Federico, hostil- semblantes.

– Altezas -saludó a los hermanos con una inclinación. Luego movió el cuello para mirar más allá de ellos, a Alfonso y a mí-. ¡Mis hijos! ¡Cuánto os he echado de menos! ¡Sancha, ha pasado tanto tiempo!

Me abrió los brazos. A pesar de mi dolor y desaprobación, fui hacia ella y dejé que me abrazara y besara mis mejillas; pero no pude devolverle el abrazo.

– ¿Cómo? -pregunté, en tono amargo-. ¿Cómo has podido formar parte de algo tan horrible?

Ella se apartó, sorprendida.

– Tu padre está enfermo. ¿Cómo podía abandonarlo? Además, su guardia me obligó a que lo acompañase.

Antes de que pudiese interrogarla más, Alfonso buscó su abrazo. Su respuesta fue más confiada, pero todavía distante. Era obvio que no la creía incapaz de hacer nada malo, y esperaba una explicación.

El tío Federico mostró su enfado.

– No hemos venido aquí para un reencuentro de familia. Se ha cometido un crimen contra el reino; un crimen, madonna, del que eres cómplice.

Mi madre palideció y se llevó una mano a la garganta.

– Es verdad, Alfonso abandonó su trono, pero no sabía lo que hacía. Juro ante Dios, alteza, que no conocí su intención de escapar hasta la misma noche en que fui obligada a punta de espada a acompañarle. -Hizo una pausa, luego se irguió y adoptó un ligero aire de desafío-. Su único crimen es la locura. Necesita mi ayuda, don Federico. En cualquier caso, habría venido sin reparos. Si ha habido algún crimen, es solo responsabilidad mía, al no escribiros para explicaros las circunstancias. Pero hasta esta mañana, cuando los guardias huyeron, no pude hacerlo.

Federico la observó con la mirada de un halcón durante un largo momento. Siempre le había agradado Trusia; además, ella nunca había despertado la desconfianza de nadie en la corte. Cuando respondió, lo hizo con un tono calmado y solemne:

– Donna Trusia, entremos, donde podamos hablar en privado.

– Por supuesto.

Nos llevó a una habitación donde se le dio permiso para sentarse con nosotros. El príncipe Federico le explicó toda la triste historia: la desaparición de los tesoros de la Corona, el regreso de Ferrandino tras el que descubrió que Nápoles no tenía rey ni fondos para sus soldados, nuestra peligrosa huida de los rebeldes.

Trusia se mostró conmocionada por nuestras noticias. Cuando se recuperó, manifestó:

– Como todos sabéis no soy dada al engaño. Nunca hubiese apoyado tan vil robo. Quizá sea una tonta y una ignorante; esta mañana me sorprendí al descubrir que toda la servidumbre, con la excepción de doña Elena, se había marchado. Anoche, escuchamos el rumor de que habíais llegado a Mesina.

– Se enteraron -manifestó mi hermano-, y temieron el castigo.

– Así es -intervino Federico con vehemencia-. Si los hubiese encontrado, habría mandado que los ahorcasen por traición. -Se calmó-. Por ahora, debemos ocuparnos de recuperar los tesoros de la Corona, siempre y cuando nadie haya escapado con ellos. Son nuestra única esperanza; sin ellos, Ferrandino no tiene ninguna oportunidad de recuperar y defender el trono.

La respuesta de mi madre fue sencilla:

– Decidme qué debo hacer.

Nos llevaron a la habitación donde mi padre pasaba ahora sus días; solo, dijo Trusia, excepto en aquellos pocos momentos en los que llamaba a un sirviente, o tenía que formularle alguna pregunta a su amante. En la puerta, mi madre se volvió hacia Federico y Francisco, con una expresión de súplica.

– Recordaréis cómo era en los días anteriores a nuestra marcha…

– Sí -replicó Francisco; su actitud era más amable, más tolerante que la de Federico-. Confuso. Pero había momentos en los que podíamos consultarle, cuando estaba más lúcido.

– Aquellos tiempos han pasado- respondió mi madre, con la voz triste-. No recuerda haber venido aquí, ni comprende su situación. Necesitaréis diplomacia y paciencia si queréis recuperar el tesoro.

Abrió la puerta.

Daba a una gran habitación, apenas amueblada. Su característica más notable era un ventanal que ofrecía una magnífica vista de la bahía de Mesina.

En la pared opuesta había una gran silla de madera tallada; encima colgaba un enorme candelabro de hierro forjado de cuarenta velas. La combinación recordaba un trono debajo de un dosel; y en esa silla estaba sentado mi padre.

Su aspecto me sorprendió. Sus cabellos habían pasado de ser negro azabache a mostrar un color gris, y su tez había adquirido la palidez cenicienta de alguien que rehúye la luz. Había adelgazado a ojos vista, y su atuendo real -una túnica de seda azul bordada con hebras de oro, y un fajín decorado con las medallas de Otranto- colgaba con holgura sobre su osamenta.

Había estado mirando con expresión ausente a través de la ventana; cuando entramos, nos dirigió una mirada tranquila, como si aún nos viese a todos cada día, como si nunca se hubiese marchado de Nápoles al amparo de la noche.

– ¿Sí? -preguntó, imperioso, y cuando, después de una pausa, todos nosotros, incluso el vociferante Federico, permanecimos mudos, golpeó el suelo con el pie en una muestra de irritación-. ¡No os quedéis ahí con la boca abierta! ¡Inclinaos, y dirigíos a mí como es debido!

La furia brilló en los ojos de Federico; sin hacer caso de la mirada de advertencia de Trusia, se adelantó.

– No me inclinaré, pero me dirigiré a ti como corresponde, alteza. Porque eso es lo que eres: un príncipe que ha renunciado a su derecho a ser rey.

El rostro de mi padre se encendió de ira; señaló a su hermano con un gesto acusador y nos exhortó al resto de nosotros:

– ¡Apresad a ese hombre y castigadlo por su insolencia!

Pasó otro momento de silencio; Federico se enfrentó a mi padre con una sonrisa tensa.

– Tus órdenes no sirven de nada aquí, Alfonso. ¿No lo recuerdas? Abandonaste tu trono. Dejaste que nos enfrentásemos a los franceses solos, y viniste aquí con Trusia. Renunciaste a tu derecho a la corona cuando escapaste como un cobarde y robaste el dinero que Ferrandino necesitaba para nuestras tropas.

Mi padre se levantó con los ojos encendidos.

– ¡Soy el rey de las dos Sicilias, y me mostrarás el debido respeto!

– ¡Deja de hacerte el loco! Nápoles y Sicilia han sido reinos separados durante generaciones -replicó Federico, agitado-. ¡Tu hijo es ahora el rey, y lo mejor que puedes hacer es ir a suplicar de rodillas por tu vida, porque lo que has hecho es un delito de lesa traición!

El rostro de mi padre se crispó de furia.

– ¡Mentiroso! -gritó-. ¡Guardias! -Se volvió hacia Trusia, indignado-. ¿Dónde están los guardias? ¡Que detengan a este hombre!